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Al entrar en el vagón restaurante la luz me ciega un momento. No hay casi nadie, todas las cortinas están recogidas y un frescor húmedo inunda el aire. Después de todo, no he dormido demasiado bien y mis ojos son los que más se resienten. Segundos después, cuando ya se han acostumbrado a la luz del día, descubren a Tristán en el fondo del vagón tomando café.

—Buenos días, ¿has dormido bien? —me pregunta cuando me acerco hasta él.

—Sí, gracias —miento.

—Siéntate, por favor. Toma.

Me siento frente a él y acepto la carta de desayuno que me pasa. Hay tres tipos de menú a elegir: el desayuno cinco estrellas, el desayuno exprés y el desayuno saludable. Por lo que hay sobre la mesa puedo deducir que el suyo es de los saludables: fruta, tostada con aceite de oliva y tomate, cereales con yogur y café. ¿Si yo me pidiera el cinco estrellas, que además incluye una tortilla francesa, pensaría que soy una gorrona? Y en realidad, ¿qué me importa? Él me ha invitado y además puede permitírselo. Así que, cuando la camarera me pregunta, le pido un cinco estrellas y me quedo tan ancha.

—Me alegra mucho que hayas decidido desayunar conmigo. Esta mañana irradias luz como una pequeña luciérnaga.

Un cosquilleo me remueve por dentro. Le miro a los ojos, agradeciéndole su comentario, lleno de sensibilidad.

—Gracias.

Sonrío tímidamente y miro por la ventana. El cobijo de la noche me hacía más valiente, a la luz del día me siento pequeña e indefensa frente a él. Noto la mirada de Tristán sobre mí, repasando mi rostro como si me viera por primera vez después de lo que acabo de decirle. Estamos en silencio hasta que me traen el desayuno y ataco sin pudor la tortilla.

—Ahora que me fijo ¿de qué color son tus ojos?

Me pregunta. Le miro directamente para que pueda comprobarlo él mismo.

—Miel.

Asiento con la cabeza sin dejar de masticar. Él sonríe y yo, quizás recuperando algo de confianza, le guiño el ojo derecho.

—No voy a tener tiempo de disfrutar demasiado de París. En cuanto llegue el tren, en aproximadamente un cuarto de hora, me llevarán directamente de la estación al hotel Le Bristol, cerca de la avenida des Champs-Élysées, donde tengo una primera ronda de entrevistas con los medios franceses. Tendré libre un rato antes de comer, entre la una y las dos más o menos —hace hincapié en esta última frase y agudizo el oído—. Después de comer, por la tarde, estoy de promoción tocando en FNAC de Champs-Élysées alguna de mis canciones, firmando discos, etc., y cuando acabe, a eso de las ocho según el planning, volveré al hotel para prepararme para el concierto de esta noche. A las nueve y media saldré del hotel. Ni tiempo para respirar.

—¿Un rato libre entre la una y las dos?

—Sí. Aunque tengo una propuesta para llenar ese hueco, que no sé si debería aceptar.

—¿Cuál?

—Una joven y enigmática fotoperiodista de la revista Bambina quiere hacerme una entrevista y unas fotografías para la edición española. No la teníamos en cuenta en nuestro planning, pero creo que podremos hacerle un hueco.

Dejo de masticar y le observo sin poder decir ni mu. ¿Por qué hace todo esto? Me desconcierta pero a la vez es una gran oportunidad para una novata como yo, ¡y lo que se va a alegrar mi jefa cuando se lo cuente!

Tristán se acaba el café y hace un gesto con la mano, enseguida uno de los seguratas que van con él se acerca desde el fondo del vagón y le pregunta:

—¿Lo vamos preparando todo?

—Sí, gracias. Ahora voy.

El segurata pasa por mi lado dirección a Gran Clase y Tristán deja la servilleta, que descansaba sobre sus piernas, encima del plato vacío. Se frota las manos, como para desprenderse de algunas migas de pan y me mira.

—Tengo que irme. Yo salgo como los ladrones, por la puerta de atrás.

Sonrío. Es cierto que es un ladrón, un ladrón de corazones. En un gesto del todo caballeroso, coge mi mano y la besa. Me recorre un cálido escalofrío.

—Nos vemos.

—Nos vemos —le respondo—. Al fin se levanta y pasa por mi lado para seguir al segurata. Cuando lo hace me giro para mirarle. Él se detiene y aparta un mechón de flequillo que cae sobre mis ojos. Me mira fijamente y doy gracias por estar sentada y no poder caerme ante la fuerza de esa mirada. Incluso cuando ya se ha ido sigo sin poder quitármela de la cabeza: azul y seductora, profunda como el océano.

No hay duda, la idea de mis vacaciones y el seminario al que voy a asistir en París ya no son tan excitantes, al menos no tanto como la perspectiva de seguir sus pasos por la ciudad.

¡Maldito cantante de moda!

• Ve a "30".

Tocando el cielo

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