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—Eh, tú —dijo Rebus mientras salía del coche.

—¿Qué pasa? —La inspectora Siobhan Clarke volvió ligeramente la cabeza para mirar el edificio del que acababa de salir—. ¿Los malos recuerdos te impiden entrar?

Rebus dedicó unos instantes a estudiar el deprimente edificio de dos plantas de la comisaría de Gayfield Square.

—Acabo de llegar —repuso, aunque ya llevaba cinco minutos dentro del Saab—. Parece que ha terminado tu turno...

—Buena deducción. —Clarke sonrió, dio unos pasos al frente y le pellizcó en la mejilla—. ¿Qué tal estás?

—Parece que todavía conservo esa vieja pasión por la vida.

—¿Te refieres al alcohol y la nicotina?

Rebus se encogió de hombros y le devolvió la sonrisa, pero no medió palabra.

—Para responder a tu pregunta —dijo ella—, voy a comer, aunque es tarde. Suelo ir a un bar de Leith Walk.

—Si me estás pidiendo que te acompañe, tengo que poner algunas condiciones.

—¿De qué se trata?

—Nada de lonchas de bacón ni gambas.

Clarke pareció meditarlo unos momentos.

—Eso podría echar a perder el trato. —Señaló el Saab—. Voy a buscar un tique si piensas dejarlo ahí. Hay un aparcamiento de pago al otro lado de la calle.

—¿A 1,80 la hora? Soy pensionista, no lo olvides.

—¿Quieres comprobar si hay sitio en el aparcamiento?

—Prefiero el aroma del peligro.

—Ese espacio es para coches patrulla. He visto a la grúa llevarse vehículos civiles.

Clarke se dio la vuelta, empezó a subir la escalera y le pidió que le diera un minuto. Rebus se dio cuenta de que el corazón le latía un poco más rápido de lo normal y se llevó una mano al pecho. Tenía razón sobre su renuencia a entrar en su antigua comisaría: era allí donde había trabajado con ella hasta que se jubiló. Media vida como policía y, de repente, el cuerpo ya no parecía necesitarlo. Volvió a pensar en el cementerio y en la tumba de Jimmy Wallace, y le invadió un leve temblor. La puerta que tenía enfrente se abrió. Clarke agitaba algo con la mano. Era un cartel rectangular que llevaba impreso «ASUNTO OFICIAL DE LA POLICÍA».

—Lo guardamos detrás del mostrador por si hay alguna emergencia —explicó Clarke. Rebus abrió el Saab y lo colocó en la parte interior del parabrisas—. Y por eso —añadió ella— me invitas a una patata al horno...

No era una patata cualquiera, sino que estaba rellena de requesón y piña. Había mesas pegajosas de formica y cubertería de plástico, además de vasos de papel para el té de los cuales colgaba el cordón.

—Muy elegante —observó Rebus mientras sacaba la bolsita de té y la depositaba en la servilleta de papel más pequeña y delgada que había visto jamás.

—¿No comes nada? —preguntó Clarke, que pelaba la patata como una auténtica profesional.

—Estoy demasiado ocupado para eso, Siobhan.

—¿Todavía te gusta la vida de arqueólogo?

—Hay peores trabajos en el mar.

—No me cabe ninguna duda.

—¿Y tú? ¿Te ha ido bien el ascenso?

—El trabajo no respeta rangos.

—Te lo merecías de todos modos.

No pensaba negarlo. En lugar de eso, bebió un sorbo de té y se llevó a la boca un tenedor cargado de requesón. Rebus intentó recordar cuántos años habían trabajado juntos; en realidad no fue mucho tiempo. Últimamente no se veían muy a menudo. Ella tenía un «amigo» que vivía en Newcastle. Los fines de semana solía ir allí. Y luego estaban las veces en que lo llamaba o le enviaba un mensaje de texto y él se inventaba alguna excusa para no verse, sin saber muy bien por qué, ni siquiera mientras respondía.

—No puedes posponerlo para siempre, ¿sabes? —dijo Clarke, mientras le apuntaba con el tenedor vacío.

—¿El qué?

—El favor que vas a pedirme.

—¿Y qué favor es ese? ¿Es que un viejo amigo no puede pasarse para charlar y ponerse al día?

Clarke lo observó, masticando la comida lentamente.

—De acuerdo —reconoció—. Se trata de la persona que ha venido a verte a primera hora de la mañana.

—¿Sally Hazlitt?

—Sally es la hija —corrigió Rebus—. Tú hablaste con Nina.

—¿Y luego fue corriendo a verte a ti? ¿Cómo lo sabía?

—¿Saber qué?

—Que antes éramos compañeros.

Por un momento creyó que iba a decir «íntimos», pero no lo hizo; optó por «compañeros», al igual que antes había utilizado la palabra «civiles».

—No lo sabía. Un tal Magrath era director de la UEDG, y andaba buscándolo.

—¿Un hombro en el que llorar? —aventuró Clarke.

—Hace doce años que no se sabe nada de su hija.

Clarke escrutó la atestada cafetería para cerciorarse de que no había nadie escuchando, pero de todos modos bajó el tono de voz.

—Ambos sabemos que debería haberse olvidado del asunto hace mucho tiempo. Puede que ya no sea posible, pero lo que necesita es terapia, no a nosotros.

Hubo un silencio entre ellos por un momento. Clarke parecía haber perdido el interés en la comida que le quedaba. Rebus señaló el plato con la cabeza.

—Me ha costado 2,95 —protestó—. Por lo visto creía que la habías mandado a paseo demasiado rápido.

