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—Como en los viejos tiempos, ¿eh? —comentó Rebus—. Y al fin veré algo de Escocia.

Iban en el coche de Clarke, un Audi que olía a nuevo. El viaje había sido idea de Rebus. Quería explorar el lugar donde se había visto a Annette McKie por última vez, y buscar posibles correspondencias con la foto. Habían salido de Edimburgo en dirección al norte, y llegaron a Fife cruzando el puente de Forth Road, después de sortear lo que parecían varios kilómetros de obras con un límite de velocidad de sesenta kilómetros por hora. Luego bordearon Kinross de camino a Perth, donde conectaron con la A9. No había doble carril y, al parecer, estaban en la hora punta de media tarde. Rebus sacó un CD del bolsillo y lo cambió por el disco de Kate Bush que había puesto Clarke.

—¿Quién te ha dicho que puedes hacer eso? —protestó.

Rebus la hizo callar y subió el volumen de la tercera canción.

—Tú escucha —dijo. Y después, transcurridos unos minutos—: ¿De qué está hablando?

—¿A qué te refieres?

—En el estribillo.

—Algo de encontrarse bajo la lluvia de otro hombre.

—¿Estás segura?

—¿He oído mal?

Rebus meneó la cabeza.

—No, es que pensaba que... Bah, da igual.

Hizo ademán de quitar el CD, pero Clarke le pidió que lo dejara. Puso el intermitente e inició un adelantamiento. El Audi pesaba bastante, pero aun así lo consiguió. Un vehículo que circulaba en dirección opuesta encendió una y otra vez las luces a modo de protesta.

—¿Intentas demostrar algo? —preguntó Rebus.

—Solo quiero llegar a Pitlochry más o menos a la misma hora que lo hizo ella. ¿No se trata precisamente de eso? —Clarke se volvió hacia él—. ¿Y no se supone que tú deberías estar buscando el lugar donde pudieron haber hecho la foto?

—No es por aquí —farfulló Rebus.

De todos modos, empezó a escrutar los campos. Pasaron junto a un cartel indicador de Birnam y una exposición de Beatrix Potter. Clarke adelantó a otro camión y después tuvo que pisar a fondo el freno al ver un radar, lo cual obligó al camión a aminorar. El conductor hizo sonar la bocina y le dio luces airadamente. El CD de Jackie Leven había terminado, y Rebus le preguntó si quería que pusiera de nuevo a Kate Bush, pero ella le indicó que no con la cabeza.

—¿Adónde demonios van todos? —preguntó Rebus mientras contemplaba el tráfico que tenían por delante—. No es precisamente temporada alta.

—La verdad es que no —coincidió Clarke, y añadió con indiferencia—: ¿Qué tal está Cafferty, por cierto?

Rebus la miró.

—¿Qué te hace pensar que lo sé?

Ella pareció tomarse unos instantes para decantarse por una respuesta.

—Hablé con alguien de Asuntos Internos.

—¿Con Fox? —aventuró Rebus—. Lo he visto arrastrándose por jefatura.

—Corren rumores sobre Cafferty y tú, John, y vuestras sesiones de copas.

Rebus digirió sus palabras.

—¿Fox va a por mí? Será mejor que no te juntes con esos patanes, Siobhan. Podría ser contagioso.

—No son patanes, y lo sabes de sobra. Y para responder a tu pregunta: no eres un agente en activo, así que de momento dudo que Fox pudiera tocarte, aunque quisiera. —Hizo una pausa, mirando fijamente la carretera—. Por otro lado, tu relación con Cafferty viene de lejos.

—¿Y?

—¿Asuntos Internos podría averiguar algo en caso de que indagara?

—Ya sabes lo que opino de Cafferty —dijo Rebus con frialdad.

—Lo cual no significa que no hayáis intercambiado favores en algún momento.

Rebus bebió de una botella de agua de plástico que habían comprado cuando se detuvieron a repostar en Kinross.

