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Hacia una segunda independencia de valores

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La crisis iniciada hace dos siglos se prolonga hasta el Bicentenario. De hecho, la crisis ha ampliado sus ramificaciones a toda la sociedad peruana. No estamos, como indica la terminología seudocientífica del neoinstitucionalismo, ante una crisis de reglas de juego. El Bicentenario se enfrenta, más bien, a una crisis de orden moral, a una crisis de valores que repercute directamente en la política y la economía de nuestro país.

Así, la crisis de valores es la base de la crisis institucional. Si entendemos que las instituciones son, como sostiene el lenguaje simplista del determinismo económico, “reglas de juego” fundamentales de convivencia, si aspiramos a un Bicentenario efectivo hemos de interrogarnos por las reglas de juego y, también, por los jugadores, por los actores encargados de conjurar la crisis de nuestro tiempo.

La crisis de los valores es el origen del diletantismo político que atraviesa nuestro país. Esta crisis valorativa explica la continua adhesión de nuestra sociedad a las sucesivas utopías autoritarias y modernizadoras que se presentan regularmente en la historia republicana peruana. El triunfo de los outsiders y la volatilidad del electorado son signos visibles de la expansión del relativismo. En un entorno relativo, el liderazgo es funcional y el electorado cambia de opinión por causa de la coyuntura.

La crisis de los valores, además, facilita la expansión de la corrupción. De hecho, la corrupción sistémica, la destrucción de los códigos de conducta y la ausencia de un control efectivo son consecuencia de una ética soliviantada por el inmediatismo. Un país en el que las raíces de la corrupción se han endurecido produce paradojas institucionales y problemas de gobernabilidad. Una República en la que los valores son reemplazados por la ideología está condenada a construir un Estado corrupto, un leviatán seudoimparcial que sobrevive con el único proyecto de medrar.

La solución a la crisis de valores no pasa solamente por el diseño de reglas de juego que respondan a nuestra particular realidad. La crisis de valores es humana y, en tal sentido, exige un remedio personal, personalísimo. Los seres humanos somos ‘nomóforos’, esto es, portadores de normas, de valores, y la regeneración es, ante todo, un evento personal, una metanoia política que se proyecta sobre el bien común. Las crisis de la posmodernidad son crisis de liderazgo, no solo crisis institucionales. Además, en países como el nuestro, en los que el Estado es precario y la democracia una ficción, más importante que el diseño institucional es la calidad del liderazgo.

Ante la crisis presente se impone la regeneración de la República. Esta regeneración es, ante todo, personal, valorativa, de liderazgo, e implica más que una renovación de generaciones políticas, una auténtica metanoia. El reformismo realista es una forma de patriotismo. No es posible una democracia de calidad sin un trasfondo valorativo. Para implementar de manera eficiente las instituciones precisamos de líderes, mujeres y hombres, que expresen de manera ética una acción política de valores en la esfera pública, sin complejos derrotistas o voluntarismos utópicos.

En tal sentido, se impone un Estado que fomente la unidad. Todo esfuerzo que aspire a elevar la política hasta convertirla en un arte ilustrado tiene que ser aplaudido. Todo ejercicio de unidad patriótica ante un escenario de crisis debe ser apoyado. Bolívar acertó en el discurso de Angostura cuando sostuvo que para sacar de la crisis a la República “todas nuestras facultades morales no serán bastantes si no fundimos la masa del pueblo en un todo, la composición del gobierno en un todo, la legislación en un todo y el espíritu nacional en un todo. Unidad, unidad, unidad. Unidad debe ser nuestra divisa”.

Se ha instalado entre nosotros, de forma disolvente, una clara voluntad de establecer, como norma de conducta válida para toda convivencia política, el imperativo de la libertad luciferina. Esta concepción distorsionada de libertad ha sido inoculada en todos los niveles de la República, inundándolo todo hasta provocar un desborde en la propia realidad social. La política, ars aspergendi de mujeres y hombres libres, se eleva o decae en función de su objetivo, y el objetivo es un extremo ligado a la libre voluntad.

La libertad sobre la que se construye el régimen político es una libertad vinculada a la dignidad humana. Siendo así, la propia postura que asumimos sobre lo que constituye una persona termina definiendo la noción de libertad. Así, lo que entiendas por persona es lo que comprendes por libertad.

Ahora bien, vivimos en un mundo posmoderno en el que la cosificación de la persona es la norma común. El lenguaje de lo políticamente correcto defiende la destrucción paulatina de la relación entre el Absoluto y la persona. Por tanto, el relativismo ha engendrado, además, una noción relativa de persona, y al ser la libertad algo esencial a la personalidad, esta también se ha relativizado.

La gran herejía de nuestro tiempo, el relativismo nihilista, la nada virtual, ha fomentado la cosificación de la persona. Cuando el ser humano se cosifica y es instrumentalizado, entonces se cumple el apotegma creado por el comediógrafo latino Plauto y popularizado por el filósofo inglés Thomas Hobbes, homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre). En tal entorno, la persona relativizada produce una libertad sin frenos ni contrapesos.

El mundo posmoderno se caracteriza por la relativización de los límites valorativos. Esta moda evanescente ocasiona una molicie espiritual que muy pronto se traslada al plano institucional. Las instituciones porosas al relativismo desvirtúan la convivencia porque no defienden ningún principio real, convirtiéndose, por tanto, en una mera ficción.

Si sostenemos, por el contrario, como ha dicho el gran jurista Álvaro d’Ors, que el hombre es una persona para el hombre, y no un lobo, e inclusive, el hombre es un amigo del hombre, como ya había anotado siglos atrás Tomás de Aquino, entonces la libertad esencial tiene que compaginarse con el respeto y la responsabilidad.

La libertad, al reconocer el carácter trascendente de la persona humana, halla en ella misma, y en su naturaleza, el primer y más importante freno. Se anula, por tanto, la cosificación porque el hombre que es para otro hombre persona no aspira a instrumentalizar a sus semejantes en función del darwinismo social.

En un entorno en el que todos somos personas con una dignidad inalienable, con una naturaleza que genera responsabilidades y derechos, la libertad se posiciona reconociendo el límite del otro como una frontera fundamental. La persona que es libre es libre con responsabilidad. Un Estado que se construye diluyendo el carácter trascendente de la persona en el relativismo no solo genera instituciones débiles; también puede provocar que una seudopolítica fuerte (o, lo que es lo mismo, la degeneración de la política) ocupe el lugar destinado a la construcción del bien común.

La segunda independencia

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