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Cuando se reincorporaron a la A9 se toparon con unas obras; el tráfico discurría por un único carril y avanzaba a paso de tortuga. Una barrera separaba su carril en dirección al norte del carril en dirección sur, lo cual hacía imposible dar media vuelta.

—Estamos atrapados —comentó Clarke.

—Están pavimentando de nuevo —explicó Rebus, mientras leía uno de los carteles—. Habrá retrasos durante cuatro semanas.

—Puede que sigamos aquí dentro de cuatro semanas.

—Pues disfrutemos de la compañía del otro.

Clarke soltó un resoplido.

—Al menos están trabajando.

Eso era cierto. En el carril que había sido bloqueado, varios hombres ataviados con chalecos reflectantes amarillos transportaban herramientas y manejaban excavadoras. El cielo estaba inundando de un brillo naranja palpitante provocado por las luces de emergencia que se ubicaban sobre los diversos vehículos. El límite de velocidad había quedado reducido a cincuenta.

—Ir a cincuenta sería un lujo —protestó Clarke—. Según el velocímetro, vamos a treinta.

—«Lentos, pero seguros» —recitó Rebus.

—Siempre ha sido tu lema, ¿no?

Clarke esbozó una leve sonrisa. Rebus estaba estudiando a los trabajadores.

—¿Y si paramos?

—¿Qué?

—Si hizo autoestop por aquí es imposible que no la vieran.

Una hilera de conos separaba los carriles interior y exterior, pero estaban bien espaciados y era fácil que el Audi pasara entre dos. Clarke echó el freno de mano.

—Entonces ¿no es la peor idea que he tenido? —preguntó Rebus, fingiendo dudar.

Cuando salieron del coche, un hombre se acercó a ellos a toda prisa. Clarke tenía la placa preparada. El hombre se puso rígido.

—¿Qué ha ocurrido?

Rondaba los cincuenta y cinco años, y unos rizos canosos se escapaban del ala de su casco de trabajo. Rebus tenía la sensación de que había muchas capas de ropa debajo del chaleco de alta visibilidad y los pantalones naranja fluorescente.

—¿Han oído hablar de la chica que ha desaparecido? —preguntó Clarke.

El hombre la miró a ella, y después a Rebus, y de nuevo a Clarke, y asintió.

—No he escuchado bien su nombre —apostilló Rebus.

—Bill Soames.

—¿Está usted al mando de la cuadrilla?

Rebus miró por encima del hombro de Soames en dirección a los obreros, que habían dejado sus quehaceres.

—Tal vez les preocupe que sean ustedes de Trabajo o Inmigración —explicó Soames.

—¿Y por qué iba eso a ser un problema? —preguntó Clarke.

—No lo sería —respondió Soames mirándola a los ojos. Se dio media vuelta y les indicó a los hombres que debían seguir trabajando—. Pero será mejor que hablemos en la oficina...

Pasaron junto al Audi y los llevó por un carril sin pavimentar. Junto a la cuneta había amontonados varios fragmentos de asfalto. Habían instalado unas luces de techo temporales alimentadas por generadores de gasóleo, lo cual incrementaba el ruido y los humos.

—¿Trabajan de noche? —preguntó Clarke.

—Hacemos turnos de doce horas —confirmó Soames—. La cuadrilla nocturna está ahí dentro. —Señaló una cabina portátil que acababan de pasar—. Hay seis camas, una ducha y una cocina que es mejor evitar.

Había una hilera de tres retretes portátiles y otra cabina con las ventanas cubiertas con rejas protectoras. Soames abrió la puerta y los invitó a entrar. Encendió una luz y una estufa eléctrica.

—Seguramente pueda preparar un poco de té...

—Gracias, pero esto no nos llevará mucho tiempo.

Sobre la única mesa de la sala había planos de las obras. Soames los enrolló para tener más espacio.

—Siéntense —dijo.

—¿La cuadrilla es polaca? —preguntó Rebus.

Soames le lanzó una mirada inquisitiva, y Rebus señaló el diccionario inglés-polaco/polaco-inglés que había sobre la mesa de trabajo.

—No todos —respondió Soames—. Pero algunos sí. Y su inglés a veces se queda un poco corto.

—¿Cómo se dice «asfalto» en polaco?

Soames sonrió.

—Stefan es su capataz. Su inglés es mejor que el mío.

—¿Duermen aquí mismo?

—Demasiada distancia para ir a casa todos los días.

