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Cuando los del obrador de San Leocadio hicieron un receso para el almuerzo, Guerau se fue a su casa a comer como tenían acordado. Fue cuando la vio. Era la joven más hermosa que hubiera contemplado nunca. Por primera vez una mujer llamaba su atención. Nunca se había preocupado de las cosas del amor y ahora de pronto aparecía. No, pensó, no era amor, era una especie de curiosidad por esas facciones perfectas. La virgen perfecta para una pintura, la santa, la beata, cualquier mujer de origen divino podía ser esa joven. Tímidamente pasó por la puerta de la carpintería. La chica hablaba con otras vecinas y se tapaba la boca cuando reía, síntoma de timidez. Quedó fulminado cuando a la muchacha se le desvió la mirada hacia su persona. Fue un momento, lo suficiente para que ambos se unieran. Ella volvió a la conversación con sus amigas y él quedó parado en medio de la calle sin saber adónde ir. Perdió la orientación y la entereza enredado en las ondas de ese cabello del color de la caoba. Alguien le dio un codazo en el costado que lo hizo volver en sí.

—¡Eh, Guerau!

La suerte fue que apareciera Brahim y lo zarandeara; si no, se habría quedado en esa posición cual estatua de sal.

—¿Has visto? —dijo Guerau señalando al grupo de muchachas.

—¡Vaya si he visto! —Brahim se quitó su capirote y se acercó a las chicas con una sonrisa—: Damitas —se presentó haciendo una reverencia.

—Vaya con el mendigo, parece que lleva ropaje nuevo —contestó una de ellas.

—Y el pequeñín, mirad la cara de susto que tiene.

—A mí no me parece tan pequeño —añadió su amada.

—No seas tan blanda, Dolça, esos dos tienen poco de angelitos.

«¡Dolça! Así la llaman, y me ha defendido. Es nueva en la ciudad. Debe de ser la hija de ese carpintero que llegó el mes pasado y aún no se había dejado ver», se dijo.

—Y su amigo el pequeñín está tan quieto como uno de los cuadros de su padre —se atrevió a decir otra muchacha, que era un año mayor que él y con la que había jugado a espadas muchas veces.

—Sí, aunque he oído decir a mi padre que ha entrado de aprendiz con el maestro San Leocadio —añadió Dolça mirando a la otra—. Ese es de los mejores. ¿No es así, Úrsula?

—Creo que sí, que el tal San Leocadio, aunque extranjero, es un buen pintor. Mi hermano no hace más que hablar de él. ¿Es verdad, Guerau, que estás con el maestro Paulo?

Las chicas rieron al ver que él, inmóvil todavía, se sonrojaba. No contestó, pues no había oído la pregunta encandilado como estaba con la muchacha. No entendía cómo no se había fijado antes en ella. Brahim lo tomó del brazo y lo arrastró.

—¿Has oído cómo habla de mí esa muchacha? —le preguntó Guerau.

—¡Vámonos de aquí! He venido para llevarte a ver los ángeles. Esas tontas no merecen nuestra atención —afirmó Brahim, que se giró para darles la espalda a las chicas.

—¿Qué ángeles? —preguntó Guerau aún embobado.

—Los de la seo, claro, ¿hay otros?

—Ya los conozco, los pintó mi maestro.

—Esta vez los verás como yo los veo. También podrás buscar al que encontramos, no me gusta que me tomen por mentiroso —explicó Brahim—. Ah, y siento lo de tu madre. No fui al entierro porque estaba escondido.

—Vino mucha gente. A mi madre le hubiera gustado que estuvieras, ella te trató bien.

—¿Qué más da si yo iba o no? —exclamó Brahim.

Había olvidado por completo que quedó pendiente la visita a los ángeles de la seo. La muerte de su madre le quitó las ganas, ni siquiera echó de menos la presencia de Brahim. Sí le hubiese gustado tener a alguien en quien apoyarse cuando más lo necesitó. Miró a su amigo enojado. Este tenía sus cosas y el miedo era una de ellas.

