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Se había cerciorado de que no se hallaba demasiado cerca de la tumba abierta.

Entre el hueco y él mediaban prietas filas de dolientes. A los portadores del féretro no los habían llamado por sus nombres, sino por sus números. Eran seis, comenzando por el hijo del difunto. La lluvia no había empezado a caer todavía, pero había pedido cita. El cementerio era bastante nuevo y estaba situado al sudeste de la ciudad. Se había saltado el oficio eclesiástico, al igual que se saltaría también las bebidas y los bocadillos posteriores. Estaba estudiando las nucas de los allí presentes: hombros encogidos, sacudidas, estornudos y carrasperas. Había gente a la que conocía, pero probablemente no demasiada. Se hizo un hueco entre dos asistentes y atisbó el pie de la sepultura. A los lados habían extendido unas telas verdes, como si pretendieran enmascarar la realidad. La gente hablaba, pero no alcanzaba a oírlos a todos. No se mencionó el cáncer. Jimmy Wallace había sido «cruelmente arrebatado», y dejaba viuda, tres hijos y cinco nietos. Los niños debían de estar delante; la mayoría eran lo bastante mayores como para saber qué estaba ocurriendo. Su abuela había emitido un penetrante alarido y le estaban infundiendo ánimos.

Por Dios, necesitaba un cigarrillo.

¿Conocía bien a Jimmy Wallace? Llevaba cuatro o cinco años sin verlo, pero habían trabajado en la misma comisaría hacía una década o más. Wallace era un agente uniformado y no pertenecía al Departamento de Investigación Criminal, pero se podía hablar con él de todos modos: bromas, cotilleos y algún que otro dato útil. Se había jubilado hacía seis años, y fue más o menos entonces cuando llegó el diagnóstico, junto con la quimioterapia y la pérdida de cabello.

Pertrechado de su humor característico...

Puede, pero mejor ser un desgraciado y estar vivo. Notó el paquete de tabaco en el bolsillo y supo que retrocedería unos metros y que tal vez se escondería detrás de un árbol a fumar. Aquella idea le recordó a sus días de colegial, cuando unos almacenes de bicicletas impedían ver nada desde la ventana del director. De vez en cuando llegaba algún profesor pidiendo fuego, un cigarrillo o el maldito paquete entero.

Era una figura muy conocida en la comunidad local...

También lo era entre los delincuentes a quienes ayudó a meter entre rejas. Puede que algunos veteranos hubieran acudido a presentar sus respetos. Estaban bajando el ataúd a la tumba y la viuda lloraba otra vez, o tal vez fuera una de sus hijas. Un par de minutos después, todo había terminado. Sabía que había una excavadora oculta cerca de allí. Había hecho el agujero y la utilizarían para llenarlo de nuevo. Habían cubierto el montón de tierra con aquella tela verde. Todo era muy elegante. La mayoría de los dolientes se marcharon. Un hombre con la cara muy arrugada y la boca permanentemente inclinada se metió las manos en los bolsillos de su abrigo de lana negro y se acercó con un leve gesto de reconocimiento.

—John —dijo.

—Tommy —contestó Rebus, quien asintió también.

—Cualquier día de estos nos tocará a nosotros, ¿eh?

—Bueno, todavía no.

Ambos echaron a andar hacia las puertas del cementerio.

—¿Quieres que te lleve?

Rebus meneó la cabeza.

—Tengo el coche fuera.

—El tráfico es una pesadilla, como de costumbre.

Rebus le ofreció un cigarrillo, pero Tommy Beamish le dijo que lo había dejado hacía un par de años.

—El médico me advirtió que cortaba el crecimiento.

Rebus encendió el pitillo y dio una calada.

—¿Cuánto tiempo llevas fuera del negocio? —preguntó.

—Doce años y subiendo. Fui uno de los afortunados. Ha habido muchos como Jimmy. Les regalan el reloj de oro y poco después están en el hoyo.

—Bonita perspectiva.

—¿Por eso sigues trabajando? Me dijeron que estabas en Casos Pendientes.

Rebus asintió lentamente. Ya casi habían llegado a la salida. El primer vehículo pasó junto a ellos con los familiares a la zaga y la mirada fija en la carretera. No sabía qué más decirle a Beamish. No pertenecían ni al mismo rango ni al mismo departamento. Intentó recordar los nombres de algunos colegas a quienes pudieran haber conocido ambos.

