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Un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Y no es solo porque el sueño empiece a hacer mella en mí, sino sobre todo por esa mirada vehemente, como si intentara descifrar algo en mi interior que ni yo misma sé que existe.

La melodía se hace más rápida, más viva, y unas gotas de sudor perlan la frente de Tristán. Al notarlo mueve la cabeza, como para retirarse el cabello. Me encantaría retirarle yo el cabello, si me atreviera a ello si tuviera la suficiente confianza, en mí misma y con él, como para hacerlo.

Intento calmarme y seguir hablando. Quiero alejar de mi cabeza y mi cuerpo su presencia y cierro los ojos. Necesito poner distancia, porque puedo notar el calor que desprende, su aroma, su pasión, en cada una de mis células. Y tenerle tan cerca de mí es demasiado.

Con los ojos cerrados me doy cuenta de que la guitarra tiene un sonido orgánico, como si no fuera una madera muerta atravesada por cuerdas. Parece más bien un árbol vivo que desprende música. Sobre sus ramas veo posarse cientos de luciérnagas que agitan delicadamente sus alas. Que hacen brillar su pequeño y blando abdomen.

—¿Se te ocurre algo que sea más frágil que una luciérnaga? —le digo a Tristán—. Un ser que no es tan siquiera bello, hasta que no se hace la oscuridad a su alrededor.

La melodía cambia, se retuerce, se vuelve subterránea. Noto cómo me matan los riñones y me apoyo en la pared. Dejo de pensar y siento la dulzura del sueño adueñarse de mis párpados.

—Las luciérnagas vuelan, Álex —oigo que me dice la voz de Tristán—. Y brillan, por encima de todos los demás. Pequeñas, frágiles, pero libres. Hermosas.

Sonrío y me dejo arrastrar por la oscuridad de mis sueños y de la música. Caigo en los brazos de un Morfeo con rostro de Tristán.

• Ve a "26".

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