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El Estado del Bicentenario
ОглавлениеLa regeneración valorativa pasa por la construcción de un Estado sintético, un Estado fundado en valores capaz de implementar políticas públicas que aspiren a construir el bien común. Destruida la persona, la política ocupa su lugar. Liquidado el ser humano, el Estado es llamado a reemplazarlo.
Para evitar la desviación estatolátrica es preciso regenerar la política partiendo de unos valores que reconozcan a la persona como un actor que solo es libre cuando acepta que las libertades exigen responsabilidad. Tal Estado construido sobre esta premisa es un Estado fundado en valores, un Estado que sintetiza la verdad y la política; esto es, un Estado sintético que busca la armonía entre el mercado y la subsidiaridad, la propiedad y la solidaridad, el hombre y lo social.
Porque un Estado que busca imponer el relativismo termina por absolutizarse y destruye al hombre. Un Estado relativista, opuesto al Estado de valores, termina convirtiéndose en un ente clientelar, nocivo para el desarrollo. La hipertrofia de una dimensión del Estado ocasiona que la democracia se vea alterada en su praxis.
Para el relativismo, la relación entre la democracia y la religión solo puede ser negativa y, por tanto, cualquier síntesis que busque la unidad basada en los valores es nociva como proyecto político. Una democracia relativista sin frenos morales es incapaz de dar respuesta a las cuestiones sociales fundamentales y se desvincula del orden y de la justicia social. Puede establecer un marco de convivencia, pero esa misma convivencia está amenazada si el fundamento democrático se encuentra sometido a la continua revisión de la opinión pública.
El Estado que debe ser regenerado de cara al Bicentenario no ha de ser considerado como fuente de verdad o raíz de la moral, aunque tenga un componente valorativo. El Estado a regenerar, aunque haya cumplido un rol fundamental en la configuración de la identidad nacional, no puede producir la verdad ni por sus propios mecanismos ni apelando a la mayoría.
Para lograr la auténtica armonía social y la consecución del bien común, el Estado precisa de un mínimo común sintético, un mínimo de valores que no deben someterse a la manipulación política. La Iglesia, en este sentido, ofrece el conjunto de valores absolutos capaces de inspirar la acción estatal, siempre en un clima de independencia y compatibilidad con la legalidad, reconociendo el carácter contingente del orden material.
Unidad trascendente y libertad responsable son consecuencias claras de un Estado sintético basado en los valores. Se trata de una unidad espiritual que se materializa en la sociedad y de una libertad personal que se concreta en la voluntaria adhesión al núcleo valorativo de una comunidad política.
En sentido estricto, la regeneración solo puede llevarse a cabo reconociendo que todas las formas políticas son temporales, que todas las estructuras emergen con fecha de caducidad, pero que los principios que informan a la política tienen que mantenerse porque beben de una filosofía perenne, la philosophia perennis, que solo alcanza su plenitud cuando se mantiene unida a la vid del cristianismo.
Los desencuentros políticos, como el de la entrevista de Guayaquil, solo se producen cuando estamos frente a la ausencia de un código común. Dos concepciones distintas sobre la política, dos ideologías antagónicas, no pueden encontrar puntos en común si de por medio no actúa la generosa búsqueda del bien común.
El bien común, una realidad humana que no excluye a la trascendencia ni al orden natural, solo puede construirse mediante una política eficaz que supere las diferencias y remedie los problemas concretos que se presentan en el Perú.
MARTÍN SANTIVÁÑEZ VIVANCO