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Al final, Rebus permitió que lo invitara a dos copas. Después, la acompañó hasta el coche y rechazó la oferta de llevarlo a casa.

—No te viene de paso —explicó.

—Así que cogerás un taxi o seguirás bebiendo.

—Exhibiendo musculatura detectivesca, ¿eh?

—Hoy ha ido bastante bien, pero si empiezas a aparecer por Gayfield Square con aliento a la cerveza de la noche anterior...

—Entendido.

Rebus le hizo un saludo burlón y la observó hasta que el Audi hubo desaparecido. La ciudad estaba en calma, y muchos taxis pugnaban por una clientela en buena medida inexistente. Levantó una mano y esperó. Veinte minutos después estaba pagando al conductor, dándole una libra de propina y saliendo a la calzada frente a un pub llamado The Gimlet. Estaba situado junto a una transitada rotonda de Calder Road, una de las principales rutas de acceso a la ciudad por el oeste. La zona era comercial y residencial a partes iguales: había concesionarios de coches y naves industriales de poca altura, pero también casas adosadas de dos plantas con las habituales antenas parabólicas apuntando al cielo.

The Gimlet había sido fundado en los años sesenta. Era una especie de cubo de escasa altura, sin edificios a su alrededor y con un tablón en el exterior que anunciaba noches de concursos y karaoke y desayunos completos baratos durante todo el día. Rebus llevaba años sin ir por allí. Se preguntaba si todavía era un bazar glorificado para rateros y desvalijadores.

—Solo hay una manera de averiguarlo —se dijo a sí mismo.

La música atronaba desde los altavoces, y en el televisor había una rubia elegante que retransmitía las noticias deportivas. Media docena de bebedores taciturnos examinaron a Rebus cuando se dirigía a los surtidores. Estudió las cervezas disponibles y luego la nevera, con la parte frontal de vidrio.

—Una botella de IPA —decidió.

La camarera era joven, y llevaba los brazos tatuados y varios piercings faciales. Rebus pensó que había sido ella quien había elegido la banda sonora, les gustara a los clientes o no. Mientras le servía la bebida, Rebus preguntó si iría Frank.

—¿Qué Frank?

—Hammell. Este lugar todavía es suyo, ¿no?

—No tengo ni idea.

La camarera lanzó la botella vacía en un cubo con más fuerza de la que era estrictamente necesaria. Rebus le entregó un billete de veinte libras, que ella pasó por un escáner ultravioleta antes de abrir la caja.

—¿Y Darryl? —aventuró Rebus.

—¿Eres periodista?

La joven dejó el cambio sobre la barra en lugar de dárselo en mano. Había varias monedas, y tres de los billetes de cinco libras más pegajosos que Rebus había visto en mucho tiempo.

—Inténtalo de nuevo —dijo.

—Es policía —exclamó uno de los parroquianos.

Rebus se volvió hacia él. Rondaba los sesenta años, y en la mano sostenía un vaso de ron oscuro. Delante tenía tres vasos vacíos.

—¿Lo conozco? —preguntó Rebus.

El hombre negó con la cabeza.

—Pero he acertado.

Rebus bebió un trago de cerveza. Estaba demasiado fría y le faltaba un poco de gas. A su izquierda se abrió una puerta. Un cartel indicaba que conducía a la terraza y los servicios. Un hombre entró tosiendo mientras se guardaba en el bolsillo un paquete de tabaco. Medía más de metro ochenta, llevaba la cabeza afeitada e iba enfundado en un abrigo tres cuartos negro con pantalones oscuros y un polo.

Era lógico pensar que alguien regentaba el The Gimlet. La llegada de Rebus había coincidido con un descanso, nada más. El hombre le lanzó una mirada severa al percatarse de que era un forastero y del ambiente que reinaba en la sala.

—¿Algún problema? —preguntó.

—Es poli —respondió la camarera.

El portero se detuvo más o menos a un metro de Rebus y lo estudió de arriba abajo.

—Demasiado mayor —observó.

—Gracias por el voto de confianza. Quería hablar con Frank o Darryl.

—¿Tiene que ver con Annette? —preguntó uno de los clientes.

El portero lo hizo callar con una mirada antes de desviar su atención a Rebus.

—Hay canales oficiales —dijo—, y usted no está siguiéndolos.

—No sabía que estuviese hablando con un miembro del equipo legal de Frank.

Rebus bebió otro trago de cerveza, depositó el vaso sobre la barra y se llevó la mano al bolsillo para sacar el tabaco. Sin mediar palabra, se dirigió hacia la puerta y dejó que se cerrara de golpe. Tal como había intuido, la terraza era un rectángulo de cemento agrietado del que sobresalían malas hierbas. No había ni mesas ni sillas, tan solo barriles de aluminio y cajas de cerveza. El recinto cercado estaba culminado por abundante alambre de espino, en el cual se habían clavado fragmentos de polietileno extraviado. Rebus se encendió el cigarrillo y empezó a caminar en círculos. A lo lejos se atisbaba un edificio alto, y en uno de los balcones había una pareja discutiendo a voces. El tráfico de la rotonda no prestaría atención. Era solo otra escenita en un mundo plagado de ellas. Rebus se preguntaba si la puerta que quedaba a su espalda se abriría. Puede que alguien quisiera hablar tranquilamente o entablar un combate de boxeo. Consultó el reloj y el teléfono, solo por pasar el rato. Cuando hubo apurado el pitillo, lo dejó caer sobre el cemento, donde se unió a docenas de colillas. Luego abrió la puerta y volvió a entrar.

