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No hay tiempo. Y no me importa lo que me haya dicho el revisor, es mi única oportunidad. La barrera de fans es, a todas luces, infranqueable y a mí ya no me quedan demasiadas fuerzas, así que decido emplearlas en driblar al revisor, cruzar el vagón de las butacas reclinables, el de Gran Clase, el de cafetería y restaurante y llegar por fin a mi vagón, la clase turista.

Cojo la maleta y me la cuelgo en la espalda por dos asas que tiene en la parte trasera, me cruzo la cámara por el pecho hacia la derecha, el bolso hacia la izquierda y observo al revisor por el interior del vagón. Tiene la cabeza agachada y mira no sé qué. Pienso en cómo hacerlo y finalmente decido que, como diría mi mejor amiga Daniela: la mejor manera de hacer algo que no deberías hacer es hacerlo de una vez.

Subo rápidamente los dos escalones justo en el momento en que se oye la señal acústica y las puertas se cierran y corro entre las butacas reclinables hasta la puerta del fondo, la que comunica con el siguiente vagón. No escucho al revisor cuando me ordena que me detenga e intento abrirla. Para mi sorpresa, enseguida cede y entro en el vagón de Gran Clase. Corro por el pasillo intentando no atascarme con la maleta, sin mirar atrás. Sé que el revisor aún me persigue porque le oigo gritarme que pare, pero estoy a punto de alcanzar la puerta del fondo y siento que gracias a la adrenalina de la carrera nadie puede pararme. Pero estoy equivocada, los gritos del revisor han hecho que uno de los seguratas que antes vi en el andén salga de uno de los compartimentos del tren y bloquee el pasillo. También asoma otra cabeza curiosa, que reconozco enseguida: Tristán Lago. ¡Realmente estaba en el tren! Me mira con sus ojos increíblemente azules, levantando mucho las cejas, como si no acabara de creerse lo que ve. ¿Qué pasa, es que nunca ha visto a una chica con pinta de haber corrido la maratón de Nueva York en un cuarto de hora? El segurata no se mueve del pasillo y sé que tengo que inventarme algo.

—¡Tristán Lago! ¡Aaaahhh!

Grito corriendo hacia él. Quiero simular que soy una de las fans locas que vi en el andén y ¿qué haría una fan en este caso? ¡Lanzarse a su cuello, está claro!, así que eso es lo que hago. Consigo rodear su cuello con mis brazos pero entonces una parte de mi plan se trunca: no contaba con la electricidad, la que recorre mi cuerpo cuando me roza la cintura y me mira fijamente a los ojos. Ahora entiendo por qué tanto revuelo, este hombre de poco más de treinta años, además de tener un cuerpo de escándalo, unos brazos fornidos y unos labios para comérselos, tiene algo magnético, algo que se nota con tan solo estar a su lado. Nuestro encuentro dura un segundo, quizás menos, pero una descarga me recorre de los pies a la cabeza. El segurata hace entonces su trabajo e intenta sujetarme por un brazo, apartarme de Tristán, y yo doy un paso atrás y hago una nueva finta con la que consigo superarle. Satisfecha de mí misma y de los casi diez años como delantera en el equipo de fútbol de mi barrio, dedico una sonrisa al revisor, al segurata y sobre todo a Tristán Lago que, por su mirada, aún está procesando lo que acaba de pasar, y entro en el siguiente vagón.

Más tranquila, y tras comprobar que no me siguen, cruzo la clase preferente, el restaurante y el bar y busco mi compartimento.

Con la certeza de que he batido el récord en recorrer el tren de una punta a la otra, me deshago de todo mi equipaje y me tomo un segundo para tumbarme en la cama. Parece que en el compartimento no hay nadie más que yo, así que me pongo cómoda e intento procesar esta última media hora de prisas y de emociones.

• Tengo una sed… Creo que voy a ir a la cafetería (ve a "4").

• Necesito, antes que nada, arreglarme. Voy a asearme un poco (ve a "5").

Tocando el cielo

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