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Capítulo 7 #HogarDulceHogar

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Al notar el contacto de los labios de Joe, a Kylie dejó de funcionarle el cerebro. Él le acarició la lengua con la suya, y a ella se le escapó un gemido terriblemente gutural mientras se aferraba a él, mientras tomaba puñados de su camisa sobre su pecho.

Cuando Joe terminó de invadir y saquear su boca, alzó la cara y la miró a los ojos.

–Vaya –susurró Kylie, con las piernas temblorosas–. Es decir… –murmuró, y agitó la cabeza–. Vaya.

Él asintió.

–Sí. Así que, para tu información, esto no ha sido un beso normal, ni un beso agradable, sino un beso «vaya». ¿Alguna pregunta?

–Solo una –dijo Kylie–. ¿Puedes darme otro?

No tuvo que pedírselo dos veces. Joe la besó al instante, deslizándole los dedos entre el pelo para poder inclinarle la cabeza adecuadamente. Era un gesto de control, pero a ella solo se le ocurría pensar que Joe, normalmente tan cuidadoso y contenido, no tenía nada de control en aquel momento.

Y eso le gustó.

Kylie no sabía cuánto estaba durando aquel beso, porque era literalmente como estar en el cielo. ¿Quién iba a pensar que aquel hombre podía comunicarse por su medio favorito, el silencio, de un modo que ella aprobara por fin?

Cuando empezó a faltarle el aire y estaba a punto de desnudarlo, consiguió retirarse.

–¿Alguna otra pregunta? –inquirió él. También le faltaba el aire, lo cual fue más que gratificante para Kylie.

Ella negó con la cabeza, en medio de su aturdimiento.

A él se le suavizó la mirada, y le acarició el labio inferior con el dedo pulgar.

–Y, para que lo sepas, Gib es un imbécil.

A ella se le había olvidado Gib por completo. Se mordió el labio y se quedó mirando al hombre que había conseguido que se le olvidara todo con aquella boca tan habilidosa. Y con su cuerpo sexy. Y con sus manos tan sabias…

–Necesito que te marches ya –murmuró.

Él la miró de nuevo y se giró hacia la puerta. Sus movimientos no eran tan precisos como siempre, y Kylie se preguntó si estaba tan anonadado como ella.

–Te vas a casa, ¿no? –le preguntó–. A acostarte, dado que tienes que madrugar tanto.

Él hizo una pausa y siguió andando sin responder.

–Mierda, Joe. Después de todo esto, ¿me vas a dejar aquí y a interrogar a otro aprendiz sin mí?

Él se volvió a mirarla, ya más calmado.

–Ahora hay un límite de tiempo. Menos de dos semanas.

–Pero tú tienes que levantarte muy pronto, a las cuatro de la madrugada.

–No te preocupes. Ya soy todo un hombre.

Ella no tenía ninguna duda de eso.

–Voy contigo. Puedo ayudar.

–Mira –dijo él–, no te ofendas, pero lo haré más rápido yo solo. Te llamo después…

–Ni hablar. Dame dos minutos –dijo ella, y se fue hacia su habitación para recoger algunas cosas que podía necesitar. Sin embargo, antes se dio la vuelta y le quitó las llaves de los dedos.

–Eso no me va a detener –dijo Joe.

–No, pero hay una cosa que sí: si no me llevas, no voy a ponerme a trabajar en el espejo de Molly.

Él se frotó la nuca y bajó la cabeza. Se miró los zapatos, y ella no supo si era para calmarse y no estrangularla o solo para contar hasta diez. Kylie corrió hacia su habitación, metió algunas cosas de su armario en una bolsa y volvió rápidamente.

–Te quiero –le dijo a Vinnie–. Sé bueno. No me esperes despierto. Llegaré tarde.

Dos minutos después, estaban en la furgoneta de Joe. Él tenía una respiración relajada y profunda, y una mirada vigilante. Había recuperado la calma y la frialdad.

Ella, no.

–¿Adónde vamos?

–A Castro.

Aparcó en Market Street. Cuando bajaron del coche, ella se detuvo en el paso de cebra con los colores del arco iris y lo miró.

–¿No me vas a decir que me quede en el coche?

–¿Para qué, si de todos modos vas a venir conmigo?

Cierto. Caminaron juntos por una empinada acera hasta que llegaron a un edificio estrecho de seis pisos. En el portal, Joe apretó el botón del ascensor, pero el ascensor no llegó.

A Kylie le pareció mucho mejor, porque tenía terror a los ascensores. O, más bien, a los espacios pequeños y cerrados. Tenía claustrofobia.

