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El director de la escuela les había ofrecido su despacho, pero Clarke lo rechazó. Mientras esperaba con Rebus en el pasillo, le expuso su razonamiento.

—Resulta demasiado intimidatorio. Cuando entras en esa habitación es porque estás en apuros. Queremos que esté un poco más relajado y hablador.

Rebus asintió en señal de conformidad. Estaba mirando el patio a través de una ventana doble, pero la condensación había encontrado la manera de colarse entre los cristales. El marco de madera era poroso.

—Le vendría bien un poco de aislamiento —comentó Clarke.

—Eso... o derribar el edificio.

—Nuevas escuelas para todos cuando consigamos la independencia.

Rebus la miró.

—¿Cómo que «consigamos»? ¿Te olvidas de que ese acento tuyo es inglés?

—¿Debo suponer que me deportarían?

—Si no queda más remedio....

Rebus se volvió cuando apareció un adolescente vestido de uniforme en el pasillo, dudó y se dirigió hacia ellos. El cabello le caía sobre los ojos, y llevaba un nudo de corbata excesivamente grande.

—¿Eres Thomas? —preguntó Rebus.

—¿Thomas Redfern? —añadió Clarke.

—Sí.

Redfern no llevaba un chicle en la boca, pero lo parecía.

—¿Vas a la clase de Annette?

Redfern asintió.

—¿Te parece bien que hablemos aquí?

El chico se encogió de hombros y hundió más las manos en los bolsillos del pantalón.

—Ya he hablado con la poli...

—Lo sabemos —interrumpió Clarke—. Solo necesitamos aclarar algunas cosas.

—¿Todavía conservas esa foto? —preguntó Rebus—. La que envió Zelda.

—Sí.

—¿Te importa que la vea? —preguntó Rebus, y extendió el brazo.

Redfern sacó un teléfono del bolsillo superior de la chaqueta y lo encendió.

—Sentimos haberte sacado de clase —se excusó Clarke.

El chico resopló.

—Dos horas de química.

—Siempre puedes desandar el largo camino.

Había encontrado la fotografía y mostró el teléfono para que pudieran ver la pantalla. Rebus se lo arrebató de entre los dedos. No le pareció que estuviese lo bastante borrosa como para que la hubiesen tomado desde un vehículo en movimiento, o ni siquiera detrás de un cristal. Intuía que el fotógrafo estaba de pie y que probablemente tenía su misma altura.

—¿Cómo es de alta Zelda? —preguntó.

—Un poco menos que yo —respondió Redfern, y se señaló el hombro.

—¿Alrededor de un metro setenta? —añadió Rebus.

—Puede que se hubiese encaramado a una roca o algo parecido —intervino Clarke.

—¿No llegó acompañada de ningún mensaje? —le preguntó Rebus al muchacho.

—No.

—¿Te mandaba cosas a menudo?

—Algún mensaje de vez en cuando. Si había alguna fiesta, a lo mejor.

—¿Sabías que iba a Inverness?

—Se lo contó a todo el mundo.

—¿Ningún otro alumno de la escuela estaba invitado?

—Timmy sí, pero sus padres no la dejaron ir.

—¿Las chicas se enteraron de la fiesta por Internet?

—A través de alguien con quien hablaron en Twitter —confirmó Redfern—. Era un año mayor, pero seguía en el colegio. Todos se lo dijimos...

—¿Qué le dijisteis? —preguntó Clarke.

—Que tuviese cuidado. Con la gente de Internet ya se sabe...

—¿No son siempre lo que parecen? —Clarke asintió para indicarle que lo entendía—. Bien, lo hemos comprobado y es un chico de dieciséis años llamado Robert Gilzean.

—Sí, me lo dijeron los otros polis.

Mientras Clarke entretenía a Redfern, Rebus les echó un vistazo a algunas fotos que guardaba en el teléfono: eran niños haciendo mohínes, gesticulando con las manos y lanzando besos. En ninguna aparecía Annette McKie.

—¿Conocías bien a Zelda, Tom?

Se encogió de hombros una vez más.

