Читать книгу El primer tetrarca - Gregorio Muelas Bermúdez - Страница 10

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El justicia criminal se desplazó hasta la calle para ver con sus propios ojos lo que los guardias y el vigilante le explicaban. Tenía mucho público cuando rodeó pensativo la carreta y observó al niño muerto.

—¿Y decís que han sido dos judíos?

—Sí, mosén. Eran dos hombres con la estrella en el pecho. Cuando llegué con la barca salieron corriendo. —El vigilante levantó sus brazos al cielo—. ¡Es una ofensa contra los cristianos, judíos matando a un ángel!

El justicia dio unas órdenes a los guardias para que se llevaran a la criatura fuera de la vista de la gente.

—Vayamos a ver lo que le pasó, traed al doctor Alcayís. —Miró con cautela al vigilante, que tembloroso se sacudía las calzas—. Y pregunten por ahí si han visto a dos judíos volver por el camino de la Devesa.

El médico y cirujano Lluís Alcayís atravesó el recibidor de la Casa de la Ciudad y fue acogido por el ayudante del justicia criminal con una reverencia. El doctor lo siguió hasta donde se hallaba el cuerpo del niño. Ya lo tenía dicho, cuando encontraran un cadáver nadie debía cambiar nada. Lo justo hubiera sido que dejaran al niño en el mismo sitio donde fue encontrado, aunque la mayoría de las veces era imposible. Se acercó a la criatura en la penumbra de las dos lámparas de aceite que lo rodeaban. El pequeño yacía sobre un manto de brocado marrón y oro, y destacaba el azul verdoso de su túnica de seda con ribetes dorados en los bordes. Se fijó en la lividez de su rostro y sus labios, que contrarrestaba la oscuridad de unos ojos abiertos en eterna plegaria.

—Lo han matado, ¿verdad? —dijo una voz a su espalda. El doctor se dio la vuelta—. Os he llamado a vos porque confío en vuestra pericia. No hay en la ciudad cirujano mejor preparado...

El doctor Alcayís hizo una reverencia y continuó con la frase del justicia.

—... ni que conozca mejor las aspiraciones del Consell. Asimismo, soy el cirujano de la ciudad, no me vengáis con adulaciones —añadió risueño.

—Así es, mi buen amigo. Vos sabéis lo difícil que es tratar con las supersticiones mejor que nadie, no es la primera vez.

—¿Es que ya lo habéis inspeccionado?

—No, aunque no es el primero. Recuerdo que hace unos años apareció un joven muerto bajo el puente de la Trinidad. Entonces yo trabajaba en las obras del monasterio —recordó el justicia señalando al niño—. No era como este, iba sin ropajes caros y las alas de tela se ajustaban con un armazón. A aquel sí que le dejaron buenas marcas. Le atizaron con una viola que dejaron junto a él.

—Me acuerdo de aquella crueldad, yo mismo fui el que atendió al muchacho cuando aún respiraba. ¿Creéis que ha sido el mismo asesino después de ocho años?

—Sí. ¿A quién se le ocurriría tal locura?

—A alguien que se le haya metido el diablo dentro. Muchas dolencias tienen su causa en eso, sobre todo las mentales —aclaró el doctor.

—Hablando del diablo, este niño va a atraer al Santo Oficio y no queremos que eso suceda.

El cirujano de la ciudad tensó su mandíbula.

—La Inquisición vuelve a incordiar a mi esposa Elionor. ¿No podríais quitármela de encima? —preguntó mientras observaba el cuello del niño.

—Haré lo que pueda. Sabéis que lo he hecho siempre, aunque esta aparición no va a ayudar mucho a la causa de los conversos —explicó el justicia señalando el cuerpecito—. A pesar de que ya estemos en 1488, el gran asalto a la judería sigue en la mente de todos.

El doctor se santiguó ante el niño ángel y procedió a palpar su cuello. Luego le desató el cordón dorado, le levantó la túnica y observó su abdomen, genitales y rodillas. Terminó introduciéndole el dedo en la boca con el que exploró bajo su lengua y la parte interior de sus mejillas. Pareció satisfecho al sacar el dedo para llevárselo a la nariz, olerlo y mirarlo atentamente.