—Antes tengo que avisar a Isabel de que me marcho. Desde que murió madre se hace cargo de todo y padre es otro, parece que no le importa nada. No se esfuerza por el taller y a mí no me gusta.

—Lo mismo que tú.

Ese comentario le desagradó. Tuvo que reconocer que Brahim tenía razón, él no estaba haciendo mucho por el taller Castellví y, si no se implicaba, lo perderían por las deudas. Estaba muy ocupado, tan solo tenía libre el domingo y lo utilizaba para sus lecciones de lectura con el doctor Alcayís.

Ya en la calle de los Caballeros les llegó el murmullo que se levantaba desde las puertas de la Casa de la Ciudad. Aceleraron el paso para darse de bruces con otro niño ángel que atravesaba la plaza de la seo volando boca arriba.

—¡Otro muerto! —exclamó Brahim—. No podremos pasar a la seo.

—Vayamos a ver qué ha pasado —añadió Guerau con entusiasmo.

—Ni lo sueñes, ¿has visto cuántos soldados?

Se quedaron a cierta distancia. Guerau se puso de puntillas, pues salvo al niño que llevaban en volandas no podía ver el resto de lo que pasaba.

—No hay nada que ver, ¡vayámonos! —decidió Brahim.

—Espera por lo menos a que me acerque un poco más y me entere de lo sucedido. Puede que a ese no lo hayan matado.

—Si tardas mucho, me habré ido. —Sonrió y salió disparado hacia el centro de la plaza.

Cuanto más se acercaba a la puerta de la Casa de la Ciudad, más difícil era alcanzar su meta. Como era bajo de estatura pudo colarse entre los grupos que ya se aglutinaban alrededor del niño. Podía oír los comentarios: que si lo encontraron en la seo bajo la cúpula del altar mayor, que si lo mataron allí mismo o que la mismísima Virgen María lo puso para que la ciudad llorase por sus pecados. Muchos eran los chismes. Lo cierto era que los soldados trasladaban al niño, seguidos por el justicia y el fraile delgado que no defendió a su madre. Se le escapó un gritito de temor cuando se cruzó con su mirada y echó a correr tropezándose con las personas que se interponían a su paso.

Brahim esperaba apoyado en una pared, miraba a un lado y a otro como si le persiguiese alguien y no le dejó hablar cuando llegó junto a él, sino que empezó a andar en la dirección por la que habían venido.

—¡Espera! —le gritó Guerau molesto.

—Aún no. Anda y no digas nada —contestó el chico, que ocultaba su cara con la mano.

Su amigo no quiso explicarle nada hasta que no se vio delante de las obras de la nueva Lonja de la Seda y Aceite. Allí, amparados por las piedras y la confusión de la obra vacía, se paró en seco.

—Dicen que han sido los judíos.

—Yo no he oído nada de eso. Escuché decir que estaba muerto dentro de la seo. ¡He visto su trompeta, es igual que la mía!

—¿La tuya? Ya es hora de que la vendamos y repartamos los florines —afirmó Brahim.

—No, quiero quedármela. Ahora que hay otra trompeta, se olvidarán de la nuestra.

—O volverán a acordarse de que nos vieron con una igual. Soy judío y la gente ya nos está culpando a nosotros. Tengo que marcharme de la ciudad.

—Con el primero también dijeron que fueron los judíos y no te hicieron nada —intentó tranquilizarle.

—¡No quedan judíos en Valencia! Vendrán a por mí.

Tenía razón, o casi. Sí había judíos en la ciudad, sobre todo comerciantes de paso o judíos de Sagunto, donde había una buena comunidad que venía a Valencia a hacer negocios. Si preguntaban a cualquiera de San Juan, Santo Tomás o San Andrés, señalarían a Brahim. ¿Qué haría entonces él sin su amigo?

—¿Por qué ha muerto otro ángel con trompeta? —le preguntó a Guerau.

—Porque hay dos, es el único instrumento que se repite en la pintura.

El primer tetrarca

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