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LA PATRIA El drama de Túpac Amaru II

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El historiador de la independencia, José Agustín de la Puente Candamo, observa con acierto que «por la importancia personal del caudillo, por las causas del levantamiento, por lo vasto de su desarrollo e irradiación, por la conmoción que provoca especialmente en el mundo andino, por la injusticia y crueldad del castigo que sufren el cacique y su familia, por el dolor y resentimiento que perviven como huella de la revolución, la rebelión de Túpac Amaru es, sin duda, el quebranto más grave que recibe el Virreinato del Perú en toda su historia, alcanzando también a los reinos cercanos. Esta conmoción pertenece al mundo de la independencia»1.

Esta rebelión, considerada justamente un antecedente de la emancipación, ha sido después instrumentalizada de manera negativa por la revolución de Velasco, que retiró un cuadro de Francisco Pizarro, fundador de Lima, del salón de Palacio de Gobierno que llevaba su nombre, para poner un cuadro de Túpac Amaru y denominar con ese nombre dicho salón.

José Gabriel Túpac Amaru había nacido en Surimana, Cuzco, en 1741. Era nieto del inca Túpac Amaru, por lo que se le conocía como Túpac Amaru II. Educado en el colegio para nobles quechuas San Francisco de Borja, hizo fortuna en un negocio de transporte, llegando a tener 350 mulas. Provisto de un poder de los caciques de Tinta, viajó a Lima para solicitar un mejor trato tributario para los indígenas desprovistos del trabajo que tenían, vinculado al comercio de Charcas, que fue orientado al recién creado2 Virreinato de Buenos Aires. Pedía, asimismo, que se reconociera el título de marqués de Oropesa, que le correspondía como descendiente de la primera marquesa de Oropesa, Sayri Túpac. No fue escuchado.

El 4 de noviembre de 1780 nació el monarca español Carlos III. Llegada la noticia al Cuzco, se organizaron los festejos correspondientes, luego de los cuales José Gabriel Túpac Amaru ordenó detener al abusivo corregidor Antonio de Arriaga, que fue ahorcado en la plaza de Tungasuca. Era una rebelión contra las autoridades locales, a nombre de la justicia, que se suponía sería defendida por los monarcas españoles, a quienes correspondía el Virreinato del Perú.

Las tropas del virrey, sin embargo, se enfrentaron con las de Túpac Amaru, quien las venció en Sangarara y Tungasuca, siendo derrotado en Tinta, apresado y ejecutado de manera cruel: le cortaron la lengua, cuatro caballos lo jalaron de las extremidades y, todavía vivo, lo decapitaron. Anteriormente, tuvo que ver la ejecución de su esposa, Micaela Bastidas, de su hijo Hipólito y de su tío Francisco, entre otros parientes y amigos cercanos.

«Por más que el cacique Condorcanqui resucitara los recuerdos incásicos y publicara con tanta insistencia su real origen, muchos indios permanecieron indiferentes a la rebelión, y, por temor a los españoles o porque la prolongada esclavitud había borrado el sentimiento nacional, ayudaron ellos mismos a debelarla. Puede considerarse esta insurrección como la última del puro elemento indio, y probó cuán decaído estaba y cuán perdida tenía la conciencia de su unidad. Pero dejó en claro que los mestizos no solo hacían causa común con los indios, sino que, aprovechándose de su pasividad, se servían de ellos como instrumentos. La revolución de Túpac Amaru significa por esto, a la vez, un principio y un fin, algo que acaba y algo que se inicia, el estertor de una nacionalidad que moría y el primer vagido de otra que se formaba»3.

Unos versos escritos en la iglesia de Santa Catalina de Arequipa, en 1782, reflejan el sentir de la élite criolla, que comienza a formarse una conciencia de la necesidad de separar al Perú de España:

Al Rey “Vuestra Magestad, Señor, Es quien inquieta los pueblos, Vuestra Magestad es causa que se vean movimientos, Vuestra Magestad, Señor, vuelvo a decir causa efectos, agenos de un fiel vasallo con riesgos del alma y cuerpo ¿Por qué, Señor no averiguas a quienes das los empleos? Si hombres indignos envías, ¿Quieres que se pierda el Reyno?”4

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