Читать книгу El primer tetrarca - Gregorio Muelas Bermúdez - Страница 21
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ОглавлениеAfray Alonso le costaba respirar: primero lo de esa mujer en plena calle delante de sus narices y, luego, la aparición del niño muerto bajo la espina de Cristo. Si se corría la voz de otra criatura muerta, podría haber una matanza de conversos o moriscos. Todo esto le recordaba lo sucedido en Zaragoza, cuando al matar al inquisidor de esa ciudad, el padre Tomás de Torquemada aprovechó para que hubiese un enfrentamiento entre la población y los judeoconversos. En cuanto el inquisidor fuese informado, no dudaba de que procedería de la misma manera, y él, de nuevo, se vería obligado a apaciguar los ánimos infructuosamente. No convenía adelantarse. El Señor le mandaba una segunda oportunidad y esta vez lo haría bien.
La luz de la calle le taladró el cerebro. Se tambaleó. Por otras veces supo que iba a tener una visión y así fue. Sintió un fogonazo que escondía una imagen parecida a una pintura; había mucha gente, ricos hombres todos, que discutía por un cuadro suspendido en el aire. En el centro de la escena estaba el ángel custodio, patrón de la ciudad, pintado como uno de esos querubines a la manera de Fra Angélico que tanto lo seducían. El custodio sonreía con superioridad, mirando a los hombres bajo sus pies contendiendo por él. A pesar de ser un cuerpo celestial, no se fiaba de él. No entendía esa sensación de desconfianza en esa figura sagrada y no en la de los hombres. La imagen tan solo duró unos segundos y le dejó el regusto que proporciona un mal sueño, el tiempo justo para introducirse en su cabeza como profecía, como algo que tenía la obligación de descifrar si quería ahorrar a los mortales un futuro problema.
Fray Alonso había tenido una de sus visiones y se quedó unos minutos quieto, recuperándose, dando vueltas a una idea que, si la trabajaba, tendría una razón en sí, pues el Señor no le mandaría un mensaje si no tuviera un sentido. Podría tener relación con que ese ser era el patrón de la ciudad y esta estuviera en peligro. No, Dios no le mandaría un mal presagio en la figura de un ángel. Aún más extraño era que le recordara a las pinturas de Fra Angélico, tan de la vieja escuela y tan bellas. Recordaba esos frescos del pintor y fraile dominico a su paso por la comunidad de San Marcos de Florencia. Las pinturas se esparcían por todo el convento, adornando el claustro, la sala capitular y los pasillos y celdas. ¿Podría ser un mensaje recordándole que el coro que tanto admiraba se salía de la norma de la observancia? Fra Angélico era observante como él y se formó en la Italia de principios de siglo, en el mismo estilo que el del pintor de sus músicos alados. Pero ese dominico se mantuvo firme en su fe y utilizó la pintura para instruir que el cuerpo de los hombres no era lo importante. Aun sabiendo pintar como el maestro San Leocadio, no utilizó su técnica para ensalzarse, sino para enseñar las Escrituras. Esos colores brillantes que utilizaba, tan de la época de los nuevos pintores, representaban los sentimientos espirituales, ocultando la anatomía para retratar el alma por dentro. Justo lo que a él le molestaba; lo magistral del coro del altar mayor era la libertad de formas, salirse de ese encorsetamiento pedagógico. ¡Eso era, los ángeles que tanto le relajaban se liberaban! Decididamente, sus sentimientos hacia la pintura contradecían la Regla, él mismo era el que no actuaba correctamente. Tendría que estar del lado del ángel de Fra Angélico, tan introspectivo, reflejo divino, como debía ser una pintura, y no al lado de los de San Leocadio, que idolatraban al hombre como perfección natural del físico. Cuerpos bellos empeñados en el deleite de ellos mismos y no reflejo del espíritu.
Lo cierto era que Dios le mandaba pistas, pues para él tenía una misión, y él, como simple mortal, no podía descifrarlas la mayoría de las veces. Esta visión le mostraba el camino a seguir, dónde buscar al asesino. Tenía que ofrecerse en la investigación, era su deber cristiano. Aquel niño no se encontraba allí por casualidad, no. Estaba todo muy estudiado, los ojos abiertos, la media sonrisa, los ropajes, hasta la procedencia del niño estaba estudiada.
Se relajó. No debía dejarse llevar por sus imágenes en plena calle, denunciaría lo del niño antes. Aunque se sentía muy débil tras las alucinaciones, sabía cómo seguir con su vida tras ellas y que no le paralizaran. Miró al cielo santiguándose y pidió perdón por su ignorancia.
