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Eran las diez y media cuando volvió al piso. Llenó la tetera y se preparó una taza, regresó al salón y encendió solo una lámpara y el equipo de audio. Van Morrison: Astral Weeks. Su vecino de abajo era anciano y sordo. Arriba vivía un grupo de estudiantes que nunca hacía mucho ruido, excepto por alguna que otra fiesta. Al otro lado de la pared del salón... Bueno, no tenía ni la menor idea de quién vivía allí. Nunca había necesitado averiguarlo. La zona de Edimburgo donde residía, Marchmont, tenía una población cambiante. Muchos pisos eran de alquiler, en su mayoría por cortas temporadas. Cafferty había expuesto sus argumentos en el pub. «Todo el mundo solía buscar a todo el mundo... Supongamos que te mueres en ese piso tuyo. ¿Cuánto tiempo tardaría alguien en llamar?».

Rebus dijo que en los viejos tiempos no era mejor. Había estado en muchos pisos y casas, con su habitante muerto en la cama o en su silla favorita. Moscas y hedor y facturas amontonadas detrás de la puerta. Puede que alguien hubiese llamado a la puerta, pero no habían hecho mucho más.

«Antes, todo el mundo buscaba a todo el mundo...».

—Apuesto a que también utilizabas centinelas, ¿no es así, Cafferty? —murmuró Rebus para sus adentros—. Cuando enterrabas los cadáveres...

Miraba el mapa mientras sorbía el té. Raras veces había circulado por la A9. Era una carretera frustrante, y solo parte de ella tenía dos carriles. Había muchos turistas, muchos de ellos con caravanas, y gran cantidad de curvas y cambios de rasante que dificultaban los adelantamientos. Los camiones y las furgonetas de reparto tenían problemas para ascender las cuestas. Inverness se encontraba solo ciento cincuenta kilómetros al norte de Perth, pero podía llevar dos horas y media, tal vez tres, recorrer esa distancia. Y cuando llegabas allí, para rematar, estabas en Inverness. Un DJ radiofónico al que escuchaba Rebus lo llamaba «El Fango de los Delfines». Sin duda había unos cuantos delfines robustos en el estuario de Moray, y Rebus no dudaba de que también figurara ese fango.

Aviemore... Strathpeffer... Auchterarder... y ahora Pitlochry. Había acabado contándole a Cafferty parte de la historia, no sin añadir la advertencia de que existían posibilidades fundadas de que fuera una coincidencia. Cafferty había hecho un mohín reflexivo mientras volteaba el whisky en el vaso. El pub estaba tranquilo; era curioso cómo la gente solía apurar la copa y marcharse siempre que Cafferty entraba en un establecimiento. El camarero no solo había retirado los vasos vacíos de la mesa que habían elegido, sino que también le había pasado un trapo.

Y las primeras rondas corrieron por cuenta de la casa.

—Dudo que pueda ayudar mucho —concedió Cafferty.

—No he dicho que estuviese pidiendo ayuda.

—De todos modos... Si quienes han desaparecido fuesen villanos, personas que bien podrían haberse enemistado con quien no debían...

—Que yo sepa eran mujeres corrientes; civiles, podríamos llamarlas.

Cafferty había empezado a describir los castigos que a su parecer merecía, en caso de que saliera a la luz un único culpable, y había terminado preguntándole a Rebus qué opinaba de que la gente recibiera menos de lo que merecía: menos condenas de cárcel, y castigos más livianos.

—No es asunto mío.

—Da igual... Piensa en las veces que me viste salir airoso de los tribunales o ni siquiera llegar hasta allí.

—Me sacaba de quicio —reconoció Rebus.

—¿De quicio?

—Me cabreaba. Me cabreaba de la hostia. Y me convencía un poco más de que la próxima vez no ocurriría.

—Y, sin embargo, aquí estamos, disfrutando de una copa.

Cafferty hizo un brindis con el vaso de Rebus.

Este no dijo lo que pensaba: «Dame la más mínima oportunidad y te meteré entre rejas». En lugar de eso, se terminó el whisky y se levantó a pedir otro.

La primera cara de Astral Weeks había terminado y se le enfrió el té que quedaba. Se sentó, sacó el teléfono y la tarjeta que le había dado Nina Hazlitt y marcó el número.

—¿Dígame?

Era una voz de hombre. Rebus titubeó.

—¿Dígame?

En esta ocasión, la voz sonó un poco más fuerte.

—Lo siento —dijo Rebus—. ¿Estoy llamando al número correcto? Busco a Nina Hazlitt.

—Espere un momento, está aquí.

Rebus escuchó mientras le pasaban el teléfono. Alcanzaba a oír un televisor de fondo.

—¿Hola?

Esta vez era la voz de Hazlitt.

—Siento llamar tan tarde —se excusó—. Soy John Rebus, de Edimburgo.

Oyó que la mujer inspiraba.

—¿Ha sabido...? ¿Hay noticias?

—No, nada de eso. —Rebus había sacado la púa del bolsillo y estaba jugando con ella con la mano que le quedaba libre—. Solo quería que supiera que no me he olvidado de usted. Me he llevado los expedientes y estoy echándoles un vistazo.

—¿Por su cuenta?

—De momento sí. —Hizo una pausa—. Siento interrumpir su velada...

—El que ha cogido el teléfono es mi hermano. Vive conmigo.

—De acuerdo —repuso Rebus, sin saber qué añadir.

El silencio se prolongó.

—Entonces ¿han reabierto el caso de Sally?

La voz de Nina Hazlitt era una mezcla de esperanza y temor.

—Oficialmente, no —recalcó Rebus—. Depende de lo que averigüe.

—¿Hay algo por el momento?

—Acabo de empezar.

—Le agradezco que se haya tomado la molestia.

Rebus se preguntaba si la conversación habría resultado tan forzada sin la presencia de su hermano. Se preguntaba asimismo por qué demonios la había llamado de súbito, a altas horas de la noche, cuando la única razón para hacerlo habría sido que tuviese noticias de algún tipo, algo que no pudiese esperar hasta la mañana siguiente. Estaba infundiéndole esperanzas momentáneas.

Falsas esperanzas.

—Bueno —dijo Rebus—, la dejaré que siga con sus cosas.

—Gracias de nuevo. Llame cuando quiera, por favor.

—Quizá no tan tarde, ¿no?

—Cuando quiera —repitió—. Es agradable saber que está sucediendo algo.

Rebus colgó el teléfono y contempló los documentos que tenía ante sí.

—No está sucediendo nada —murmuró para sus adentros.

Luego se guardó la púa en el bolsillo y se levantó para servirse la última copa de la noche.

Sobre su tumba

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