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La primera remesa de archivos tardó casi una semana en llegar. Rebus se había pasado todo el día intentando localizar a las personas adecuadas en los departamentos correspondientes de las comisarías Central y del Norte de Escocia. La primera tenía bajo su jurisdicción el centro de jardinería situado cerca de Auchterarder, aunque a Rebus le dijeron al principio que hablara con la policía de Tayside. La Comisaría del Norte cubría Aviemore y Strathpeffer, pero pertenecían a divisiones diferentes, lo cual significaba que debía llamar a Inverness y Dingwall.

Se suponía que todo debía ser más sencillo. Había planes para fusionar las ocho regiones en un único cuerpo, pero ello no había sido de utilidad para Rebus, quien tenía la sensación de que el auricular del teléfono empezaba a generar calor por el contacto con su cuerpo.

Bliss y Robison le preguntaron qué se traía entre manos y los invitó a tomar algo en la cafetería para explicárselo.

—¿Y no vamos a decírselo al jefe? —preguntó Robison.

—No, a menos que no nos quede más remedio —repuso Rebus.

Al fin y al cabo, todas las carpetas se parecían mucho. La primera en llegar había sido enviada desde Inverness. Olía un poco a humedad y se apreciaba un tenue brillo en la portada. Era el expediente sobre Brigid Young. Rebus pasó media hora leyéndolo y no tardó en llegar a la conclusión de que había mucho relleno. A falta de indicios, la policía local había entrevistado a todo el mundo que tenía a su alcance, y no añadió sino páginas de transcripciones dispersas. Las fotos de la escena apenas arrojaban algo de luz. Young conducía un Porsche blanco con tapicería de color crema. No se había encontrado su bolso, ni tampoco el juego de llaves. El maletín estaba en el asiento del acompañante. No se halló ninguna agenda, pero había una en su puesto de trabajo en Inverness. Había asistido a una reunión de Culbokie e iba de camino a otra en un hotel sito en la costa de Loch Garve. No había utilizado el teléfono para notificarle a nadie el pinchazo del neumático ni para comunicarle a su cliente en el hotel que llegaba con retraso por la sencilla razón de que se lo había dejado en la reunión anterior. La carpeta incluía algunas fotografías familiares y recortes de prensa. Rebus la habría definido como atractiva, más que hermosa: tenía una mandíbula fuerte y marcada, y miraba a la cámara con sensatez, como si la fotografía fuese otra tarea que tachar de su lista. Había una nota en la que se informaba de que el maletín y todo lo que contenía el coche, además del propio Porsche, habían sido devueltos a la familia. No estaba casada: vivía sola en una casa junto al río Ness. La madre residía en la zona, en la misma casa que la hermana de Brigid. Se había añadido información de manera esporádica al expediente desde 2002. Se solicitaron datos coincidiendo con el primer aniversario de la desaparición, y un noticiario local emitió una reconstrucción de los hechos, pero ninguna de las dos cosas arrojó más pistas. La actualización más reciente consistía en el rumor de que la empresa de Brigid Young tenía problemas, lo cual llevó a la teoría de que podría haberse dado a la fuga.

Cuando terminó la jornada laboral, Rebus decidió llevarse a casa la carpeta en lugar de dejarla donde Cowan pudiera encontrarla. En su piso, vació el contenido sobre la mesa del comedor. Al poco se dio cuenta de que lo lógico era no llevarla a Fettes; encontró unas chinchetas en un armario y empezó a colgar las fotos y los recortes de periódico en la pared situada junto a la mesa.

Al término de aquella semana, a la fotografía de Brigid Youngs se les unieron las de Zoe Beddows y Sally Hazlitt, y la documentación no solo ocupaba la mesa, sino también parte del suelo y del sofá. Podía ver a Nina Hazlitt en el rostro de su hija: la misma estructura ósea, los mismos ojos. Su expediente incluía fotos de la búsqueda que había tenido lugar días después de su desaparición: docenas de voluntarios recorriendo las laderas con la ayuda de un helicóptero de rescate alpino. Había comprado un mapa plegable de Escocia y también lo había colgado en la pared, subrayando con un grueso rotulador rojo la ruta de la A9 entre Stirling y Auchterarder, entre Auchterarder y Perty y, de allí, hasta Pitlochry, Inverness y llegando hasta la costa norte, en Scrabster, justo a las afueras de Thurso, donde no había nada, excepto el ferry que conducía a las islas Orcadas.

