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Capítulo 5 #FrancamenteQueridaMeImportaUnBledo

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Después de su reunión con Joe, Kylie se fue al trabajo. Pero, por primera vez, no pudo concentrarse. No podía dejar de pensar en el pingüino. Ni, tampoco, en la forma en que Joe se había abrochado las armas al cuerpo, porque, demonios… Ella había estado enamorada de Gib durante años porque era guapo, sólido y… seguro.

Pero Joe… Joe no tenía nada de seguro y, sin embargo, la atracción que sentía por él dejaba bien claro que a ella no le importaba. Nunca se había arriesgado demasiado en la vida, y eso tenía que cambiar y, si para conseguir cambiarlo tenía que volver a besar los increíbles y sexis labios de Joe, estaba dispuesta a hacerlo. Su boca. Su cuerpo. Y, pensando en cosas tan estúpidas, hizo un corte excesivo en el tablero de la mesa en la que llevaba trabajando desde hacía semanas. Al tratar de corregir el error, se clavó una astilla en la palma de la mano derecha.

–¡Mierda!

Apagó la máquina y se miró la palma. Después, miró la pieza de madera, que había quedado inservible.

No era nada bueno. Le dolía la mano. Llamó al proveedor de madera para hacer un pedido y recibió malas noticias: la primera, que la madera de caoba que necesitaba iba a costarle cien dólares más y que no llegaría hasta después de dos semanas.

Se trataba de un error de principiante que podía costarle un cliente.

Trató de sacarse la astilla con la mano izquierda, pero solo consiguió empeorar las cosas. Al final, con la palma ensangrentada y llena de frustración, subió a la consulta de Haley.

–Ayuda –dijo, y le mostró la mano.

–Oh, Dios mío, ¿qué has hecho? –le preguntó su amiga–. ¿Te has apuñalado a ti misma con una navaja?

–Solo quería sacarme una astilla.

–¿Con una navaja?

–Eh, me clavo un montón de astillas –replicó Kylie, para defenderse–. Y en el taller tenemos un dicho: «Márcalas y sácatelas en tu tiempo libre. Después del trabajo». Así que tenía prisa.

–Sois un hatajo de bárbaros –dijo Haley, mientras la llevaba a la sala de curas. Le aplicó antiséptico en la palma de la mano y se la colocó bajo una lámpara. Después, empezó a trabajar con unas pinzas.

–¡Ay! –exclamó Kylie.

Haley soltó un resoplido, pero no dejó de trabajar.

–¿No te importa apuñalarte a ti misma en repetidas ocasiones, pero te estás encogiendo por mis pinzas?

Kylie suspiró.

–Es distinto cuando es otra persona la que te hurga en la carne. ¡Ay!

–Ya está –dijo Haley. Alzó las pinzas y mostró una astilla de dos centímetros y medio.

–Vaya.

–Sí, de nada –le dijo Haley–. Me debes una bolsa de magdalenas de Tina.

–Pensaba que estabas haciendo una dieta estricta, o alguna bobada por el estilo. Algo del biquini, el verano y…

Haley suspiró.

–No entiendo cómo he pasado de tener dieciséis años y comer pasta todos los días, y tener una talla treinta y cuatro, a tener veintiséis años, comer kale y pensar en si me pongo una camiseta para ir a la piscina.

–Pues a mí me parece que estás genial –le dijo Kylie, con sinceridad.

Haley le dio un abrazo.

–Gracias. Y ya estoy harta. Quiero de verdad… No, necesito magdalenas.

Después de que Kylie estuviera vendada y le hubiera pagado la cuenta con las magdalenas, volvió a Maderas recuperadas atravesando el patio. En aquel momento, tuvo una llamada de su madre. Hablaban cada pocas semanas, cuando había pasado el tiempo suficiente para dejar que el cariño aflorara.

–Hola, nena, ¡gracias por el vale regalo de Victoria’s Secret y Charlotte Russe! –exclamó su madre, alegremente–. Ropa interior nueva y vestidos para salir, ¡allá voy! ¿Cómo lo sabías?

Kylie se echó a reír.

–Porque es lo mismo que quieres todos los años.

–Bueno, pues ha sido un detalle precioso. Gracias. ¿Cómo te va el trabajo? ¿Ya estás con tu guapísimo jefe?

