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II

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Rebus se quitó el abrigo y lo lanzó a la percha situada en la pared opuesta de la oficina.

—Gracias por tomarte la molestia —dijo Cowan.

—Disculpa, Danny.

—Daniel —corrigió Cowan.

—Lo siento, Dan.

Cowan estaba sentado a una de las mesas. No le llegaban los pies al suelo y se adivinaban unos calcetines rojos de cachemira y unos relucientes zapatos de piel negra. En el último cajón guardaba abrillantador y cepillos. Rebus lo sabía porque lo había abierto un día en que Cowan se había ausentado, no sin antes husmear en los dos cajones de arriba.

—¿Qué es lo que andas buscando? —le había preguntado Elaine Robison.

—Pistas —repuso Rebus.

Ahora Robison se encontraba frente a él, y le tendía una taza de café.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó.

—Era un funeral —respondió Rebus mientras se llevaba la taza a los labios.

—¿Podemos empezar? —espetó Cowan.

El traje gris no le sentaba bien. Las hombreras eran excesivas, y las solapas demasiado anchas. Se pasó una mano por el cabello con gesto desafiante.

Rebus y Robison tomaron asiento junto a Peter Bliss, a quien parecía que le costaba respirar incluso en reposo. Pero hacía veinte años ya tenía aquel jadeo, y puede que hace cuarenta también. Solo era un poco mayor que Rebus, y llevaba en la unidad más tiempo que todos ellos. Estaba sentado con las manos cruzadas sobre su prodigiosa barriga, como si retara al universo a que le mostrara algo que no hubiera visto ya. Desde luego había visto a muchos como el sargento Daniel Cowan. Así se lo había dicho a Rebus en su primer día en la unidad: «Se cree que su comisaría está por encima de la nuestra, que es demasiado bueno, y los jefes lo saben y lo han mandado aquí para bajarle un poco los humos».

Antes de jubilarse, Bliss había ascendido a inspector, al igual que Rebus. Elaine Robison era agente y atribuía el no haber cosechado mayores logros a que siempre había antepuesto la familia a su carrera profesional.

—Lo cual está muy bien —le dijo Rebus, y añadió, unas semanas después, cuando ya la conocía mejor, que su matrimonio había perdido la batalla con el trabajo de buen comienzo.

Robison acababa de cumplir cincuenta años. Su hijo y su hija se habían ido de casa, se habían licenciado y se habían trasladado al sur para trabajar. Había fotos enmarcadas de ellos sobre la mesa, junto a otras en las que aparecía Robison posando sobre el puente de la bahía de Sídney y sentada a los mandos de una avioneta. Recientemente había empezado a teñirse el pelo, aunque Rebus no tenía nada que objetar al respecto. Aun con canas habría parecido diez años más joven, e incluso podía pasar por una mujer de treinta y cinco, al igual que Cowan.

Este había situado las sillas en línea recta delante de su mesa, de modo que todos tuvieran que mirarlo.

—¿Llevas esos calcetines por alguna apuesta, Danny? —preguntó Rebus mientras sorbía de la taza.

Cowan obvió el comentario con una leve sonrisa.

—¿He oído bien, John? ¿Has presentado una solicitud para reincorporarte?

El sargento esperó a que Rebus reconociese que era cierto. Habían retrasado la edad de jubilación, lo cual significaba que los de la quinta de Rebus podían tratar de reingresar en el cuerpo.

—La cuestión —prosiguió Cowan, quien se inclinó un poco hacia delante— es que vendrán a pedirme referencias y, tal como van las cosas, no será lo que se dice una carta elogiosa.

—Si quieres, te puedo firmar un autógrafo de todos modos —replicó Rebus.

Era difícil saber si el jadeo de Peter Bliss había adoptado un timbre distinto o si estaba conteniendo una carcajada. Robison bajó la mirada y sonrió. Cowan meneó la cabeza lentamente.

—¿Puedo recordaros a todos que esta unidad está en peligro? —dijo de manera pausada—. Y, si cierra, solo aceptarán a uno de nosotros en el clero. —Se señaló el pecho con un dedo—. Sería de agradecer algún resultado o algún progreso.

Todos sabían de qué hablaba. La Fiscalía estaba creando una Unidad de Casos Pendientes para toda Escocia. Si pasaban a encargarse de sus tareas, su trabajo sería historia. La UCP contaría con una base de datos de noventa y tres casos que se remontaban a los años cuarenta, incluidos todos los de la autoridad policial de Lothian y Borders. Una vez que la UCP estuviera en marcha sería inevitable que se formularan preguntas sobre la utilidad del equipo de Edimburgo, más reducido. El dinero escaseaba. Ya se rumoreaba que desempolvar viejos casos sin resolver solo servía para consumir recursos de investigaciones actuales (y más urgentes) dentro y fuera de la ciudad.

—Sería de agradecer algún resultado —insistió Cowan.

Se levantó de la mesa, la rodeó y arrancó de la pared un recorte de prensa, que agitó para causar mayor efecto.

—Unidad de Casos Pendientes de Inglaterra —recitó—. Sospechoso acusado del asesinato de un adolescente, cometido hace casi cincuenta años. —Les paseó el recorte por delante de la cara—. ADN..., análisis de la escena del crimen..., testigos a los que les remordía la conciencia... Ya sabemos cómo funciona esto, así que ¿por qué no hacemos que funcione?

Parecía exigir una respuesta, pero no llegó ninguna. El silencio se prolongó hasta la interrupción de Robison.

—No siempre disponemos de los recursos necesarios —dijo—, por muchas pruebas que haya. Es difícil practicar pruebas de ADN cuando la ropa de la víctima se ha perdido en algún momento de la investigación.

—Pero hay muchos casos en los que sí tenemos la ropa, ¿no es cierto?

—¿Y podemos pedirles a todos los varones de una ciudad una muestra de ADN para cotejarlas? —apostilló Bliss—. ¿Y los que han muerto o se han mudado mientras tanto?

—Ese optimismo tuyo es la razón por la que me caes tan bien, Peter. —Cowan dejó el recorte sobre la mesa y cruzó los brazos—. Es por vosotros —añadió—. Yo estaré estupendamente. Lo digo por vosotros. —Hizo una pausa efectista—. Por vosotros, tenemos que lograr que esto funcione.

De nuevo reinó el silencio en la sala, roto tan solo por la respiración de Bliss y un suspiro de Robison. Cowan tenía la mirada clavada en Rebus, pero este estaba ocupado apurando el café.

Sobre su tumba

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