—¿Fuisteis juntos a la escuela primaria?

—No.

—Así que habéis ido a la misma clase durante... ¿cuánto?... ¿tres años?

—Supongo.

—¿Has estado alguna vez en su casa?

—Fui a un par de fiestas. Por lo visto, se pasaba la mayoría del tiempo en su habitación.

—¿Ah, sí?

Redfern estuvo a punto de ruborizarse.

—Jugando en Internet —aclaró—. Demostrando lo buena que era.

—No pareces impresionado.

—Los juegos están bien, pero prefiero los libros.

—Eso es estimulante —observó Clarke con una sonrisa.

—¿Qué pensaste al recibir la foto? —preguntó Rebus antes de devolverle el teléfono.

—No pensé nada.

—¿Un poco sorprendido, tal vez? Eran las diez de la noche y no lo había hecho con anterioridad.

—Me imagino.

—¿Y le respondiste?

Redfern lo miró y asintió.

—Pensé que se había equivocado de tecla y que era para otro contacto de su agenda.

—Pero ¿no llegó a contestar?

—No. Le había estado enviando mensajes a Timmy desde el autobús. En el último se limitaba a decir que estaba mareada. —El chico hizo una pausa y miró alternativamente a Rebus y a Clarke—. No está muerta, ¿verdad?

—No lo sabemos —respondió Clarke con tono comedido.

—Pero lo está.

Los ojos de Redfern se clavaron en Rebus, y él no estaba dispuesto a mentir.

Rebus trató de abrir la puerta del despacho de James Page, pero estaba cerrada. Se encontraba solo en la sala del DIC. No había televisión, pero Clark le había enseñado cómo ver la rueda de prensa en su ordenador. Rebus abrió unos cuantos cajones, aunque no encontró nada de interés. La rueda de prensa se celebraría en un hotel situado a la vuelta de la esquina de Gayfield Square. Había comprado un par de filetes de pollo en Gregg’s cuando volvía de la escuela. Los había engullido hacía mucho, pero todavía quedaban algunas migas de hojaldre en su camisa y su chaqueta. La policía de Lothian y Borders tenía una cámara propia en el hotel, y la retransmisión en bruto —con la salvedad del sonido— apareció en el monitor de Clarke. Rebus no había encontrado el control de volumen, motivo por el cual estaba merodeando por la oficina en lugar de sentarse a la mesa. Había encontrado Nurofen en el cajón de Clarke, y se guardó un par de pastillas en el bolsillo delantero. Siempre iba bien tenerlas a mano. Había bebido suficiente café, y al parecer no había bolsitas de té, excepto de menta y rooibos.

Cuando regresó junto al monitor, el acto había comenzado. Rebus le propinó un golpe a la carcasa de plástico, pero seguía sin oírse nada. Tampoco había ni rastro de ninguna radio. Sabía que podría ir a escuchar la rueda de prensa en el coche, siempre que alguna emisora local estuviese retransmitiéndola, pero optó por sentarse y mirar. Quienquiera que manejara la cámara necesitaba un manual de instrucciones o una visita al oculista. Enfocaba a todas partes, y Rebus veía mejor la mesa que a la gente sentada detrás de ella. Otros estaban de pie. Page estaba flanqueado por Siobhan Clarke y un agente llamado Ronnie Ogilvie. Detrás de la madre de Annette McKie y su hermano mayor se encontraba un hombre a quien Rebus reconoció. El hombre le apretaba el hombro a la madre cada vez que la notaba flaquear. En un momento dado, ella puso la mano encima de la suya a modo de agradecimiento. El hermano de Annette también leyó un comunicado preparado de antemano. Parecía bastante seguro de sí mismo, estudiaba la sala y les brindaba a los fotógrafos la posibilidad de obtener muchas instantáneas decentes mientras su madre se frotaba los ojos enrojecidos y doloridos. Rebus no sabía cómo se llamaba el muchacho. Calculó que tendría unos diecisiete o dieciocho años. Llevaba el flequillo levantado con gomina y se apreciaba un poco de acné residual en la cara. Era pálido y enjuto, y parecía espabilado. Pero ahora el movimiento de la cámara emborronaba la imagen. Le había llegado el turno a Page. Parecía preparado para empezar a escuchar preguntas; ansioso, incluso. Sin embargo, al cabo de un par de minutos lo interrumpieron, y Page se volvió hacia su izquierda. La cámara captó a la madre de Annette McKie mientras salía de la sala. Se tambaleaba y se tapaba la boca con la mano, o bien porque la tristeza había podido con ella o bien porque estaba a punto de vomitar. El hombre se fue con ella y dejó a su hijo allí sentado. Este miraba a Page como si buscara consejo. ¿Debía quedarse o marcharse? La cámara recorrió toda la sala, enfocando a otras cámaras, periodistas y agentes de policía. Las puertas dobles se habían cerrado y la madre desapareció.

