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Rebus se había llevado consigo los archivos de personas desaparecidas a Gayfield Square. Se aseguró de que Page lo viera descargándolos sobre la mesa de Siobhan Clarke. Necesitó tres viajes hasta su Saab, que estaba aparcado delante con el cartel de «ASUNTO OFICIAL DE LA POLICÍA» bien visible.

—Gracias por la ayuda —dijo Rebus a la sala en general.

Estaba sudando, así que se quitó la chaqueta y la dejó sobre la silla de Clarke. Una agente se acercó a preguntarle por las cajas.

—Personas desaparecidas —explicó él—. Fueron tres, entre 1999 y 2008. La última vez que las vieron se encontraban en la A9 o sus alrededores, igual que Annette McKie.

La agente levantó la tapa de la caja situada más arriba y miró dentro. Medía poco más de metro y medio, y tenía el cabello oscuro y corto, lo que Rebus habría definido como un peinado de paje. Le recordaba a una actriz; puede que fuera a Audrey Hepburn.

—Soy John —dijo.

—Todo el mundo sabe quién eres.

—Entonces estoy en desventaja.

—Agente Esson, pero supongo que puedes llamarme Christine.

—Siempre pareces pegada al ordenador —comentó Rebus.

—Es mi trabajo.

—¿Ah, sí?

Esson volvió a colocar la tapa en la caja y le dedicó toda su atención.

—Soy nuestro vínculo con la comunidad de Internet.

—¿Te refieres a que envías correos electrónicos?

—Contacto con redes, John. Redes de personas desaparecidas. He estado publicando en Twitter y Facebook, además de actualizar la página web de Lothian y Borders.

—¿Preguntando por algún avistamiento?

Esson asintió.

—Cerciorándome de que su foto está lo más diseminada posible. Una pregunta puede recorrer todo el planeta en cuestión de segundos.

—¿Esas redes pueden tener detalles de casos históricos? —preguntó.

Esson miró de nuevo hacia las cajas.

—Es muy posible. ¿Quieres que lo compruebe?

—¿Podrías hacerlo?

—Dame sus nombres y fechas de nacimiento, y alguna foto si las tienes... —Hizo una pausa—. Creía que tu teoría era que estaban todas muertas.

—Por el momento es solo eso, una teoría. Pero merece la pena cuestionarla, ¿no te parece?

—Por supuesto.

—¿Nombres, fechas de nacimiento y fotos?

Esson asintió.

—Y cualquier otra cosa que sea relevante: marcas distintivas..., dónde las vieron por última vez...

—Entendido —respondió Rebus—. Y gracias.

Esson lo aceptó con un sonrojo incipiente y se retiró a su mesa. Rebus encontró un cuaderno y empezó a anotar algunos detalles relevantes acerca de Sally Hazlitt y las demás. Veinte minutos después le llevó la información y una selección de fotos a la agente, que parecía divertirse.

—¿Has oído hablar alguna vez del e-mail?

—¿Algún problema con mi caligrafía?

Esson sonrió y meneó la cabeza. Luego leyó en voz alta una línea de las notas de Rebus sobre Zoe Beddows.

—«¿Le gustaban los hombres?».

—Estoy seguro de que encontrarás la manera de reformularlo.

—Eso espero, desde luego. —Estudió las fotografías—. Las escanearé lo mejor que pueda. ¿No hay nada con una resolución más alta?

—Me temo que no.

—Lástima.

—Veo que has conocido a Christine —comentó Siobhan Clarke mientras se acercaba a la mesa. Llevaba un bolso colgado del hombro y un ordenador portátil bajo el otro brazo—. No te dejes retar a uno de sus juegos de tiroteos. Es letal.

Esson empezaba a sonrojarse de nuevo cuando Rebus acompañó a Clarke a su pequeña parcela.

—¿Qué tal por Pitlochry? —preguntó.

—Bien —respondió Clarke.

—¿Y la comisaría?

—Servicial. —Clarke miró en dirección a Esson—. Lo bueno de jugar por Internet —añadió— es que conoces a gente.

—Annette McKie jugaba online —comentó Rebus.

—Y Christine ha estado en contacto con docenas de personas con las que jugó. Si alguna de ellas recibe noticias de su amiga Zelda, Christine lo sabrá... —Clarke se interrumpió y miró las cajas—. Bien hecho, por cierto. Aunque, ahora que están aquí...

Observó la oficina en busca de una mesa libre.

—¿Podemos utilizar otra sala? —comentó Rebus.

—Lo preguntaré.

Clarke se quitó el abrigo y se sentó pesadamente, antes de percatarse de que la chaqueta de Rebus estaba encima de la silla.

—Déjame cogerla —dijo Rebus.

—No pasa nada. —Estaba poniendo en marcha el portátil—. Tengo aquí las entrevistas, solo en audio.

—¿Había alguien allí de la policía de Tayside?

—Un inspector que vino desde Perth. No hicimos buenas migas, precisamente.

