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III

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Bert Jansch también estaba muerto. Rebus lo había visto dar algunos conciertos en solitario en Edimburgo a lo largo de los años. Jansch había nacido en la ciudad, pero se había hecho un nombre en Londres. Aquella noche, después de trabajar, y solo ya en su piso, Rebus puso un par de discos de Pentangle. No era un experto, pero podía distinguir el sonido de Jansch del de John Renbourn, el otro guitarrista del grupo. Por lo que sabía, Renbourn seguía vivo, y tal vez residiera en Borders. ¿O era Robin Williamson? En una ocasión había llevado a su compañera Siobhan Clarke a un concierto de Renbourn y Williamson, y la había conducido al Biggar Folk Club sin decirle por qué. Cuando los dos músicos subieron al escenario —con semblante de acabar de levantarse de una butaca junto a una hoguera—, se había inclinado hacia ella.

—Uno de ellos tocó en Woodstock, ¿lo sabías? —susurró.

Todavía tenía la entrada del Biggar guardada en alguna parte. Solía conservarlas, aunque sabía que era una cosa más que habría que tirar a la basura cuando él ya no estuviese. Junto al tocadiscos había una púa de plástico. La había comprado hacía años, después de pasearse por una tienda de instrumentos y decirle al joven cajero que tal vez volvería más tarde a comprar una guitarra de verdad. El dependiente mencionó que la púa la había fabricado un escocés llamado Jim Dunlop, quien también se dedicaba a los pedales de efectos. Desde entonces, Rebus había desgastado la inscripción de la púa, pero jamás la había utilizado con una guitarra.

—Tampoco he aprendido a pilotar un avión —se dijo a sí mismo.

Estudió el cigarrillo que sostenía. Meses atrás se había sometido a una revisión médica, y había recibido las advertencias habituales. Su dentista también buscaba siempre los primeros indicios de algo desagradable. Pero todo estaba en orden, por el momento.

—Todas las rachas de suerte se acaban, John —le dijo el odontólogo—. Créame.

—¿Puedo apostar al caballo ganador? —respondió Rebus.

Apagó el pitillo en un cenicero y contó cuántos quedaban en el paquete. Ocho, lo cual significaba que se había fumado unos doce aquel día. No estaba mal, ¿verdad? En su día se habría terminado un paquete y ya habría abierto otro. Tampoco bebía tanto: un par de cervezas por la noche, y uno o dos tragos de whisky antes de acostarse. Ahora tenía una cerveza abierta, la primera del día. Ni a Bliss ni a Robison les apetecía tomar una copa después del trabajo, y no se planteó preguntarle a Cowan. Este solía quedarse en la oficina hasta tarde. Trabajaban en la comisaría de Fettes Avenue, lo cual le brindaba a Cowan la posibilidad de toparse con altos mandos, gente potencialmente útil para él que repararía en el lustre de sus zapatos y a quienes siempre se dirigía con educación.

—Eso se llama acoso —le dijo Rebus una vez cuando lo descubrió riéndose con demasiado entusiasmo de un viejo chiste que había contado uno de los subcomisarios—. Y me he dado cuenta de que no le paras los pies cuando te llama Dan...

Sin embargo, en cierto modo Rebus se compadecía de Cowan. A buen seguro, había agentes menos cualificados que habían logrado ascender a lo más alto. Cowan era consciente de ello, y lo corroía por dentro, al punto de que estaba casi vacío. El equipo había sufrido a causa de ello, lo cual era una lástima. A Rebus le gustaban muchos aspectos del trabajo. Sentía un pequeño temblor de excitación cada vez que abría la carpeta de un viejo caso. Podía haber cajas y más cajas, cada una de ellas dispuesta a embarcarlo en un viaje en el tiempo. Los periódicos amarillentos no solo contenían noticias sobre el crimen, sino también artículos sobre acontecimientos nacionales e internacionales, además de deportes y anuncios. Le pedía a Elaine Robison que calculara cuánto costaban un coche o una casa en 1974, y le leía la clasificación de la liga de fútbol a Peter Bliss, que tenía maña para recordar nombres de jugadores y entrenadores. Pero, a la postre, Rebus volvía al crimen, a los detalles, las entrevistas, las pruebas y los testimonios familiares: «Alguien cree que se ha salido con la suya... sabe que se ha salido con la suya». Albergaba la esperanza de que todos aquellos asesinos estuviesen en alguna parte, inquietándose cada vez más al leer sobre los avances en materia de detección y tecnología con el paso de los años. Puede que cuando sus nietos quisieran ver CSI o Caso cerrado tuviesen que marcharse del salón y sentarse en la cocina. Tal vez no pudiesen soportar leer la prensa o escuchar en paz las noticias en la radio o la televisión por temor a enterarse de que se había reabierto el caso.

Rebus le había propuesto a Cowan asegurarse de que los medios de comunicación informaran sobre cualquier avance de forma periódica, fuese real o no, solo para asustar a los culpables.

«Quizá detectaríamos algún movimiento».

Pero a Cowan no le había interesado. ¿No tenían ya suficientes problemas los medios por inventar historias?

«No lo harían ellos —había insistido Rebus—, seríamos nosotros». Pero Cowan siguió meneando la cabeza.

El disco terminó y Rebus levantó la aguja del vinilo. Todavía no eran las nueve: demasiado temprano como para plantearse ir a la cama. Ya había cenado; también había llegado a la conclusión de que en la televisión no daban nada que mereciera la pena. La botella de cerveza estaba vacía. Se acercó a la ventana y contempló el edificio de apartamentos de enfrente. Un par de niños en pijama lo observaban desde un piso de la primera planta. Al saludarlos, pusieron pies en polvorosa. Ahora daban vueltas el uno alrededor del otro en medio de su habitación, saltando de puntillas, sin atisbo alguno de sueño, y él había sido desterrado de su universo.

Sin embargo, sabía lo que le estaban diciendo: había otro mundo ahí fuera. Y eso solo podía significar una cosa.

—Pub —dijo Rebus en voz alta, y cogió el teléfono y las llaves. Luego apagó el tocadiscos y el amplificador y, al ver de nuevo la púa, decidió que lo acompañaría.

Sobre su tumba

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