—¿Y cocinan aquí? ¿Básicamente viven en la cuneta?

Soames asintió.

—Así es.

—¿Y usted, señor Soames? —preguntó Clarke.

—Yo vivo en Dundee, que está cerca de aquí. Es muy pesado, pero la mayoría de las noches duermo en casa.

—Debe de haber un supervisor del turno de noche...

Soames asintió y consultó su reloj.

—Llegará en hora y media. Preferiría que no me viera de cháchara cuando se supone que debo estar ahí fuera.

—Entiendo —respondió Clarke, sin que sonara a disculpa—. ¿Le dice algo el nombre de Annette McKie?

—Por supuesto.

—¿Ha hablado alguien con usted?

—¿Se refiere a la policía? —Soames meneó la cabeza—. Ustedes son los primeros.

—Es probable que hiciera autoestop al norte de Pitlochry. Eso significa que habría pasado justo por aquí.

—Si iba a pie, alguien la habría visto.

—Eso es lo que pensábamos nosotros.

—Pues no lo hizo. Les pregunté a los hombres.

—¿A todos?

—Sí —confirmó Soames—. A juzgar por la hora en que estuvo en la zona, tuvo que ser la cuadrilla diurna.

—Pero la cabina de la cuadrilla nocturna tiene ventanas —respondió Rebus—. ¿Les ha preguntado también a ellos?

—No —reconoció Soames—. Pero lo haré, si quiere. Deme un número de teléfono y lo llamaré.

—Sería más fácil que lo hiciera ahora.

—Puede que algunos estén durmiendo.

—Despiértelos. —Rebus hizo una pausa—. Por favor.

Soames se lo pensó unos instantes antes de tomar la decisión. Apoyó las palmas de las manos sobre la mesa y se dispuso a levantarse.

—Y mientras esperamos —añadió Rebus—, tal vez podríamos hablar con Stefan...

Cuando Soames hubo cerrado la puerta, Clarke se acercó a la estufa para calentarse las manos.

—¿Te imaginas que tuvieras que trabajar a todas horas, haga el tiempo que haga?

Rebus estaba recorriendo la sala, y examinaba notificaciones de salud y seguridad clavadas en un tablero de corcho, y cartas y formularios amontonados junto al diccionario. Había un cargador, pero ningún teléfono. El calendario mostraba una foto de una modelo rubia encaramada a una moto de un tono rojo chillón.

—Es un trabajo —comentó Rebus—. En los tiempos que corren, ya es algo.

—¿Qué opinas?

—Es imposible que pasara por aquí sin que la vieran. —Clarke asintió—. A lo mejor dio un rodeo por los campos de ahí detrás.

—¿Y por qué iba a hacer eso?

—Para evitar los silbidos de los obreros. —Clarke lo miró—. Todavía lo hacen.

—Tú lo sabrás mejor que yo.

—En efecto. —Clarke escrutó la sala—. ¿Qué crees que hacen aquí entre turno y turno?

—Me imagino que beber, jugar a las cartas y ver porno.

—Tú lo sabrás mejor que yo —dijo Clarke mientras se abría la puerta metálica.

En el umbral apareció un hombre entrecano de poco más de cuarenta años, con los ojos entornados y barba de una semana. Su mirada se cruzó con la de Rebus.

—Eh, Stefan —le dijo este—. No andarás metido en ningún lío, espero.

Stefan Skiladz había vivido en Escocia más de media vida, y había pasado tres de esos años en la cárcel por una agresión grave tras un día de mucho alcohol en el piso de un amigo en Tollcross. Por aquel entonces, Rebus estaba en el DIC y había prestado declaración en el juicio. Skiladz se había declarado no culpable pese a la sangre que había en su ropa y las huellas dactilares que encontraron en el cuchillo de cocina.

Los tres estaban sentados a la mesa, y Clarke escuchó a Rebus explicar todo aquello. Cuando hubo terminado, Skiladz rompió el silencio con una pregunta:

—¿De qué demonios va todo esto?

Clarke respondió deslizando la foto de Annette McKie sobre la mesa.

—Ha desaparecido. La vieron por última vez en Pitlochry cuando se disponía a hacer autoestop hacia el norte.

—¿Y qué?

Skiladz había cogido la foto y su rostro no mostraba ninguna emoción.

—Vosotros tenéis que ir a Pitlochry —respondió Rebus—. Alguien tiene que ir a por tabaco y vodka.