—Pero ¿hablaste con todo el mundo con quien debíamos hablar?

Clarke asintió y se frotó los ojos en un gesto obvio de fatiga.

—¿Quieres que te traiga un café? —propuso Rebus.

Clarke lo miró.

—Así que es cierto lo que dicen: hay una primera vez para todo.

—Y, por primera vez, lo vas a comprobar conmigo.

—Lo siento. —Clarke se permitió un bostezo—. Los dos polacos trabajan en el turno de noche. Stefan Skiladz se encargó de la traducción. Cuando eran más jóvenes, ambos estuvieron implicados en algunos delitos menores en su país. Asuntos de bandas, peleas y robos. Juran que desde que han llegado aquí no se han metido en jaleos. Introduciré sus nombres en el sistema para asegurarme. Ya he realizado una comprobación sobre Skiladz, y nos contó la verdad: ni un solo indicio de que haya vuelto a las andadas desde que salió de la cárcel.

—¿Por qué tengo la sensación de que te dejas lo más interesante para el final?

Clarke lo miró.

—Puede que me tome ese café —dijo.

Rebus accedió. A su vuelta, vio que Clarke estaba ocupada con su ordenador de sobremesa y aceptó la taza asintiendo a modo de agradecimiento.

—Thomas Robertson trabaja en el turno de día. No le gustan las noches; prefiere pasarlas en los abrevaderos de Pitlochry. Le gusta especialmente una camarera, aunque no mencionó si el sentimiento era mutuo. Me dijo que solo estuvo en apuros una vez, cuando se resistió a que lo detuvieran tras una pelea con una novia suya frente a un club de Aberdeen.

—¿Y?

—Que no decía toda la verdad.

Clarke dio un golpecito con una uña a la pantalla de ordenador y la giró un poco para que Rebus pudiera ver mejor. A Robertson lo habían acusado de intento de violación; la víctima era una mujer a la que había conocido aquella noche, y la agresión se produjo en un callejón situado detrás de la discoteca. Había cumplido dos años en HMP Peterhead, y llevaba fuera de la cárcel menos de doce meses. Rebus realizó un rápido cálculo mental. Zoe Beddows había desaparecido en junio de 2008, solo dos meses antes de que detuvieran a Robertson.

—¿Qué opinas? —preguntó Clarke.

—¿Qué dijo sobre Annette McKie?

—Niega haberla visto. Asegura que aquella tarde estuvieron trabajando a destajo. Duda de que hubiese visto pasar siquiera a una supermodelo.

Rebus escrutó la foto de la ficha policial de Robertson: tenía el pelo negro y corto y una abundante barba incipiente, y fruncía el ceño. Los ojos eran marrón oscuro, y sus facciones marcadas.

—Creo que debemos hablar otra vez con él de manera más formal —comentó Clarke—. Y tal vez realizar una búsqueda por la zona en obras. Es una mezcla de bosques y campos y un tramo de río.

—Será como buscar una aguja en un pajar —observó Rebus, quien se dio cuenta de que Christine Esson estaba justo detrás de él con unas hojas de papel en la mano y las cogió.

—Son dos ensayos —explicó ella—. Ambos tratan sobre el lugar donde los asesinos deciden dejar a sus víctimas. Una lectura ligera para ti.

—¿Podrías exponerme lo esencial?

—No los he leído, solo los he impreso. Hay muchos más ahí fuera si te interesa.

Rebus estaba a punto de decir que en realidad no le interesaban, pero se percató de la mirada que estaba lanzándole Clarke.

—Será de gran utilidad —dijo finalmente.

—Gracias, Christine —añadió Clarke mientras Esson volvía a su mesa. Luego, a Rebus—: Ella es así.

—Aquí hay unas treinta páginas, la mitad de ellas ecuaciones.

Clarke cogió los dos documentos.

—Conozco a uno de los autores. Es muy reputado. Me pregunto si James se ha planteado traer un criminólogo...

—Y quizá un tablero de ouija también.

—Los tiempos han cambiado, John.

—A mejor, estoy seguro.

Clarke hizo ademán de devolverle los ensayos, y Rebus arrugó la nariz.

—Échales un vistazo tú primero —dijo—. Ya sabes lo mucho que valoro tu opinión.

—Christine te los ha dado a ti.

Rebus miró en dirección a la mesa de Esson, quien estaba observando. Él le dedicó una sonrisa y asintió mientras depositaba las hojas impresas sobre una de las cajas.

—¿Quieres acompañarme a darle la noticia a James? —preguntó Clarke.

—La verdad es que no.

—Supongo que debería haberte preguntado qué has estado haciendo.

—¿Yo? Poca cosa. —Rebus hizo una pausa—. Aparte de mencionarte en una conversación con Asuntos Internos. Probablemente debería pedirte disculpas por eso...

Clarke lo miró.

—Cuéntame —dijo.

Sobre su tumba

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