–Mamá –dijo Kylie, pellizcándose el puente de la nariz–. No.

–Bien. Es un chico decente, pero no es tu media naranja. Sé que no quieres que yo te diga esto, pero tú necesitas a alguien que te saque de la cáscara.

Kylie se estremeció.

–Yo no estoy en una cáscara.

–Estás tan metida en tu cáscara, que ni siquiera ves lo que hay fuera.

Kylie puso los ojos en blanco. Aquel era un tema recurrente entre ellas. Su madre pensaba que Kylie no se divertía lo suficiente en la vida, y Kylie pensaba que a su madre le vendría bien prestarle un poco más de atención a la vida y no divertirse tanto.

–Bueno, tengo que volver al trabajo.

–¿Lo ves? Todo es trabajo para ti. Sal conmigo alguna vez. Nos tomaremos una copa y podrás relajarte un poco y conocer a alguien que te dé una alegría.

–Mamá, la solución de mis problemas no es un hombre.

–Claro que no, boba, pero seguro que te ayudará a olvidarlos. Piénsatelo. Llámame de vez en cuando.

Kylie suspiró, guardó el teléfono y entró en la tienda. El problema era que no tenía la madera necesaria para seguir con la mesa, que le dolía muchísimo la mano y que no podía dejar de pensar en que, aunque Joe había aceptado que fueran socios en la investigación del robo de su pingüino, tenía pensado revisar toda la lista.

Sin ella.

Sabía que aquella era la mentalidad de un lobo solitario, pero se sentía como si él le hubiera dicho que no la necesitaba para nada. Ella lo había contratado y él había aceptado el caso y, sin embargo, era como otro rechazo.

Sin embargo, no se iba a dejar apartar del caso con tanta facilidad. Se había puesto en contacto con Molly con varios mensajes de texto. En Investigaciones Hunt no ocurría nada de lo que Molly no se enterara y, según ella, los chicos estaban hasta arriba de trabajo en aquel momento y, para rematar la situación, habían recibido el encargo de capturar a un preso que había violado la libertad condicional, y necesitaban resolverlo aquel mismo día, porque el tribunal había impuesto un plazo.

Eso quería decir que Joe no iba a empezar a investigar sobre su lista hasta que volviera. Las horas pasaron lentamente hasta que, aquella tarde, Molly le envió un mensaje para decirle que el equipo había llegado a la oficina.

Joe le había preguntado si había algo que él tuviera que saber.

Pues sí, pero ella no tenía intención de contárselo. Ni a él, ni a nadie. Se levantó y empezó a limpiar el taller. Vinnie intentó ayudarla recogiendo todas las virutas que había por el suelo y repartiéndolas por debajo de sus pies. Ella no dejaba de tropezarse con él, así que, para distraerlo, le lanzó lejos uno de sus juguetes.

–¡Tráelo! –le dijo.

Él soltó un ladrido de pura felicidad, salió corriendo detrás del juguete y se lo llevó a su cesta. Ella suspiró y siguió barriendo. Cuando terminó y recogió a Vinnie para marcharse, Gib asomó la cabeza y sonrió.

–¡Eh! –le dijo–. ¿Todo bien?

–Claro –respondió ella–. Aunque es el momento perfecto para que alguien me diga que soy la princesa de Genovia.

–¿Quién?

–No importa. ¿Qué querías?

–He pensado que a lo mejor podríamos ir a cenar.

Kylie se quedó helada. ¿Le estaba pidiendo que salieran juntos? No estaba segura.

–¿A cenar porque los dos hemos estado trabajando hasta tarde y tienes hambre y yo voy a pedir comida para llevar?

–No –respondió él–. A cenar porque quiero llevarte a un restaurante –dijo, y sonrió–. Yo creo que ya es hora, ¿no?

Kylie esperó una explosión de entusiasmo, pero… no ocurrió. No sabía cuándo, pero aquel enamoramiento que siempre había sentido por él estaba empezando a desaparecer.

–Lo siento, pero esta noche no puedo. Tengo planes.

–¿Con Joe?

–Sí, pero no es lo que piensas –dijo ella.