Desde la puerta gótica de los Apóstoles se le presentó la Casa de la Ciudad. Era un edificio embutido en las estrechas calles de la Bailía y de las Cortes. Estaba flanqueada por dos torres y las obras se sucedían porque el poder cívico, a medida que aumentaba su representación, necesitaba deslumbrar con su ornato.
En la Casa de la Ciudad reinaba el bullicio, consellers, justicias, guardias, jurados y un continuo ir y venir de público que acudía a solucionar diversos asuntos. La diversidad de dependencias administrativas la equiparaban a una torre de Babel. Miró a su alrededor y se centró en el obrero de la villa, que custodiaba el edificio. Se dirigió a él para preguntarle por el justicia criminal, era la única manera de averiguar a dónde ir. El justicia criminal de ese año estaba sacado de la bolsa de ciudadanos y era elegido por año y medio alternando con la bolsa de caballeros, así que le facilitaría la tarea, pues sería un hombre más cercano.
Pero el justicia no opinó lo mismo que él en cuanto a manejar el asunto con discreción, ya que cuando le dio la noticia de una nueva muerte se hizo rodear de varios soldados armados con picas y se dirigió en tropel hacia la puerta de los Apóstoles.
En la plaza de la Seo había mucha gente deambulando que no pasó por alto la extraña situación. Los ciudadanos de Valencia aún mantenían ese regusto sobrenatural que dejó el primer niño muerto en la Albufera y cualquier acontecimiento rodeado de misterio los ponía en alerta.
El canónigo los esperaba en la puerta, en la misma posición que lo dejó, y los llevó hasta la escala. Este subió delante, seguido por el justicia y él mismo. Esta vez fray Alonso se percató de que al anciano le temblaban las manos y hubo momentos de peligro en los que temió por la vida de su amigo. Se le notaba muy afectado y se apiadó de él, ya que era el suceso más grave de toda la historia que ocurría en la seo que él custodiaba.
La antorcha seguía encendida en el interior del reconditorio y el justicia se llevó la mano al pecho cuando vio la escena. El pequeño lugar era como el panteón de un infante. Los tres se santiguaron a la vez. Al justicia le costó recomponerse, lo que no ayudó a la idea que tenía de lo que iba a pasar con la investigación. La máxima autoridad de la ciudad en cuanto al crimen se refería tomó las riendas del asesinato.
—Se parece mucho al otro. ¿Y esa trompeta?
—Estaba tal y como la veis ahora. Simula el ángel trompetista. Quizá deberíais ver los frescos por si dan luz a vuestras pesquisas, lo han imitado hasta en el más mínimo detalle, salvo las alas, claro, pues es difícil imitar esos colores —explicó solícito fray Alonso.
—No lo creo necesario, cualquiera se puede haber inspirado en ellos para tener una referencia. Lo que veo es que alguien quiere atentar contra las ideas cristianas y matar muchachos vestidos de ángeles es la forma que tiene de hacerlo. —El justicia asomó la cabeza por la puerta y se dirigió a los soldados que esperaban abajo—. Subid dos a bajar el cuerpo.
—No veo la manera... —observó el padre Abelardo y le dirigió a fray Alonso una mirada cómplice.
—Padre..., dejadme a mí. Vos ya habéis hecho bastante. Deberíais descansar después del sobresalto y avisar al cabildo de lo que ha pasado —le recomendó intentando calmar el nerviosismo del anciano.
El justicia se dejó aconsejar y ataron al niño a una soga. Lo descendieron hasta el suelo, donde el resto de los soldados lo descolgaron y, al igual que a la primera víctima, lo llevaron en volandas a la Casa de la Ciudad. Muchos de los ciudadanos se habían congregado en la plaza a la espera de ver qué pasaba en la seo, donde había entrado el justicia con soldados. No tardaron en ver con sus propios ojos cómo otro ángel había caído.
—Fray Alonso —le pidió el justicia al observar la expectación—, deberíais ir a la sede del Santo Oficio a solicitar ayuda divina antes de que les llegue la voz y asalten esta casa con su autoridad. Parece como si el gran inquisidor supiera lo que iba a suceder cuando tomó Valencia.
—Tenéis razón, mosén, la sagacidad del reverendísimo padre lo hace digno de su puesto.
—Ya —respondió el justicia ignorando las alabanzas—. Si la Inquisición va a meter mano en el asunto, lo mejor es adelantarse para controlarlo mejor. Ya sabéis que el Santo Oficio no es bien recibido en esta ciudad, más cuando este año pedimos al rey en una misiva los dineros de tan innecesaria obra en Valencia.
—¿Innecesaria obra? —preguntó fray Alonso levantando una ceja.
—Valencia estaba limpia de herejes tras el último barrido y nosotros necesitamos dinero para el nuevo hospital.
—Ya ve, mosén, que eso no va a ser posible.