–Vamos a subir andando –dijo.

–Son seis pisos –dijo él, mirando sus botas.

Eran botas de trabajo, pesadas y con la punta de acero. Eran estupendas para el taller, pero no tanto para subir seis pisos.

–No me importa. De todos modos, hoy necesito hacer ejercicio.

Por supuesto, justo en aquel momento llegó el ascensor y Joe le sujetó la puerta para que pasara primero.

Maravilloso.

–Esto no es buena idea –dijo ella.

Las puertas se cerraron con un clic muy sonoro, como el de la tapa de un ataúd y así, tan fácilmente, quedaron encerrados en la pequeña cabina. Joe tenía cara de diversión y la estaba mirando con aquellos ojos tan azules, llenos de calidez y de curiosidad.

–¿Estás bien? –le preguntó.

–Claro. Sí. Sí.

–Si lo dices una vez más, puede que te crea.

Ella abrió la boca, pero no dijo nada, porque, en aquel momento, el ascensor dio un tirón y comenzó a subir. A paso de caracol.

–¿De verdad? Podíamos haber subido mucho más rápidamente por las escaleras.

Y, entonces, el ascensor se quedó parado de golpe, con un chirrido.

–Oh, mierda –jadeó ella, antes de poder contenerse y, de un salto, se arrojó a los brazos de Joe.

Él la abrazó.

–Si querías otro beso, solo tenías que pedirlo.

–Te ruego que no hables –gimió Kylie, y bajó la frente hasta su pecho–. Solo sácame de aquí.

Él la miró.

–Eres claustrofóbica.

–Puede ser. Solo un poco.

Sin embargo, también era una persona adulta, así que se zafó de sus brazos y se giró para mirar las puertas, ordenando mentalmente que se abrieran.

Creía que Joe iba a hacer una broma o a reírse de ella, pero notó que él le tomaba la mano con la suya, tan cálida y tan grande. Como no era orgullosa y hacía un buen rato que había perdido la dignidad, se aferró a ella como si fuera su salvavidas.

–Un segundo –dijo él, y miró el panel de control del ascensor.

Ella alzó la cabeza.

–¿Sabes arreglar un ascensor?

–Seguramente, puedo averiguar cómo.

–Oh, Dios mío… –dijo ella, y apretó los ojos mientras él se echaba a reír.

–No va a pasar nada, Kylie. Tranquilízate.

Ella se aferró a su camisa con ambos puños y no lo soltó.

–Es culpa tuya –dijo, con la respiración entrecortada por el pánico–. Tengo ganas de darte una torta.

–Respira profundamente –le dijo él.

–¿Y después puedo darte una torta?

Él soltó un resoplido y empezó a hacer algo en el panel.

–¿Es que a ti nada te molesta? –le preguntó ella, con amargura.

–Muchas cosas –dijo él, y la observó como si estuviera evaluando su nivel de pánico. Debió de decidir que era muy alto, porque siguió hablando–: Pero sigo la regla del cinco. Si una cosa no va a tener importancia dentro de cinco años, no paso más de cinco minutos disgustado por ella.

Kylie movió la cabeza hacia él y se dio cuenta de que, como él había inclinado la suya hacia delante, sus caras estaban casi juntas.

«Lo único que tienes que hacer es no besarlo», se dijo a sí misma. Pero se humedeció los labios, que se le habían quedado secos de repente, y a él se le oscurecieron los ojos al tiempo que emitía un sonido gutural. Joe se inclinó aún más hacia ella, pero, justo antes de que sus bocas se tocaran, el ascensor dio un tirón y comenzó a moverse de nuevo.

Kylie soltó un resoplido y se alejó de Joe.

–¡Te dije que no era buena idea!

–Sí, ya. Por eso has estado a punto de besarme otra vez.

–¡Me refería a subir en ascensor! –exclamó ella–. ¡Y fuiste tú el que me besó la última vez!

–Estabas hablando de que un beso podía ser agradable. Pero el beso que me plantaste en el callejón no tenía nada de agradable. Fue duro, sexy y sucio, de la mejor de las maneras, claro. Necesitabas que te lo recordara.

Ella se tapó la cara.

–Oh, Dios mío.

–Dios no tiene nada que ver –dijo él, con petulancia–. Kylie, que me besaras así fue de lo más excitante, y…

Ella se apartó las manos de la cara y lo miró.

–¿Y?

–Y no me gustó que no lo recordaras de la misma forma que yo.

