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Utopías indicativas y realismo político

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La celebración del Bicentenario de nuestra independencia es un punto de partida para reflexionar sobre la realidad de la peruanidad. Los diversos discursos ideologizados que han acompañado toda reflexión sobre el Perú han respondido siempre, en mayor o menor media, al voluntarismo de sus autores, a las sucesivas “utopías indicativas” que sirvieron de fuente de inspiración para todos nuestros reformismos.

Estas narraciones sobre el deber ser de nuestra patria condicionaron la acción política del país desde la independencia. Los distintos proyectos nacionales que hemos intentando construir infructuosamente responden a visiones ideologizadas –y, por tanto, parciales– sobre la fuerza que el Perú encarna en tanto principio unificador del continente.

La independencia, como varios han señalado, significó para este país la destrucción de la unidad hispánica, pero también la liquidación de nuestra primogenitura regional. Con la independencia no solo España pierde un imperio. El Perú también cede el protagonismo político y estratégico, y se transforma en un país infiltrado por las taras del republicanismo en construcción. La pérdida de la hegemonía sudamericana, el avance de la anarquía cívica y la ausencia de una voluntad unificadora son las características fundamentales del Perú republicano.

Estas características, propias de todo reformismo demoliberal voluntarista, se han extendido, arraigándose en la mentalidad colectiva y en la propia formación de nuestra clase dirigente. La crisis del Perú es una crisis total. Y es total por su raíz moral. La crisis presente, que puede rastrear sus orígenes hasta el momento fundacional de la República, es una crisis esencialmente valorativa porque nace de la destrucción de un régimen axiológico en el que la religión jugaba un papel equilibrador.

Ese rol angular, saxum de toda construcción política, ha sido reemplazado, sucesivamente, por los mitos movilizadores de las ideologías. Allí donde hubo cristianismo unificador triunfaron, de manera sucesiva, el liberalismo democratizador burgués, el civilismo utópico, el régimen oligárquico de táctica sin estrategia, los socialismos revolucionarios del primer centenario, las restauraciones conservadoras y elitistas, los socialismos terroristas y extranjerizantes, y las democracias débiles caracterizadas por un relativismo evanescente.

La ausencia del cristianismo provoca siempre el triunfo del error. Donde no hay cristianismo en la vida pública pronto emerge alguna herejía política que distorsiona la realidad porque la interpreta bajo el influjo de la ensoñación ideológica. Y la distorsión de la realidad provoca, irremediablemente, un estado de indefensión. El que no conoce la realidad peruana es incapaz de transformarla. La política es la ciencia de la realidad, y el político es el gran actor que busca, por sobre todo, dejar una realidad mejor para los que han de sucederle. El desconocimiento de la realidad debilita a las élites y perjudica a toda la communitas.

Por eso, el Bicentenario conmemora el gran enfrentamiento, del que somos protagonistas y víctimas, entre el realismo peruano (el auténtico realismo siempre es cristiano, porque abarca la realidad en todas sus dimensiones) y las utopías movilizadoras, las interpretaciones ideológicas, los ensayos de entendimiento que, bien o mal intencionados, nos han convertido en un país marginal, de relativa importancia estratégica, en el que la polarización se agrava y la mediocridad cunde.

La regeneración del Perú implica volver a colocar el acento en esta lucha fundamental: o realismo o utopía. O realismo o ideología. O realidad o ensoñación. El Bicentenario o encarna la celebración de un proyecto de vida en común realista o se inclina por conmemorar la efeméride de nuestra derrota nacional. Tal elección es esencial.

La segunda independencia

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