En vez de tomar el transportín, Kylie metió a Vinnie en el bolsillo grande de su sudadera con capucha, que era el sitio preferido de Vinnie, y se levantó para marcharse. Sin embargo, Gib la tomó de la mano.

–Siento mucho lo que ocurrió ayer en la fiesta –le dijo–. De verdad, no sabía que Rena iba a estar allí.

–No importa, de verdad.

–Sí, a mí sí me importa –dijo él. Tiró de ella suavemente para acercarla a sí y la miró a los ojos–. He cometido algunos errores contigo, Ky, y quiero enmendarlos.

–¿Qué clase de errores? –preguntó ella, con curiosidad.

–Para empezar, dejar que te marcharas anoche.

–¿Por qué?

Él se quedó confundido al oír su pregunta.

–¿Que por qué?

–Sí. ¿Por qué querías que me quedara, si no nos hemos visto casi nunca fuera del trabajo?

–Porque me he dado cuenta de una cosa –dijo él, y, sin dejar de mirarla a los ojos, se inclinó hacia ella y le rozó la boca con los labios. Unos labios cálidos y preciosos. Aunque Kylie se quedó paralizada al notar el contacto, su cerebro, no.

¡Gib la estaba besando!

Todavía estaba anonadada cuando él se retiró y le sonrió.

–Piénsalo –le dijo.

Y, cuando él se alejó, se quedó mirándolo fijamente.

Gib le había hecho una proposición real.

Y ella debería estar haciendo cabriolas. ¿Por qué no estaba dando saltos de alegría? Cerró la tienda y se marchó. Se sentía más desconcertada que nunca. Pensó en sentarse en uno de los bancos que había junto a la fuente del patio, para poder ver el segundo piso y la entrada de Investigaciones Hunt. Así, podría esperar a que Joe saliera de la oficina y abordarlo. Sin embargo, cuando llevaba cinco minutos esperando, recibió un mensaje de Molly:

Se va a retrasar treinta minutos porque tiene una reunión con Archer.

Vaya. Kylie se dirigió al pub para tomar algo. Se acercó a la barra y se sentó al lado de Sadie.

Sadie sonrió distraídamente, pero no dijo nada.

–¿Estás bien? –le preguntó Kylie.

–Buena pregunta –comentó Sean, desde el otro lado de la barra–. Acabo de hacérsela yo también.

–¿Y? –preguntó Kylie.

Sean miró a Sadie.

–Me ha dicho que no malinterprete su silencio, que no lo tome como una muestra de debilidad, porque nadie planea un asesinato en voz alta.

Kylie se echó a reír.

Sadie, no.

–Bueno, está bien. ¿A quién estás pensando en asesinar? –le preguntó Kylie cuando Sean se alejó.

–Todavía no lo tengo claro –dijo Sadie, y le acarició la cabecita a Vinnie, que se había asomado por el bolsillo del jersey de Kylie–. Voy a decidirlo ahora, mientras como.

–¿Qué estás tomando?

–Una macedonia.

–Vaya, pues a mí me parece una sangría.

–Ah, sí –dijo Sadie, y le dio un sorbito a su macedonia.

Kylie se echó a reír.

–Bueno, entonces, tú también has tenido un mal día –dijo con un suspiro–. Nunca me pareció que ser adulto fuera tan difícil, cuando estaba al otro lado.

–No es culpa nuestra –dijo Sadie–. Es culpa del Monopoly, y de todas las falsas esperanzas que crea. ¿Por qué no puedo comprarme una casa? ¿Dónde está la carta que te libra de la cárcel? ¿Dónde está mi bono de doscientos dólares? –preguntó, mientras le daba un trocito de pretzel a Vinnie.

A Vinnie le encantaban los pretzels. En realidad, le encantaba toda la comida, salvo los pepinillos. Eso era algo que Kylie había descubierto por casualidad, el otro día, cuando Vinnie se había zampado su sándwich de la comida; todo, salvo los pepinillos, que había dejado esparcidos cuidadosamente por el suelo para que ella pudiera pisotearlos sin darse cuenta al pasar.

Entró un hombre al pub. Iba hablando por el teléfono móvil. Era un tipo alto, delgado y fuerte, y llevaba un traje estupendo. Kylie sabía cómo se llamaba: Caleb. Era el socio de Spence y, a veces, también trabajaba en Investigaciones Hunt. Siempre estaba muy serio, pero, aparte de eso, era guapísimo.