Luego, la imagen se centró en la alfombra estampada y la pantalla se quedó en negro.

Rebus estuvo allí hasta que el equipo empezó a regresar a la oficina. Ogilvie lo saludó con la cabeza, con lo que se ahorró el esfuerzo de mediar palabra. Page parecía molesto por el hecho de que le hubieran interrumpido en su momento álgido. Si los informativos daban relevancia a algo, sería a la salida de la madre. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta y desapareció en el interior de su armario. Clarke pasó entre las mesas, tropezó solo una vez con un cable y le dio una chocolatina a Rebus.

—Gracias, mamá —le dijo.

—¿Lo has visto?

Rebus asintió.

—Sin sonido. ¿Ha mencionado Page las fotos de los teléfonos?

—Por lo visto se le ha olvidado cuando la madre ha salido corriendo.

Clarke abrió su chocolatina y le dio un mordisco.

—¿Quién era el hombre que estaba detrás de ella? —preguntó Rebus.

—Un amigo de la familia.

—¿Es el que ofrece la recompensa?

Clarke lo miró.

—De acuerdo, vomítalo.

—Todavía no he empezado a comer. —Al ver que no lograba arrancarle una sonrisa, se dio por vencido—. Se llama Frank Hammell. Es propietario de dos pubs y al menos una discoteca.

—¿Le conoces?

—Conozco sus pubs.

—¿Y la discoteca no?

—Está en algún lugar de nuestro campo plagado de bandidos.

—¿Es decir...?

—Al oeste de Lothian. —Rebus señaló el monitor con la cabeza—. Me ha parecido bastante sobón...

—¿No es de esa clase de tíos?

—No a menos que seáis muy íntimos.

Clarke empezó a masticar de manera más pausada y pensó durante unos instantes.

—¿Y qué aporta todo esto?

—¿Una nota de cautela? —respondió Rebus al fin—. Si es el «amigo» de la madre y ella está preocupada, puedes tener la certeza de que él también lo está.

—¿De ahí la recompensa?

—Lo que me preocupa no es la recompensa que conocemos, sino la que pueda ofrecer bajo mano.

Clarke miró hacia la puerta de Page.

—¿Crees que deberíamos decírselo?

—Eso es cosa tuya, Siobhan. —Mientras Clarke barajaba esa posibilidad, Rebus planteó otro interrogante—: Recuérdame qué le sucedió al padre de Annette.

—Se fugó a Australia.

—¿Cómo se llama?

—Derek no sé qué... Derek Christie.

—¿No McKie?

—Esa es la madre. Gail McKie.

Rebus asintió lentamente.

—¿Y el muchacho que estaba en la rueda de prensa?

—Darryl.

—Todavía va al colegio, ¿verdad?

—¿A qué se dedica Darryl McKie? —le preguntó Clarke a Ronnie Ogilvie.

—Creo que dijo que era encargado de un bar —repuso Ogilvie—. Y se hace llamar Christie, no McKie.

Clarke miró a Rebus.

—Tiene dieciocho años; un poco joven para ser encargado —comentó.

Rebus torció el gesto.

—Depende de quién sea el propietario del bar —dijo, y se levantó para cederle de nuevo la silla a Clarke.

Sobre su tumba

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