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El agente se llamaba Ken Lochrin, y llevaba tres años retirado. Rebus había conseguido su número de teléfono después de suplicar un poco. El nombre de Lochrin aparecía en el expediente de Zoe Beddows. Parecía haber trabajado mucho en él. Su caligrafía y su firma aparecían más de veinticinco veces. Después de presentarse, Rebus se pasó los primeros cinco minutos hablando de la jubilación, intercambiando historias y explicando cómo funcionaba la UEDG.

—Yo no echo de menos el trabajo ni una pizca —dijo Lochrin—. Cuando vacié mi mesa tenía un dolor insoportable en el trasero.

—¿No fue un poco frustrante no haber obtenido resultados sobre Zoe Beddows?

—Es mucho peor cuando tienes la sensación de que estás cerca; eso no llegó a ocurrir con ella. Llega un punto en que tienes que seguir adelante, a menos que tu trabajo sean los casos pendientes. ¿Forma usted parte de esa nueva iniciativa de la Fiscalía?

—No exactamente. Formo parte de un equipo más pequeño en Edimburgo.

—Entonces, ¿cómo se ha enterado de lo de Zoe?

—Por una muchacha que desapareció de camino a Inverness.

—Pero lo de Zoe fue hace cuatro años.

—Igualmente...

A Rebus le gustaba que Lochrin utilizara el nombre de pila de Beddows. Eso significaba que para él se había convertido en una persona y no en un número de caso.

—Yo también me lo preguntaba, de hecho.

—¿El qué? —preguntó Rebus.

—Si existiría alguna conexión. Pero, como le digo, han pasado cuatro años...

—Hubo otro caso en 2002, cerca de Strathpeffer —precisó Rebus.

—Parece que ha estado hablando con esa mujer, la de Aviemore.

—¿Nina Hazlitt?

—Su hija desapareció en Nochevieja.

—¿La conoce?

—Sé que solía frecuentar la jefatura de Stirling después de que Zoe desapareciera.

—Pero no se trata de ella —especificó Rebus porque sentía la necesidad de hacerlo—. Ahora es Annette McKie.

—Conocida por el sobrenombre de Zelda. Leo dos periódicos al día. Al menos salgo de casa y llego hasta el quiosco. Si no, mi mujer se volvería loca.

—No le he preguntado dónde vive, señor Lochrin...

—En Tillicoultry, famoso en todo el mundo por nuestro almacén de mobiliario blando.

Rebus sonrió.

—Juraría que he estado allí.

—Usted y media Escocia. ¿De modo que intenta encontrar un vínculo entre la nueva chica y Zoe Beddows, y quizá también con Strathpeffer y Aviemore?

—Algo así.

—¿Y quiere preguntarme por la foto?

Rebus guardó silencio un momento.

—¿Qué foto?

—La que Zoe le envió a su amiga. ¿No lo he mencionado? Probablemente sea una coincidencia, pero supongo que tendrá que comprobarlo...

—Estaba en el expediente de Zoe Beddows —le explicó Rebus a Siobhan Clarke. Se pasó la mano distraídamente por el pelo—. Debería haberla visto, pero estaba enterrada bajo una transcripción de una entrevista. Ni una sola mención, ni siquiera de sus amigos más íntimos. Tampoco iba acompañada de un mensaje. Solo la foto, enviada el día en que desapareció...

Rebus se hallaba en el pasillo con Clarke, frente a la sala del DIC, en la comisaría de policía de Gayfield Square. Clarke tenía los brazos cruzados mientras escuchaba, pero levantó una mano para interrumpirlo.

—¿Tienes los expedientes? ¿Todos los expedientes?

—Sí.

—¿Y has informado al sargento Cowan? —Clarke puso los ojos en blanco ante la estupidez de la pregunta que acababa de formular—. Pero ¿qué estoy diciendo? Por supuesto que no lo has hecho. Lo llevas en secreto.

—Me conoces demasiado bien.

Clarke pensó unos instantes.

—¿Puedo ver la foto?

—Tengo que hablar con el destinatario. —Rebus hizo una pausa—. Bueno, no tengo por qué ser yo, por supuesto...

—¿Crees que voy a hacerlo por ti?

—Annette McKie envió una foto desde su teléfono el día en que se esfumó. En 2008, Zoe Beddows hizo exactamente lo mismo desde la misma carretera. ¿Me estás diciendo que debería omitir este hecho?

—¿Y las otras, la de Strathpeffer y la de Aviemore?

—Brigid Young no llevaba el teléfono con ella. Además ¿por aquel entonces se podían enviar fotografías desde un teléfono?

En ese momento apareció un hombre en el umbral más cercano. Era alto, delgado y llevaba un traje caro.

—Estás aquí —observó.

Clarke logró esbozar una media sonrisa.

—Aquí estoy —respondió ella.

El hombre miraba a Rebus, esperando que los presentaran.

—John Rebus —dijo Rebus mientras le tendía la mano—. Pertenezco a la UEDG.

—Este es el inspector jefe Page —le aclaró Clarke.

—James Page —especificó este.

—Ha cambiado un poco —observó Rebus.

Page le lanzó una mirada inexpresiva.

—Led Zeppelin —explicó Rebus—. El guitarrista.

—Ah, sí. Nos llamamos igual. —Al final, Page forzó una sonrisa antes de desviar su atención a Clarke—. Reunión del equipo de control en cinco minutos.

—Allí estaré.

Los ojos de Page se clavaron un segundo de más en los de Clarke.

—Encantado de conocerle —le dijo a Rebus.

—¿No le interesa en absoluto saber por qué estoy aquí?

—John...

