Читать книгу El primer tetrarca - Gregorio Muelas Bermúdez - Страница 8
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ОглавлениеEl vigilante llegó a los límites de la Albufera y se adentró a través de una acequia en lo que llamaban Ruzafa4 por los jardines que allí hubo. Se trataba de un barrio de campesinos, la mayoría moriscos, que vivían entre huertos. De aquel jardín que un hijo de Abderramán reconstruyó tras la conquista musulmana, solo quedaba alguna palmera dispersa, olivos y mucha pobreza. Oteó el horizonte buscando ayuda entre la desolación. El viento comenzaba a soplar con fuerza y las alas del niño se mecían como un reclamo, esparcidas en su anchura por los laterales de la barca, sobresaliendo por encima del agua.
Los niños que jugueteaban en la orilla no pronunciaron palabra cuando los llamó.
—Quiero que reunáis a vuestros padres para que vengan con una carreta hasta aquí —les pidió levantando una moneda de un sueldo.
El mayor del grupo se aproximó y le arrancó la moneda de la mano. El chico hizo un gesto a los otros y salieron corriendo por las tierras labradas, sin hacer caso a los gritos que profería el vigilante. «¿Qué esperar de unos sarracenos ignorantes?», se dijo. Rastreó el horizonte para ir él mismo a buscar una carreta. Echó un último vistazo a la barca con el ángel y le sacudió un escalofrío. Por un momento tuvo el deseo de tirarlo al agua, aunque sería su condena. No podía dejarlo, ya no. Mucha gente lo había visto. Sabía de las decenas de ojos que lo escrutaban, escondidos para salir de caza cuando él pasara de largo. Se santiguó dos veces antes de abandonar al muerto dentro de la barca.
Era difícil andar por un terreno embarrado por el agua que penetraba de la gran acequia. Los campos de cultivo se extendían sin pudor, con alguna palmera dispersa como vestigio de su gran pasado musulmán. Se hallaba extramuros, donde las barracas desperdigadas, construidas con estructura de madera y adobe y techadas con cañizo a dos aguas, delataban la pobreza, que muchos esquivaban criando gusanos de seda para los numerosos y ricos mercaderes sederos de la ciudad. Para los campesinos todo el suelo que pisaban era campo, así que vivían entarquinados, atesorando cada pedazo de tierra donde esparcir semillas.
Miró sus calzas embarradas hasta las rodillas. Si llevara las piernas y los pies desnudos como los campesinos se movería mejor. Pero él no era uno de ellos, sabía vestir y el sueldo le daba para escarpines y calzas de dos colores. Resollaba cuando avistó una carreta en la puerta de una barraca y a ella se dirigió. Un hombre descargaba cestas de mimbre con la verdura sobrante de la venta en el mercado. El hombre lo miró huraño; aun así, esperó paciente a que se explicara.
—Necesito que me acompañéis con vuestra carreta. He de llevar algo dentro de las murallas.
El campesino seguía sin decir nada, lo miraba de arriba abajo.
—Os daré una moneda, mirad. —El vigilante sacó otro sueldo. Tuvo la rapidez necesaria de sacar tres más antes de que el campesino se diera la vuelta—. También os dejaré pescar.
—Os llevaré.
—¿Puedo? —preguntó señalando el pozo.
El campesino asintió y él se permitió saciar su sed y aliviarse la cara y el cabello. Se subió a la carreta y dejó que fuera el campesino el que la arrastrara con él dentro hasta donde dejó la barca con el niño muerto.
Las ruedas de madera rodaban con lentitud y pesadez. Temió que se quedaran atascadas en el barro.
—Subid al niño y llevadlo hasta la puerta chica de Ruzafa —le ordenó al campesino cuando llegaron a su barca.
—Me detendrán. Quedaos vuestras monedas y peces... ¿De qué me sirven si voy a morir?
—Iré con vos... y también os dejaré cazar. Yo hablaré con el guardia y le explicaré que solo me ayudáis.
—Está bien, pero yo no hablo —accedió el campesino.
El vigilante intuía lo que le pasaba por la cabeza al hombre, que podía ser brujería lo del niño así vestido, y no quería atraer la mala suerte a las tierras, si es que la suerte estaba al corriente de ellas. Así que ayudó al campesino a subir al niño en la carreta y luego lo hizo él.
Ante ellos se extendían las murallas de la ciudad, aunque antes debían cruzar un foso por el único puente a la vista, que moría en una de las trece puertas. Entraron por el portal chico de Ruzafa, con sus dos torres cuadradas a ambos lados del acceso. Se santiguó ante la imagen de la Virgen,5 que daba la bienvenida a la ciudad, y le pidió protección por lo que a partir de ahora pudiera pasarle.
Los guardias de la puerta los pararon.
—Lo encontré en las cañas vestido de esta guisa —les aclaró.
Uno a uno los soldados asomaron su cabeza para ver al ángel.
—¡Llamad al caporal! —se le ocurrió al más avispado.
Este, sorprendido de ver un niño vestido de ángel, examinó al muerto y se fijó en la espuma blanca y seca en su boca y en los ojos aún abiertos.
—Seguidme con el carro hasta el justicia.
Los escoltaron a la Casa de la Ciudad.
Atravesaron la parroquia de San Valero, habitada por campesinos que se santiguaban a su paso; muchos ni sabían hacerlo correctamente. El vigilante seguía subido en la carreta a la vera del niño, cohibido por si las miradas se dirigían a sus sucias calzas. El campesino tiraba de ambos andando con sus pies descalzos y la mirada fija en el suelo. En la plaza de Predicadores, ante las puertas del convento de Santo Domingo, donde muchos dominicos tomaban un respiro de sus estudios en la puerta, se paró la carreta. Atónito miró al campesino y vio que uno de los frailes retenía a los soldados con sus preguntas.
—¿Qué quiere el fraile? —preguntó.
—Algo del fin del mundo —contestó el campesino.
No tuvo que esperar mucho, pues otro fraile levantó la voz y se dirigió a todos los presentes.
—¡Arrepentíos porque el final está al llegar! —Señaló las alas—. El ejército celestial se bate contra el de Lucifer por el control de las almas.
Agazapado dentro de la carreta, rezaba para que los dominicos no la tomaran con él. Gracias a la escolta, la procesión pudo seguir su camino hasta la parroquia de Santa María, pasando por la puerta de los Apóstoles, donde se congregaban las damas y caballeros tras la misa vespertina. Los soldados abrieron paso en la plaza de la Seo y apartaron a más de un caballero que desenfundó su espada al asomarse y ver al ángel.
Al llegar a la Casa de la Ciudad, donde otra multitud de diversos personajes se movía entre los inicios de la calle de los Caballeros y la catedral, se había formado una nueva historia paralela a la que el vigilante intentaba idear en su propia defensa. Una historia que tenía visos sobrenaturales de magia y malas artes que atenazaban la ciudad. El ángel de la muerte, descendido, sobrevolaba Valencia buscando más víctimas. Podía escuchar los comentarios, los rezos y las lamentaciones. Abandonó la carreta dispuesto a salir corriendo. No contó con que el campesino no le quitaba ojo y este, con un brazo más fuerte que la zarpa del diablo, lo retuvo mascullando una amenaza en una jerga incomprensible.
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4. Russafa (Ruzafa) proviene de la palabra árabe rusafa, que significa «jardín».
5. Pintada cinco años antes, en 1483, por Pere Albores.