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A MODO DE PRÓLOGO REGENERACIÓN DE LA REPÚBLICA El desencuentro de Guayaquil

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La historia del Perú es una historia de heroísmo, traición y desencuentros. La entrevista de Guayaquil refleja fielmente la distorsión entre dos formas de comprender la política: el realismo sin recursos y la utopía de una República basada solo en reglas de juego. Por un lado, en San Martín contemplamos al militar realista que es consciente del entrampamiento de una situación de hecho, la independencia del Perú. Por otro, en Bolívar descubrimos al líder que aspira a la gloria histórica y que considera imprescindible atar la emancipación política a la ideología republicana.

El realismo sin recursos se autoexilió en Europa. El republicanismo voluntarista fracasó en la realidad. El desencuentro de Guayaquil es, a la vez, una historia de heroísmo (los protagonistas son dos héroes irrepetibles) y una historia de traición. Porque tanto el realismo patriota como el voluntarismo republicano han sido reemplazados por el oportunismo capitalista y el populismo maniqueo.

La visión realista que encarnaba San Martín ha sido postergada durante doscientos años debido a la propensión de nuestras élites por el rastacuerismo extranjerizante. El realismo solo puede actuar cuando el objeto de análisis fundamental es el propio país. Sobre la patria se puede ejercer una acción transformadora solo si la reflexión de las élites está dirigida a los problemas nacionales.

La actitud de San Martín es realista no por la solución propugnada (dividir a sus fuerzas militares en una operación complicada y optar por una restauración monárquica), sino porque el objeto de su preocupación era un problema real, el problema más importante del origen de nuestro Estado. Por el contrario, Bolívar aspiraba a resolver la mayor parte de las contingencias aplicando el evangelio republicano y apelando a ciertos estados de excepción (la presidencia vitalicia, por ejemplo).

Este enfrentamiento entre el realismo al diagnosticar el problema y el afán teorético al apelar a la solución es una constante de nuestra historia republicana. La entrevista de Guayaquil se ha prolongado a lo largo de nuestra existencia como país en el pensamiento político (pensemos, por ejemplo, en el realismo de Mariátegui al identificar los problemas y en las soluciones ideologizadas que propuso) y en la propia realidad del gobierno (el enfrentamiento con el terrorismo produjo diagnósticos causales realistas, pero soluciones maniqueas). Todos los días, al diagnosticar positivamente pero al errar en la solución, repetimos la tragedia de la entrevista de Guayaquil, en la que el Perú perdió territorio, relevancia y capacidad de actuar de manera unificada.

Esta gran lección histórica tendría que ayudar a los peruanos del tercer milenio a reflexionar sobre los límites del liderazgo y la cooperación. Aunque el contrafáctico resulte un ejercicio tan estimulante como estéril, no está de más rescatar la importancia del liderazgo realista y unificado, sobre todo ante los graves problemas que atraviesa un país. Después de todo, la gloria pagana y la grandeza histórica están vinculadas íntimamente a la capacidad de desprendimiento por un ideal superior.

Así, el desencuentro de Guayaquil, más que una imagen que se difumina en la memoria, es una realidad pertinaz que se repite una y otra vez; es el eterno retorno de nuestra existencia republicana, que emerge variando de protagonistas pero manteniendo el mismo argumento central. La superación de tal desencuentro a través de la regeneración valorativa es el desafío al que nos enfrentamos casi doscientos años después de un apretón de manos que cambió la historia del Perú.

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