Читать книгу El primer tetrarca - Gregorio Muelas Bermúdez - Страница 13
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ОглавлениеTras el oficio divino de laudes, fray Alonso dejó las puertas de San Onofre junto al hermano Domingo. Hubiera preferido mantenerse en la comunidad para orar, pero santo Domingo tuvo a bien aconsejar a los frailes dominicos que fuesen breves en sus rezos, pues la predicación y el estudio eran tan importantes como la oración. El prior Gaspar Vicente Fayol se había empeñado en que fuera fray Domingo el que guiara sus pasos por la nueva ciudad. Al principio de llegar a Valencia lo agradeció, ya que él nada sabía de las mejores localizaciones para convencer a las personas de la necesidad de convertirse. Un año después hubiera preferido a otro fraile menos propenso a las humillaciones a la población. A veces se avergonzaba de las palabras que el hermano arrojaba a la gente, de esas acusaciones directas cargadas de inquina. Aunque el estudio del Trivium era condición indispensable para ser dominico, él dudaba de que el hermano Domingo hubiera asimilado la capacidad de sistematizar el conocimiento por medio del lenguaje. Así que, si el objetivo del Trivium era formarlos en grandes oradores, el hermano Domingo lo aprovechaba para predicar, eso sí, muy bien, aunque sin aplicar la lógica estudiada. Los frailes no estaban para procurarse comodidades, sino para la penitencia, y la suya con fray Domingo lo era. La fe verdadera debía ser compartida con todo el mundo, el pueblo no tenía la culpa de no conocerla, y allí estaban los frailes mendicantes para dar a conocer a Jesús a quien quisiera escuchar. Fray Alonso fue amonestado por su nuevo prior, el padre Gaspar, porque sus oratorias en la calle no tenían resultados.
—Iremos hoy a Santo Tomás a que los nuevos cristianos escuchen la palabra —propuso fray Domingo avivando el paso, ya de por sí rápido.
Conocía lo suficiente al hermano para saber que su prisa era más por recibir alimentos que las buenas gentes les ofrecían que por cualquier otra cosa. El dominico no conseguía saciar su hambre con la frugal comida de San Onofre y él le solía premiar con sus sobras, pues despedía una energía inusitada.
—Hermano, ¿no sería mejor predicar en otra parroquia? Allí ya nos han oído cientos de veces. ¿Y si nos acercamos a San Andrés? Hace semanas que no vamos por allí y también hay muchos conversos.
—Hay que insistir, fray Alonso, nunca hay que dar por terminada una faena mientras queden rumores acerca del mal comportamiento de sus habitantes. Y créeme, hermano, los judíos que vivían allí antes de bautizarse siguen con sus prácticas sin ningún pudor.
—¿No será que te gusta estar cerca de aquel horno recibiendo sus viandas?
Fray Domingo paró en seco y se quedó mirándole altivo. Puso las manos sobre su amplia cintura y entrecerró los ojos.
—A mí no me engañas. Tus constantes ayunos y castigos te debilitan, y no me refiero a tu cuerpo, sino a tu mente soñadora. El padre Gaspar y los demás creerán que eres un visionario, pero esas visiones tuyas son debidas a la falta de alimentos y penalidades con que torturas tu cuerpo. Bueno es no despreciar lo que las buenas gentes nos ofrecen. Yo no puedo aguantar todo el día como tú con cualquier cosa —se defendió.
—Nunca he dicho que mis visiones sean un don, al contrario, son otra tortura que me indigna tanto como a ti. No me creo merecedor de recibir revelaciones. El ayuno es mi penitencia, por eso y por otras tantas tentaciones que me acechan.
—Eres tan duro contigo... Al fin y al cabo, eres un hombre como todos —le contestó el hermano.
—Soy menos que un hombre. Por eso mi pan es el cuerpo de Cristo. Sí, se puede y debo intentar aguantar con ese único alimento. En cambio, tú...
—Lo sé, hermano, por eso en el capítulo de culpas lo expuse. Tú mismo estabas allí cuando me arrepentí de mi pecado de gula. ¿Es que no tienes nada de qué arrepentirte?
—¡Claro que yo peco! Me refiero a que tú no fuiste sincero, echaste la culpa de tus pecados veniales al diablo.
—¿Es que no es así?
—Nunca se lo he contado a nadie —prosiguió ignorando la estúpida pregunta del hermano—. Mis visiones son como sueños que me vienen desde niño, cuando me alimentaba con asados y frutas frescas en la villa de mi padre, por eso no creo que se deban a mi debilidad física.
—¿Así que ya las tenías? —El fraile levantó una ceja—. Perdona por intentar buscar una explicación, a veces eres tan prepotente... —rectificó—. No vayas ahora a castigarte por mis palabras alocadas, no es eso, sino que tu observancia severa es casi insultante para el resto de la comunidad. ¿Es que tu prelado no impone justos castigos a tus pecados? Tal vez deberías cambiar de confesor.
—No, mi confesor es justo según su entender, soy yo el que sigo el dictado de mi conciencia —añadió fray Alonso.
—Eso es lo que te hace más repelente, tu conciencia. Al ser tan duro contigo por estas pequeñas cosas, ¿cómo me ves a mí cada vez que acepto un trozo de pan?
—Nunca te he juzgado mal, ni a ti ni a nadie. No está en mi mano, soy así solo conmigo.
Fray Domingo resopló y se secó el sudor de la cara. Estaban a mediados del mes de agosto y el sol era abrumador, más cuando iban vestidos con hábitos de una crudeza excesiva para cualquier persona no acostumbrada a las penalidades de un fraile.
—Debe de ser que eres un hombre santo como santo Domingo de Guzmán, y ante un santo los demás no somos nadie, eso molesta.
—Intentaré ser más humilde —prometió fray Alonso.
El hermano Domingo levantó los brazos y agitó las manos en el aire.
—No, más humilde aún no. —Fray Domingo le sonrió—. ¡Vamos, tenemos mucho trabajo! Yo te guiaré, así no sufrirás por tus errores, sino por los míos. ¡Échame la culpa de todos ellos! Ya ves que tengo cuerpo para aguantarlos. —El fraile rio la ocurrencia sujetando su vientre.
Mientras hablaba, el orondo fraile no había disminuido el paso. Odiaba las prisas con que se movía el hermano, y cuando llegaban al lugar no tenía aliento para predicar. Con el tiempo se había acostumbrado y cada vez le costaban menos las caminatas al trote desde Museros a Valencia. Un tumulto en la calle hizo que se parasen con interés.
—¿Qué pasa aquí? —gritó fray Domingo a la concurrencia. La cara del hermano estaba roja de sofoco por la caminata, aunque su voz sonó potente levantándose sobre el griterío.