—Perdóname si no soy siempre un encanto a las ocho y media de la mañana.

—Pero ¿la escuchaste?

—Por supuesto.

—¿Y?

—¿Y qué?

Rebus dejó que se impusiera el silencio unos segundos. En el exterior, la gente pasaba a toda prisa por la acera. Imaginaba que no había nadie sin una historia que contar, pero no siempre era fácil encontrar a alguien comprensivo.

—¿Cómo va la investigación? —preguntó Rebus al final.

—¿Cuál?

—La de la niña desaparecida. Supongo que por eso acabó hablando contigo...

—Dijo en recepción que tenía información. —Clarke buscó en su chaqueta, sacó una libreta y la abrió por la parte relevante—. Sally Hazlitt —entonó—. Brigid Young, Zoe Beddows. Aviemore, Strathpeffer, Auchterarder. Mil novecientos noventa y nueve, dos mil dos, dos mil ocho. —Cerró la libreta de nuevo—. Sabes tan bien como yo que es poco consistente.

—No como la piel de esa patata —intervino Rebus—. Y sí, estoy de acuerdo, es poco consistente tal como están las cosas. Cuéntame el último episodio.

Clarke meneó la cabeza.

—Si vas a verlo de ese modo, no.

—De acuerdo, no es un «episodio». Es una persona desaparecida.

—Desde hace tres días, lo cual significa que todavía hay posibilidades de que entre tan campante en casa y pregunte a qué viene tanto revuelo.

Clarke se levantó en dirección al mostrador y volvió momentos después con la edición de la mañana de The Evening News. La foto aparecía en la página 5. En ella se veía a una chica ceñuda de quince años con una larga melena morena y un flequillo que casi le tapaba los ojos.

—Annette McKie —prosiguió Clarke—, conocida entre sus amigas como Zelda, por el juego de ordenador. —Detectó la mirada de Rebus—. Ahora la gente juega con el ordenador; no hace falta ir al pub y meter dinero en una máquina.

—Siempre has tenido una veta ofensiva —farfulló Rebus antes de ponerse a leer de nuevo.

—Cogió el autobús a Inverness para asistir a una fiesta —continuó Clarke—. La invitó alguien a quien conoció en Internet. Lo hemos corroborado. Pero le dijo al conductor que estaba mareada, así que se detuvo junto a una gasolinera de Pitlochry y la dejó bajar. Pasaba otro autobús un par de horas después, pero le dijo que probablemente haría autoestop.

—Y no llegó a Inverness —dijo Rebus, mirando de nuevo la foto. Malhumorada: ¿era una descripción adecuada? Pero, a su juicio, no cabía duda de que se trataba de una pose. Estaba copiando una imagen y un estilo, pero no lo vivía del todo.

—¿Qué hay de su vida familiar?

—No era la mejor. Tenía un historial de absentismo escolar y tomaba drogas. Sus padres se separaron. El padre está en Australia y la madre vive en Lochend con los tres hermanos de Annette.

Rebus conocía Lochend: no era en modo alguno el barrio más hermoso de la ciudad, pero la dirección de Edimburgo explicaba la intervención de Clarke. Terminó de leer el artículo, pero dejó el periódico abierto sobre la mesa.

—¿No hay nada de su teléfono móvil?

—Solo una foto que le envió a un conocido.

—¿Qué clase de foto?

—Colinas..., campos. Es probable que sean las afueras de Pitlochry. —Clarke estaba mirándolo—. Aquí poco puedes hacer, John —añadió, sin ningún atisbo de antipatía.

—¿Y quién ha dicho que quiera hacer algo?

—No olvides que te conozco.

—Quizá he cambiado.

—Quizá. Pero, en ese caso, alguien debe acallar el rumor que he oído.

—¿Y qué rumor es ese?

—Que has pedido volver al redil.

Rebus la miró.

—¿Quién querría a un carcamal como yo?

—Muy buena pregunta. —Clarke apartó el plato—. Tengo que volver.

—¿No estás impresionada?

—¿Por qué?

—Porque no te haya arrastrado al primer pub por el que hayamos pasado.

—Resulta que no hemos pasado por delante de ningún pub.

—Esa debe de ser la respuesta —dijo Rebus, con un gesto de asentimiento.

De vuelta en Gayfield Square, abrió el Saab y le entregó el cartel.

—Guárdalo —le dijo—. Puede que lo necesites.

Entonces lo sorprendió con un abrazo y un último pellizco en la mejilla antes de desaparecer en el interior de la comisaría. Rebus se metió en el coche, dejó el cartel en el asiento del acompañante y lo observó.

ASUNTO OFICIAL DE LA POLICÍA

¿Por qué no un simple «POLICÍA»? No dejaba de mirar aquella palabra. Le había dedicado gran parte de su vida a ella, pero cada año que pasaba se preguntaba qué significaba y cómo encajaba él. «Aquí poco puedes hacer...». Su teléfono le anunció que había un mensaje para él.

¿Es cosa mía o esto se está convirtiendo en un intento de batir el récord mundial del cigarrillo más lento jamás fumado?

Era Cowan otra vez. Rebus decidió no contestar. Sacó una tarjeta de visita del bolsillo. Se la había cambiado a Nina Hazlitt por la suya. En la otra cara figuraban los datos del inspector Gregor Magrath; en el reverso había escrito un número de teléfono, con el nombre de Hazlitt debajo. Dejó la tarjeta en el asiento del acompañante, la metió debajo del cartel de plástico y arrancó el motor.

Sobre su tumba

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