—A veces.

—Así que a lo mejor se apiadaron de ella.

—¿Y la dejaron aquí? Sería mejor esperar a que alguien la llevara un tramo más. —Skiladz levantó la vista de la fotografía—. ¿No?

—Supongo.

—¿Puede guardar la foto para enseñársela a sus compañeros? —preguntó Clarke.

—Claro. —Skiladz la estudió de nuevo—. Es bonita. Yo tengo una hija, no es muy diferente.

—¿Te ha ayudado a no meterte en líos?

El hombre miró a Rebus.

—He dejado la bebida. Tengo la cabeza en su sitio. —Se dio un golpecito en la ceja con un dedo ennegrecido—. Y ya no me meto en peleas.

Rebus pensó durante unos momentos.

—¿Alguno de los muchachos tiene antecedentes?

—¿Problemas con la ley, quiere decir? ¿Y por qué iba a decírselo?

—Porque entonces no tendríamos que volver aquí con agentes de Inmigración, y tal vez incluso un inspector de Hacienda. Y mientras comprobáramos los carnés y el historial de cada uno de ellos, nos cercioraríamos de que tu nombre aparece en los informes...

Skiladz taladró a Rebus con la mirada.

—Ya eras un cabrón entonces, aunque no tan gordo y viejo.

—Eso no puedo negarlo.

—¿Qué responde? —añadió Clarke.

Skiladz desvió la atención hacia ella.

—Uno o dos —dijo a la postre.

—¿Uno o dos qué?

—Han tenido problemas en el pasado.

Clarke se levantó y encontró un cuaderno de papel pautado, que dejó frente a él, asegurándose de no tapar la fotografía que había sobre la mesa.

—Anótelos —dijo.

—Esto es una locura.

Clarke le tendió un bolígrafo y lo obligó a aceptarlo. Cuando cogió el cuaderno un minuto después, contenía tres nombres.

—¿Son del turno de día? —preguntó.

—Solo el primero.

—Thomas Robertson —leyó en voz alta—. No suena muy polaco.

—Es escocés.

La puerta se abrió de nuevo y apareció Bill Soames, quien vio a Clarke arrancar la página del cuaderno, doblarla por la mitad y guardársela en el bolsillo.

—Nada —dijo, y se volvió para cerrar la puerta—. Nadie la vio. —Luego, poniéndole una mano en el hombro a Skiladz—: ¿Todo bien, Stefan?

—¿Puedo irme ya? —le preguntó Skiladz a Rebus.

—Pregúntale a ella, no a mí —respondió Rebus mientras señalaba a Clarke.

Esta asintió y el hombre se puso en pie.

—¿Qué ha pasado? —quiso saber Soames.

Rebus esperó a que Skiladz hubiese salido.

—El señor Skiladz nos ha ayudado con nuestras pesquisas —le explicó a Soames—. Necesitaremos otra visita.

Rebus se levantó y le tendió la mano a Soames.

Parecía que el capataz tenía algunas dudas, pero Rebus ya estaba abriendo la puerta. Clarke le estrechó la mano a Soames y formuló una última pregunta.

—¿Hasta dónde tenemos que llegar para poder dirigirnos de nuevo hacia el sur?

—Más o menos un kilómetro, si no les importa cambiar de sentido en una curva peligrosa.

—No me importa lo más mínimo.

Clarke le sonrió y salió detrás de Rebus. Ya en el coche, le preguntó qué opinaba.

—No podemos irrumpir allí e interrogarlos —reconoció—. Debemos informar a la comisaría de Tayside.

—De acuerdo.

—Pues habla con Tayside por la mañana, y después volvemos aquí. De ese modo todo estará dentro del margen legal.

—¿No quieres intervenir?

Rebus meneó la cabeza.

—Yo soy solo un ayudante.

—Por el momento te estás ganando el sueldo.

—Podrías hacérselo saber a Communication Breakdown.*

Clarke sonrió.

—¿Y qué pasa con Stefan Skiladz?

—Valdría la pena comprobar su historial, aunque dudo que encontremos nada.

Clarke asintió y arrancó el coche.

—Puede que tenga que invitarte a una pinta cuando volvamos a Edimburgo.

—¿Qué te hace pensar que no tengo planes?

—Tú no eres de esos —respondió ella mientras ponía el intermitente, siempre dando por hecho que al final aparecería un hueco en lo que parecía un convoy de camiones.

Sobre su tumba

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