El tono de Clarke era una advertencia, pero llegaba tarde. Había dado un paso hacia Page.

—Imagino que está usted al mando, así que debería saber si puede existir relación entre Annette McKie y varias personas desaparecidas.

—Oh.

Page miró a Rebus y a Clarke, y vuelta a empezar. Pero el teléfono que sostenía había empezado a vibrar y centró su atención en la pantalla.

—Tengo que cogerlo —dijo en tono de disculpa. Después, a Clarke—: Redáctame un pequeño informe, por favor.

Page volvió a su oficina y se llevó el teléfono a la oreja. En el pasillo se hizo el silencio durante unos segundos.

—¿Necesitas ayuda con ese informe? —preguntó Rebus.

—Gracias por echarme otra piedra en la mochila.

Clarke cruzó de nuevo los brazos; Rebus se preguntaba si era un gesto defensivo. No había prestado demasiada atención a las clases de lenguaje corporal en la academia de policía. Desde el umbral, Rebus tenía una buena panorámica de la espalda de Page. Llevaba un corte de pelo impecable, y ni una sola arruga en la americana. No debía de sobrepasar por mucho la treintena; a lo sumo, tendría treinta y cinco años. Los inspectores eran cada vez más jóvenes.

—¿No estás viéndote con alguien de Newcastle? —preguntó Rebus con indiferencia.

Clarke lo miró fijamente.

—No eres mi padre.

—Si lo fuera, tal vez hoy tendría algunos consejos preparados.

—¿En serio vas a plantarte ahí a sermonearme sobre mis relaciones?

Rebus fingió una mueca de dolor.

—Tal vez no —replicó.

—Me alegro.

—Así que de lo único que podemos hablar es del informe para el señor Dazed and Confused.* —Rebus probó un tono conciliador y una expresión amable—. Lo querrás exhaustivo, imagino. Y creo que no hay nadie mejor que yo para ayudarte.

Clarke se mantuvo en sus trece unos momentos, y luego emitió un sonido que aunaba frustración y resignación.

—Entonces será mejor que entres —dijo.

La atestada oficina estaba llena de agentes que hablaban por teléfono o miraban fijamente sus pantallas de ordenador. Rebus conocía algunas caras, y les guiñó el ojo o asintió. Tenía la sensación de que las mesas y las sillas habían sido confiscadas de otro lugar. El pasillo que conducía al puesto de Clarke en la esquina era estrecho y laberíntico, y había que sortear papeleras y cables eléctricos. Se sentó y buscó entre los papeles que tenía junto al teclado.

—Aquí está —dijo, y le entregó una copia de una fotografía borrosa. En ella aparecían un campo y una hilera de árboles al fondo, con unas colinas a lo lejos—. La envió desde su teléfono el día en que desapareció; eran poco más de las diez. La foto no la hizo entonces, por supuesto. Yo diría que era última hora de la tarde. Ninguno de los pasajeros del autobús recuerda que hubiera hecho fotos por la ventana, pero nadie le prestó demasiada atención hasta que dijo que iba a vomitar.

Rebus estudió el paisaje.

—Podría ser cualquier lugar. ¿Se la has facilitado a los medios de comunicación?

—Se ha mencionado en los informes, pero no le dimos ninguna importancia.

—Seguro que alguien lo reconoce. Es una dehesa. Algún agricultor lo sabrá si no lo sabe nadie más. —Rebus levantó la cabeza y vio que Clarke estaba sonriendo—. ¿Qué? —preguntó.

—Nada, es que estaba pensando exactamente lo mismo.

—Eso es porque has aprendido del mejor. —Su sonrisa empezó a desvanecerse—. Era broma —añadió Rebus para tranquilizarla—. Cerebros privilegiados, y todo eso. —Miró de nuevo la fotografía—. ¿A quién se la envió?

—A una amiga de la escuela.

—¿Su mejor amiga?

—Solo una amiga.

—¿Tenía por costumbre enviarles fotos?

—No.

Rebus miró a Clarke.

—Igual que Zoe Beddows. Se la envió a un conocido, pero nada más. Y no había mensaje... lo mismo que esta vez, ¿verdad?

—Correcto —coincidió Clarke—. Pero ¿qué significa eso exactamente?

—Que lo envió cuando le entró el pánico —especuló Rebus—. Quizá era una llamada de auxilio, y cualquier destinatario habría servido.

—¿O...?

Clarke sabía que había más. Sus miradas volvieron a encontrarse.

—Lo sabes tan bien como yo.

Ella asintió lentamente.

—La envió el secuestrador. Era una especie de tarjeta de visita.

—Habrá que trabajar un poco antes de poder afirmar eso.

—Pero eso no impide que pensemos en ello.

Rebus esperó un poco antes de hablar.

—Entonces, ¿quieres que te ayude con esto o no?

—Puede que unos días.

—¿Le pedirás a Physical Graffiti que se lo diga a mi jefe?

—Tarde o temprano se te agotarán los títulos de Led Zeppelin.

—Pero será divertido mientras dure —replicó Rebus con una sonrisa.

—Todo esto te viene muy bien, ¿no es así? De ese modo no tienes que explicarle a Cowan lo de los expedientes, y además puedes seguir en contacto con Nina Hazlitt.

—¿Qué te lleva a pensar que haría tal cosa?

—Porque es tu tipo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué tipo es ese?

—Confusa, necesitada, dolida...

—Creo que eso no es muy justo, Siobhan.

—Entonces, ¿por qué te has puesto a la defensiva?

Clarke estaba mirándole los brazos, así que Rebus hizo lo propio. Los tenía cruzados a la altura del pecho.

Sobre su tumba

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