—Fox quiere delatarme, ¿es eso?

—Solo me preguntó si te veía mucho de un tiempo a esta parte.

—¿Y deja caer el nombre de Cafferty como quien no quiere la cosa? —Rebus meneó la cabeza lentamente—. ¿Qué le respondiste?

—Pero tenía razón, ¿no es así? ¿Acaso no te ves con Cafferty?

—El tipo cree que está en deuda conmigo por lo que hice en el hospital.

—¿Tienes copas gratis de por vida?

—Las pago a mi manera.

Clarke adelantó a una furgoneta de reparto de Tesco. Había tres camiones articulados al principio de la cola, y aminoraban la marcha de manera inexorable cuando la carretera llegaba a una pendiente. Una señal que acababan de dejar atrás indicaba que los vehículos pesados debían apartarse para permitir los adelantamientos, pero no lo estaban haciendo.

—Más adelante hay dos carriles —comentó Clarke.

—De todos modos, ya casi estamos en Pitlochry —repuso Rebus. Y luego, bajando un poco el tono de voz—: Y gracias por el aviso.

Clarke asintió, mirando hacia delante y agarrando con firmeza el volante.

—Cerciórate de que Fox no tenga munición que utilizar, ¿de acuerdo?

—A juzgar por su mirada, diría que tiene un amplio historial de disparos errados. ¿Podemos tomarnos otro descanso para fumar?

—Tú mismo lo has dicho: ya casi hemos llegado.

—Si, pero no está permitido fumar en las gasolineras.

Ese fue el motivo por el que Rebus se dirigió al aparcamiento de Kinross mientras Clarke llenaba el depósito y compraba bebida en la tienda.

—Cinco minutos más —le dijo—. Solo cinco minutos...

Diez minutos más tarde —Rebus no llevaba la cuenta— abandonaron la A9, tomaron la salida de Pitlochry y pasaron junto a la gasolinera en la que se había detenido el autobús de Annette McKie para que ella se apeara. Clarke atravesó la ciudad. Solo había una calle principal, con carteles que anunciaban el Festival de Teatro, la presa hidroeléctrica y las destilerías Edradour y Bell’s.

—Cuando era niña fui una vez a la presa —comentó Clarke—. Se suponía que a ver el salto del salmón.

—¿No había salmones? —dedujo Rebus.

—No.

—Por otro lado, es imposible no amar una ciudad con dos destilerías...

Solo tardaron un par de minutos en llegar al otro extremo de Pitlochry. Clarke dio media vuelta y retomaron el camino por el que habían llegado. Había una pequeña comisaría en la calle principal, pero no siempre contaba con personal. Por una cuestión de protocolo, Clarke había llamado a la División de Tayside en Perth antes de salir para alertar a un inspector local de su viaje, e insistió en que no era necesaria una fiesta de bienvenida.

—Es tan solo una misión de reconocimiento.

Puso el intermitente para entrar en la gasolinera. En cuanto el coche se detuvo, Rebus se desabrochó el cinturón de seguridad y se dirigió a la calzada, cigarrillo y encendedor en mano. Observó a Clarke entrar en la tienda. Había una mujer de mediana edad tras la caja registradora, y Clarke le mostró la placa, seguida de dos fotos, una de Annette McKie y una copia de la imagen que esta le había enviado a Thomas Redfern. Al otro lado de la gasolinera se encontraba la destilería Bell’s, y detrás unas enormes torretas de lo que a Rebus le pareció un hotel. Otro coche se había detenido a repostar. El hombre que se apeó del vehículo parecía un comercial: camisa blanca y corbata amarillo pálido. Llevaba la americana colgada de una percha dentro del coche, y se la puso de nuevo para protegerse del aire frío. Quitó la tapa del depósito, pero entonces miró a la calzada y vio a alguien fumando allí. Reordenando sus prioridades, se dirigió hacia Rebus, asintiendo en un gesto de afinidad antes de encenderse un cigarrillo.