—En fin... —Tal vez Beamish estuviese tan cohibido como él, de modo que le tendió la mano y Rebus se la estrechó—. Hasta la próxima.

—Mientras el del traje de pino no sea uno de nosotros...

Con un resoplido, Beamish se fue, y se levantó el cuello del abrigo para protegerse de la lluvia. Rebus apagó el cigarrillo en el tacón del zapato, aguardó unos instantes y se dirigió a su coche.

En efecto, el tráfico de Edimburgo era una pesadilla. Semáforos provisionales, carreteras cortadas y desvíos. Había largos atascos por todas partes, en su mayoría para dar cabida a la construcción de una única línea de tranvías que unirían el aeropuerto y el centro de la ciudad. Aprovechó que estaba detenido para comprobar si tenía algún mensaje, y no se sorprendió al ver que no había recibido ninguno. Ningún caso urgente requería su atención: trabajaba con gente que llevaba mucho tiempo muerta, con víctimas de asesinatos de quienes se había olvidado casi todo el mundo. En los libros de la Unidad de Evaluación de Delitos Graves había once investigaciones, que se remontaban a 1966. La más reciente era de 2002. Cuando había tumbas que visitar, Rebus las visitaba. Los familiares y amigos todavía depositaban flores en algunas de ellas. Había anotado en su libreta los nombres que aparecían en las tarjetas y los había incorporado al archivo. ¿Con qué finalidad? No lo sabía a ciencia cierta. Cuando encendió el reproductor de CD del coche emanó de los altavoces la voz de Jackie Leven, profunda y visceral. Hablaba de alguien que se hallaba junto a la tumba de otro hombre. Rebus entrecerró los ojos. Por un momento estaba de nuevo en el cementerio, y le satisfacía contemplar cabezas y hombros. Extendió la mano hacia el asiento del acompañante y consiguió sacar el libreto de la caja. La canción se titulaba «Another Man’s Rain». Sobre eso cantaba Jackie, sobre encontrarse bajo la lluvia de otro hombre.*

—Ha llegado el momento de pasar por el otorrino —murmuró Rebus para sus adentros.

Jackie Leven también estaba muerto. Era más o menos un año más joven que Rebus. Ambos provenían de Fife. Rebus se preguntaba si la escuela había puesto alguna vez la música del cantante en los partidos de fútbol, que prácticamente era la única ocasión en que coincidían los niños de diferentes centros. Tampoco habría importado: a Rebus nunca lo seleccionaron para el primer equipo y quedó relegado a animar desde las gélidas bandas mientras se sucedían los placajes y los goles y se intercambiaban insultos.

—Bajo la lluvia de todos los cabrones —dijo en voz alta.

En ese momento sonó la bocina del coche de atrás. El conductor tenía prisa. Le esperaban reuniones importantes, gente de renombre a la que estaba dejando plantada. El mundo estallaría y lo devorarían las llamas si el tráfico no empezaba a avanzar. Rebus se preguntaba cuántas horas de su vida habría malgastado de aquella manera, o sentado durante una operación de vigilancia, o rellenando formularios, requerimientos y hojas de servicio. Había llegado un mensaje, y vio que era de su jefe.

«¡Creí que habías dicho a las tres!».

Rebus consultó el reloj. Pasaban cinco minutos de la hora. Llegaría en unos veinte minutos. En otros tiempos tal vez habría llevado sirena. Podría haber invadido el carril contrario, y haberle confiado a la suerte no acabar en urgencias. Pero ni siquiera llevaba placa, porque no era policía. Era un agente retirado que trabajaba para la policía de Lothian y Borders en calidad de civil. Su jefe era el único miembro de la unidad que seguía siendo un agente en activo. Un agente en activo que no estaba nada contento cuidando de los ancianos. Tampoco estaba contento ni con la reunión de las tres ni con el retraso de Rebus.

—¿Qué prisa tienes? —respondió Rebus solo por molestar. Luego subió el volumen de la música y repitió la misma canción. Jackie Leven parecía encontrarse aún junto a la tumba de otro hombre.

Como si la lluvia no fuese lo bastante molesta...

Sobre su tumba

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