–Relájate, Susan –dijo él, al teléfono, mientras se acercaba a la barra–. No voy a llegar tarde. Estoy en el coche en este momento, de camino.

–¡No es verdad, Susan! –gritó Sadie–. ¡Está en un bar!

Caleb la fulminó con la mirada.

–Disculpa, trajecitos –le dijo ella, sin atisbo de arrepentimiento, y le dio otro sorbo a su macedonia–. Nadie le miente a Susan delante de mí.

Caleb entrecerró los ojos. Sadie sonrió sin mostrar los dientes. Él la señaló con un dedo y, después, se alejó de ellas.

–¿Trajecitos? –le preguntó Kylie a Sadie.

Sadie se encogió de hombros.

–Lleva más dinero en ropa de lo que yo he ganado en todo el año. Es muy molesto.

–Aquí pasa algo –dijo Kylie–. Cuéntamelo.

–Es demasiado estirado –repitió Sadie–. Además, a mí me gusta estar soltera. Me he hecho egoísta con mi tiempo y mi espacio personal. Puedo dejar abierto el tubo de la pasta de dientes y dormir como si fuera una estrella de mar.

Todo eso era cierto.

Cuando, por fin, Molly le envió un mensaje para avisarla de que Joe estaba a punto de marcharse de la oficina, Kylie salió del pub y se dirigió al aparcamiento. Joe había dejado allí su furgoneta, y ella estaba apoyada en el vehículo cuando él apareció, cinco minutos después. Iba vestido de trabajo, con unos pantalones oscuros de loneta y una camiseta de manga larga, y Dios sabía con cuántas armas que ella no podía ver. Llevaba una bolsa grande colgada del hombro, e iba hablando por teléfono.

A pesar de que tenía puestas las gafas de sol, ella sabía que la estaba mirando. Terminó de hablar por el teléfono móvil, colgó y se lo guardó en uno de los bolsillos del pantalón.

–¿Qué te ha pasado en la mano? –le preguntó.

Ella se miró la venda.

–Una astilla.

–¿Te la has sacado?

–Me la ha sacado Haley.

–¿Y te la has limpiado bien?

–Haley.

Él asintió y la miró.

–Bueno…

–Bueno… –repitió Kylie, y se mordió el labio.

Él enarcó una ceja.

–¿Qué estás haciendo aquí, Kylie?

–Esperar a que me lleven.

Aunque él no había sonreído al saludarla a ella, sí sonrió al acariciar con afecto a Vinnie, que había asomado la cabecita otra vez.

–¿Y adónde quieres que te lleven? –le preguntó.

–Adonde tú vayas. Supongo que irás a ver a alguien de la lista, ¿no?

Él no suspiró. No delataba sus emociones con tanta facilidad. No obstante, ella notó su exasperación cuando él le hizo la última caricia a Vinnie y abrió su coche con el mando a distancia. Kylie se sentó en el asiento del pasajero antes de que él pudiera echarla.

Joe se puso al volante con una expresión de tirantez. No estaba contento. A ella no se le escapó la ironía de la situación. Después de una eternidad, la habían besado dos hombres aquella semana: uno que quería estar con ella, y otro que no.

Y allí estaba, sentada con el hombre que no quería. Claramente, ella necesitaba ayuda. Mientras se abrochaba el cinturón de seguridad, pensó que se sentía doblemente agradecida por el hecho de que Joe no la hubiera llamado después del beso, porque, ¿en serio? ¿Se había emborrachado un poco y había besado a un tipo? ¿A aquel tipo? ¿Al tipo que no le convenía? ¿Quién era, su propia madre?

Besar al tipo que menos le convenía era lo que hacía su madre, como tomar decisiones equivocadas constantemente en lo relacionado con el sexo masculino. En lo relacionado con la vida, a decir verdad. Ella no quería ser esa persona ni cometer ese tipo de errores. Y Joe, por muy sexy que fuera, representaba los errores que ella siempre había visto durante su infancia, era como el tipo de hombres a los que su madre llevaba a casa. Era el tipo con el que todo acababa de forma rápida y decepcionante y que, después, desaparecía para siempre.