—Hasta ahí podéis llegar. Espero que con esa exploración tengáis suficiente.

El doctor asintió con desánimo.

—Como cirujano de la ciudad tengo permiso para diseccionar, pero no hará falta. En este caso puedo afirmar que fue envenenado, porque no hay cortes ni golpes, y que fue muy rápido. ¿Veis esta semilla que se ha quedado pegada en mi dedo? —Se limpió las manos en su capa—. Aunque vos sabéis que bien podría ayudar más si me dejarais realizar una inspección más a fondo, en este caso creo que tengo lo que buscamos.

—No quiero líos, amigo, y menos meteros a vos.

—La muerte de este niño no se parece en nada a la del muchacho del pasado: con aquel se ensañaron y ni siquiera iba bien vestido. Este ha muerto envenenado. La semilla que os he mostrado es de beleño. Si no me equivoco, el beleño negro aletarga, entre otras propiedades. En un niño, veinte o treinta semillas bastan para causar la muerte. ¿Quién es el querubín? —preguntó el doctor.

El justicia le contó todo lo que sabía. Se rumoreaba que era el hijo de un pintor de cajas y ya había mandado a buscar a su familia. También estaba preocupado puesto que el testigo indicó que vio a dos judíos merodeando cerca del cuerpo, por lo que, si llegaba a oídos de la Inquisición, pronto el caso pasaría a manos de la Iglesia.

—Estábamos a punto de conseguir el nuevo hospital. Habíamos redactado la carta al rey Fernando pidiendo la mitad de lo recaudado por el Santo Oficio para el proyecto. Además, los jurados de Valencia habían escrito a fray Tomás de Torquemada para que intercediera por nuestra causa, ya que la ciudad parecía limpia de herejías.

—Pues daos prisa en apresar al culpable antes de que huelan la carne muerta.

—Lo sé, amigo, lo sé. No creáis que en el Consell no estamos inquietos. Volviendo al caso, ¿hay algo más sobre el niño?

—No como médico. Os aconsejaría que buscarais entre la gente pudiente porque esta vestimenta no se la puede permitir cualquiera.

—Eso también os perjudica, ya sabéis que muchos conversos son acaudalados, como vos mismo —replicó el justicia.

—¿Yo? ¿Para qué codiciaría tal brutalidad? —preguntó el doctor.

—No os alarméis, era sarcasmo. Yo nunca osaría incriminaros en algo así, pero sé a quién le encantaría.

Tras las puertas se oían gritos y llantos. El justicia dejó al médico con el niño y salió a ver qué pasaba. Una horda de hombres irrumpía en la Casa de la Ciudad. Los guardias intentaban disuadirlos de que el justicia criminal estaba ocupado.

—¿Qué pasa?

Uno de los hombres se adelantó.

—Soy Bertomeu, pintor de cajas, me han dicho que mi hijo está aquí, muerto.

—No sé si es vuestro hijo. Acaban de traer a una criatura desde la Devesa. —El justicia suspiró—. Podéis entrar a reconocerlo, pero únicamente vos —ordenó levantando el brazo para parar los pies del resto de hombres que lo acompañaban.

Bertomeu entró en la sala donde el reconocido cirujano se estaba poniendo su capa y vio al niño tumbado sobre una mesa. Se abalanzó sobre el cuerpo inerte, aunque cuando lo tuvo ante sí paró en seco y miró primero al médico y luego al justicia. Este le hizo una señal de que podía tocarlo.

—¿Qué es esto? —exclamó señalando las alas—. ¿Qué le han hecho?

—No lo sabemos. Su hijo ha subido al cielo sin dolor —dijo el doctor Alcayís.

Bertomeu le tocó la cara y los párpados, que el médico ya le había cerrado. Pasó la mano por la seda y por las mangas doradas desmontables, como si la opulencia de los ropajes lo desviara de la realidad que dentro de ellos había. Retiró los tirabuzones de la frente del niño y acercó los labios para dejar caer sobre ella un ligero beso.

—Es Miquel.

El doctor Alcayís asintió y apuntó el nombre en su informe.

El primer tetrarca

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