Rebus estaba sentado en su piso, fumando y pensando, cuando oyó a alguien que llamaba a la puerta. Se frotó las cejas, tratando de borrar un dolor de cabeza que se concentraba entre ellas, se dirigió al recibidor y abrió.

—¿Cuándo piensan arreglar ese ascensor?

Ante sí tenía a un hombre más o menos de su misma edad, de complexión fuerte, con la cabeza afeitada y respiración pesada. Rebus miró los dos tramos de escalera que acababa de subir.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —preguntó.

—¿Has olvidado qué día es? Empezabas a preocuparme.

Rebus consultó su reloj. Eran casi las ocho de la tarde. Tenían un trato: una copa cada quince días.

—He perdido la noción del tiempo —respondió, con la esperanza de que no sonara demasiado a disculpa.

—Te he estado llamando.

—Debo de tenerlo en silencio —explicó Rebus.

—Lo importante es que no estás muerto encima de la alfombra del salón.

Cafferty sonreía, aunque sus sonrisas entrañaban una amenaza más temible que los ceños fruncidos de la mayoría.

—Voy a por el abrigo —le dijo Rebus—. Espérame aquí.

Volvió sobre sus pasos hasta el salón y apagó el cigarrillo. El teléfono se encontraba bajo un montón de papeles; estaba silenciado, tal como sospechaba. Tenía una llamada perdida. El abrigo estaba encima del sofá y se dispuso a enfundárselo. Aquellas copas periódicas habían empezado poco después de que Cafferty recibiera el alta en el hospital. Le habían dicho que llegó a estar muerto y que Rebus lo había reanimado. No era toda la verdad, según dijo Rebus. De todos modos, Cafferty había insistido en tomar una copa a modo de agradecimiento y lo dispuso todo para repetirla quince días después, y una vez más al cabo de quince días.

En su día, Cafferty había sido director en Edimburgo, al menos de lo peor de la ciudad: drogas, prostitución y protección. Ahora ocupaba un lugar secundario, o ningún lugar en absoluto: Rebus no estaba seguro. Solo sabía lo que Cafferty decidía contarle, y nunca lograba creerse ni la mitad.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Cafferty desde la entrada del salón.

Señalaba lo que había expuesto en la pared, mientras escrutaba los archivos que había esparcidos sobre la mesa y el suelo.

—Te he dicho que esperaras fuera.

—Llevarse trabajo a casa nunca es buena señal.

Cafferty entró en el salón con las manos en los bolsillos. Rebus solo necesitaba las llaves y el encendedor... ¿Dónde demonios estaban?

—Fuera —le espetó.

Pero Cafferty estaba estudiando el mapa.

—La A9; buena carretera.

—¿Ah, sí?

—Yo la utilizaba en tiempos.

Rebus había localizado las llaves y el encendedor.

—Ya estamos —dijo.

Sin embargo, Cafferty no tenía prisa.

—Todavía escuchas los viejos discos, ¿eh? ¿Quieres que...?

Señaló la aguja, que había llegado al último surco de un álbum de Rory Gallagher. Rebus levantó la aguja y apagó el equipo de música.

—¿Contento? —preguntó.

—El taxi está abajo —respondió Cafferty—. ¿Son casos sin resolver?

—No es asunto tuyo.

—Que tú sepas —Cafferty le dedicó de nuevo aquella sonrisa suya a Rebus—. Todo mujeres, a juzgar por las fotos. Nunca ha sido mi estilo...

Rebus lo miró.

—¿Para qué utilizabas la A9 exactamente?

Cafferty se encogió de hombros.

—Para arrojar vertidos, por así decirlo.

—¿Te refieres a deshacerte de los cuerpos?

—¿Has cogido alguna vez la A9? Todo son páramos, bosques y explotaciones forestales que conducen al medio de la nada. —Cafferty hizo una pausa—. Es un bonito escenario, la verdad.

—Han desaparecido varias mujeres a lo largo de los años. ¿Sabes algo al respecto?

Cafferty negó con la cabeza lentamente.

—Pero si quieres, puedo preguntar.

Hubo silencio en la habitación por unos momentos.

—Pensaré en ello —dijo Rebus a la postre—. Si me hicieras un favor, ¿estaríamos en paz?

Cafferty intentó ponerle una mano a Rebus en el hombro, pero este se apartó.

—Vamos a tomar esa copa —dijo, y acompañó a su visitante hacia el recibidor.

Sobre su tumba

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