—Esta noche helará —dijo.

—Mientras no nieve... —repuso Rebus.

—Creo que ayer noche cerraron el paso de Drumochter.

—¿Han puesto cadenas? —preguntó Rebus.

—Sí. El invierno pasado fue una pesadilla.

—¿Va a Inverness?

El hombre asintió.

—¿Y usted?

—Vuelvo a Edimburgo.

—La civilización, ¿eh?

—Eso parece bastante civilizado.

Rebus miró en dirección a la ciudad.

—No lo sé. Solo paro a repostar.

—¿Viaja mucho?

—Forma parte del trabajo, ¿no? Seiscientos o setecientos kilómetros a la semana, a veces más. —Señaló su vehículo. Detrás, Rebus alcanzaba a ver a la cajera meneando la cabeza en respuesta a otra de las preguntas de Clarke—. El coche ni siquiera tiene dos años y ya está en las últimas —añadió el comercial—. ¿Qué tal va el Audi?

—Parece que está bien. —Rebus se terminó el cigarrillo—. ¿Qué vende usted exactamente?

—¿De cuánto tiempo dispone?

—Digamos que de quince segundos.

—Entonces lo resumiré en dos palabras: «logística» y «soluciones».

—Me siento debidamente iluminado. —Rebus vio que Clarke volvía al Audi—. Gracias por todo.

—No hay de qué.

El hombre sacó el teléfono y comprobó sus mensajes mientras Rebus se dirigía a la gasolinera.

—¿Has averiguado algo? —preguntó al sentarse en el asiento del acompañante.

—Aquel día no trabajaba —respondió Clarke—. Interrogaron a todo el personal. Uno recordaba que Annette preguntó si podía utilizar el baño. Compró una botella de agua y se dirigió de nuevo a la ciudad.

—Qué amables los del autobús por no esperarla.

—En realidad, el conductor está muy apenado, pero obedecía las normas de la empresa.

Rebus miró a través del parabrisas en busca de algún circuito cerrado de televisión.

—La grabaron las cámaras —corroboró Clarke—. Estaba hablando por teléfono.

—¿Es posible que tuviera una cita?

—No tenía familiares ni amigos en Pitlochry. —Clarke pensó por un instante—. Hay otra cámara en la calle principal, pero no la grabó, y ninguno de los dependientes recuerda haberla visto.

—Puede que encontrara a alguien que la llevase...

—Puede.

—¿Es posible que echara a andar campo a través?

—Era una chica de ciudad, John. ¿Por qué iba a hacer eso?

Rebus solo acertó a responder con un encogimiento de hombros. Clarke consultó su reloj.

—Han pasado treinta minutos de la hora de su desaparición. Pudo haber cruzado la ciudad sin que nadie se percatara, y tal vez no hizo autoestop hasta llegar al otro extremo.

Clarke encendió el motor y puso primera. Cuando salían de la gasolinera, el comercial despidió a Rebus con la mano.

—Vende soluciones —explicó.

—Entonces debería estar aquí con nosotros.

Una vez que hubieron cruzado de nuevo Pitlochry, no había muchas más alternativas que reincorporarse a la A9. Tenían la opción de dirigirse al sur, hacia Perth, o al norte, hacia Inverness. Clarke dudó.

—Avancemos unos kilómetros más —propuso Rebus—. El escenario está cambiando. Puede que se parezca más al de la foto.

—No iremos hasta Aviemore, te aviso.

—Mis días de esquiador ya han pasado.

—¿No crees que impresionaría a Nina Hazlitt?

—¿El que yo esquiara?

—Decirle que visitaste Aviemore como parte de tu misión.

—Todo a su debido tiempo.

—Después de doce años, ¿crees en serio que podremos encontrar algo allí?

—No —reconoció Rebus mientras ponía de nuevo el CD de Kate Bush. Parecía cantar sobre su amor por un muñeco de nieve.

Sobre su tumba

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