Sin embargo, a pesar de toda su determinación por no convertirse en su madre, por vivir la vida de una forma más seria, tenía que reconocer la vergonzosa realidad: durante los cinco minutos que había estado entre los brazos de Joe, se había sentido transportada. Paralizada.

E increíblemente excitada.

Y no había sentido nada de eso con Gib, un poco antes.

Se apartó todo aquello de la cabeza y preguntó:

–Entonces, ¿dónde vamos?

–Al Embarcadero –dijo Joe–. Rowena Butterfield fue la última aprendiz de tu abuelo.

–Ro –dijo Kylie, con una sonrisa.

Rowena era como una hippie de los años sesenta. Tenía cuarenta años, pero parecía atemporal, y era poseedora de un gran talento. Su abuelo y ella la habían querido mucho.

–Es estupenda. Ella no tiene nada que ver con esto, Joe.

–La despidieron de su último trabajo por una conducta reprobable y ahora está vendiendo sus piezas en un puesto pequeño, cerca del Pier 39.

–No –dijo Kylie–. No es posible.

–Sí, sí es posible.

Ella lo miró.

–Explícame qué es «conducta reprobable».

–Robó una botella de vino de cien años en una tienda y, cuando la interrogaron, golpeó al dueño con la botella en la cabeza.

–No. Eso no puede ser verdad.

Joe no respondió. Atravesó la ciudad hasta que llegaron a Embarcadero, donde aparcó. Ella iba a salir del coche, pero él la señaló:

–No.

Kylie enarcó una ceja.

–¿Qué?

–Que tú te quedas aquí con Vinnie. Me muero de hambre, así que, si compro algo de comida, ¿qué quieres tú?

–No. No pienso quedarme en el coche.

Él se puso las gafas de sol en la cabeza y la miró fijamente.

–Sí, sí te vas a quedar en el coche.

Ella se cruzó de brazos.

–Eso solo ocurrirá si me pones unas esposas. ¿Acaso vas a esposarme, Joe?

Él sonrió ligeramente, y le ardieron los ojos.

–Solo si me lo pides con mucha amabilidad.

A ella le temblaron todas las zonas erógenas.

–Supongo que sabes que estamos en el siglo XXI, y que ya no puedes decirles a las mujeres que no o que sí, ¿verdad? –le preguntó.

–Kylie, esta mujer te reconocería.

–Sí, claro –reconoció ella.

–Pues, entonces, tienes que quedarte aquí. Y tú, también –le dijo a Vinnie, que le lamió el dedo.

–Espera. Yo…

–Te conoce, Kylie. Y, seguramente, le caes bien. No va a admitir nunca que te ha robado el pingüino si estás delante mientras la interrogo.

De acuerdo. Seguramente, Joe tenía razón.

Él la observó durante un momento y, cuando creyó que ella iba a quedarse allí y se sintió satisfecho, asintió.

–Ahora vuelvo.

Kylie esperó tres minutos y salió del coche, después de ponerse una sudadera negra muy grande con capucha que había en el asiento trasero y unas gafas de sol que había en la guantera del coche.

–Ya está –le dijo a Vinnie–. Incógnito. ¿Qué te parece?

Vinnie ladeó la cabeza hacia un lado y otro. Le temblaban las orejas de la emoción, porque presentía la aventura, y a él le encantaban las aventuras. Ella le puso la correa y se dirigió al Pier 39, buscando a Joe con los ojos bien abiertos.

Delante del muelle había una zona con puestos de venta, y estaba llena de gente, la mayoría, turistas. Eso le proporcionaba una buena tapadera.

Vinnie y ella se detuvieron delante del primer puesto, en el que se vendían trajes para perros. ¡Perfecto! Tomó a Vinnie en brazos y le mostró un traje de león, con melena incluida.

–¿Qué te parece?

Vinnie lo lamió.

Había dado su aprobación, así que Kylie se lo compró y se lo puso.

–Ahora tú también vas de incógnito –le dijo.

Veía la fila de puestos que recorría todo el muelle. Varios más allá estaba el de Rowena, que parecía que estaba vendiendo cajas de madera tallada de todos los tamaños.

Kylie no vio a Joe. Um… Estaba allí parada, indecisa, cuando alguien la tomó de la nuca y se la apretó con suavidad.

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