No había rastro del golem. Supuestamente había vuelto a su puesto. La camarera estaba comiendo una bolsa de patatas chips. Rebus vio que su cerveza ya no estaba donde la había dejado.

—Creía que habías terminado —se complació en explicar.

—¿Puedo invitarte a una? —preguntó Rebus.

Ella no logró ocultar su sorpresa, pero a la postre negó con la cabeza.

—Es una lástima —dijo Rebus, y señaló los piercings—. Quería saber si se te hacen goteras cuando bebes.

En la entrada, el portero estaba ocupado hablando por teléfono.

—Está aquí —dijo al ver a Rebus, y le pasó el teléfono.

—¿Sí?

—Donny no está convencido de que sea usted poli.

—Oficialmente no lo soy. Pero me han agregado al equipo que investiga la desaparición de Annette.

—¿Puede demostrarlo de alguna manera?

—Hable con la inspectora Clarke o con el inspector jefe Page. ¿Con quién hablo, por cierto?

—Con Darryl Christie.

Rebus lo recordaba de la rueda de prensa: pelo de punta y cara blancucha.

—Siento lo de tu hermana, Darryl.

—Gracias. ¿Cómo se llama?

—Rebus. Pertenecía al DIC, pero ahora trabajo en Casos Pendientes.

—¿Y para qué lo necesitan Page y los suyos?

—Eso es algo que tendrás que preguntarles a ellos. —Rebus hizo una pausa—. No parece gustarte la idea...

—Me gustaría si Page se pasara tanto tiempo bregando como con sus tratamientos cutáneos.

—Probablemente lo más inteligente será que no haga ningún comentario al respecto.

Darryl Christie resopló. No parecía un muchacho de dieciocho años. O, mejor dicho, parecía un muchacho de dieciocho años que había crecido muy rápido y había ganado mucha confianza en sí mismo.

—¿Comparte Frank Hammell tus inquietudes sobre la investigación? —preguntó Rebus.

—¿Y a usted qué le importa?

—Tengo entendido que es un hombre que siempre encuentra la manera de llegar al fondo de las cosas.

—¿Y?

—Y creo que debería informar de cualquier cosa que averigüe. De lo contrario, podría obstaculizar un posible juicio. —Rebus hizo una nueva pausa—. Por supuesto, es probable que el señor Hammell opine que no será necesario un juicio propiamente dicho cuando él puede ejercer de juez y jurado.

Rebus esperó a que Darryl Christie dijera algo. Le dio la espalda a Donny, el portero, y echó a andar con el teléfono prestado hacia la rotonda, donde los coches entraban y salían de la ciudad. A la postre, habló en medio del silencio.

—Frank Hammell tiene enemigos, Darryl. Lo sabes tan bien como yo. ¿Eso es lo que piensa, que uno de ellos le puso las manos encima a Annette? —Hubo más silencio—. Mira, creo que se equivoca, y no quiero que tú y tu madre le sigáis.

—Si sabe algo, suéltelo.

—Quizá debería hablar primero con él...

—No lo va a hacer.

—¿Quieres que te dé mi número, por si acaso? —Se oyó otra pausa en la línea, y Darryl Christie le indicó a Rebus que se lo facilitara. Este recitó su móvil y deletreó su nombre—. Puede que Frank haya oído hablar de mí.

Christie se tomó unos instantes para formular su siguiente pregunta. Rebus contempló el desfile de focos mientras aguardaba.

—¿Van a encontrar a mi hermana?

—Haremos cuanto esté en nuestra mano, es lo único que puedo prometerte.

—No se lo recriminen a ella.

—¿Recriminarle qué?

—Que Frank Hammell sale con nuestra madre.

—Esto no funciona así, Darryl.

—Pues demuéstrenlo. Pónganse manos a la obra.

El joven colgó el teléfono. Rebus encendió otro cigarrillo y reprodujo mentalmente la conversación. El muchacho era valiente, pero también tenía cerebro, y le preocupaba mucho su hermana. Rebus pulsó varios botones hasta que en la pantalla apareció el número de la última llamada. Sacó su teléfono e introdujo los detalles en la lista de contactos bajo el nombre de Darryl. Cuando consumió el cigarrillo, volvió hacia el The Gimlet y le devolvió el aparato a Donny, el portero.

—Ha tardado mucho.

Rebus meneó la cabeza.

—Hace un buen rato que he terminado de hablar con tu jefe. Luego he llamado a un chat de esos. Que disfrutes de tu próxima factura...

Sobre su tumba

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