Pero ella sí que lo recordaba exactamente igual que él. Tenía el recuerdo grabado en el cerebro, tanto como las Polaroids que había recibido. Primero, había estado tomando copas con sus amigas y, en algún momento, se había dado cuenta de que la mayoría de ellas estaban emparejadas y enamoradas. Entonces, se había sentido muy sola. Y, como necesitaba tomar aire fresco, había salido al patio.

Joe estaba allí, tan oscuro y atractivo como siempre. Ella había echado unas monedas en la fuente, como si fuera una turista, y él se había reído a su lado, y había hecho que se sintiera menos solitaria.

Y, entonces, ella había cometido una locura. Lo había tomado de la mano y se lo había llevado al callejón. Y el resto era historia.

–No voy a volver a besarte –le dijo.

–De acuerdo. ¿Qué te parece si te beso yo?

Era exasperante. Y demasiado sexy, también. Las puertas del ascensor se abrieron y ella salió rápidamente. Joe la siguió con una gran sonrisa, el muy idiota. Después, llamó a la puerta de uno de los apartamentos.

–Se me ha olvidado preguntártelo –susurró Kylie–. ¿Qué aprendiz es?

Joe no tuvo tiempo de responder, porque la puerta se abrió y apareció un hombre muy mayor. Debía de tener unos noventa años, y estaba encorvado sobre un bastón.

–Señor Gonzales –dijo Joe, respetuosamente.

–¿Eh? –preguntó el señor Gonzales–. ¡Habla más alto, chaval!

Kylie lo reconoció. Había trabajado en el taller de su abuelo porque quería convertirse en ebanista después de trabajar casi toda la vida de carpintero. Ella lo saludó.

–Hola, señor Gonzales. ¿Se acuerda de mí? Fue usted el primer aprendiz de mi abuelo. Yo era muy pequeña, creo que debía de tener unos cinco años.

–Me acuerdo de ti –dijo él, mirándola a través de las gafas–. Siempre tenías la nariz llena de mocos y eras una delgaducha que montaba en bicicleta por todo el taller y me tirabas el trabajo al suelo.

Y él era un cascarrabias ya entonces, pero ella no dijo nada.

–No había vuelto a verte desde que murió tu abuelo –dijo él, en un tono más suave–. Fue horrible lo que pasó. Lo que os pasó a los dos.

Ella notó que Joe la miraba, pero mantuvo la cara girada, porque tenía el corazón encogido.

–Nos preguntábamos si sigue haciendo trabajos de ebanistería –dijo Joe.

El señor Gonzales se echó a reír con tantas ganas, que se habría caído al suelo si Joe no lo hubiera sujetado.

–Hace varios años que no salgo de este apartamento. Lo único que hago con la madera es hurgarme los dientes con un palillo. Ni siquiera puedo cagar en condiciones –dijo, y señaló una bolsa que llevaba atada a la cadera.

Joe hizo un gesto de comprensión, y asintió.

–Gracias por atendernos, señor Gonzales.

–Sí, sí. Si volvéis por aquí, traedme un poco de comida de esa grasienta que sirven en el deli de la esquina.

–De acuerdo –dijo Joe.

El señor Gonzales les cerró la puerta en las narices.

–¿A qué se refería con lo de que sentía mucho lo que os ocurrió a los dos? Tú dijiste que no habías salido herida del incendio.

Kylie no quería hablar de aquello con él. Nunca. Solo con pensar en aquel espantoso incendio de la nave donde su abuelo tenía el taller, tenía pesadillas, aunque hubieran pasado tantos años.

–No, no me ocurrió nada –dijo, y empezó a caminar–. Seguro que se refería a que sentía mucho la muerte de mi abuelo, mi pérdida. Ya te dije que era mayor, y que no era necesario investigarlo.

Joe no se disculpó.

–A mí no me gusta dejar cabos sueltos.

–Y, claramente, ya habías investigado sobre él. Sabías que tiene doscientos años, y por eso me has dejado que viniera.

–Para ser justos, nunca he dicho que pudieras venir. He dicho que no iba a impedírtelo.

–¡Lo que sea! –le espetó ella.

Así que Joe solo había fingido que pensaba que ella pudiera cuidarse sola. Tenía que haberse dado cuenta. Sin dejar de cabecear, se dirigió hacia las escaleras. No estaba dispuesta a entrar de nuevo en aquel ascensor.

–¿Tienes miedo de que nos quedemos encerrados de nuevo, o de que no puedas controlarte y vuelvas a abalanzarte sobre mí? –le preguntó Joe.

Ella lo ignoró. Cosa que, verdaderamente, cada vez le estaba resultando más difícil.

E-Pack HQN Jill Shalvis 1

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