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Capítulo 15 #VamosANecesitarUnBarcoMásGrande

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Dos días después, Joe se despertó. Aquella noche había dormido muy mal. Podía ser por varios motivos, pero la causa más probable era una joven de ojos marrón claro que no podía quitarse de la cabeza.

La noche anterior, Kylie y él habían descartado a otro de los aprendices. Él había intentado ir solo, pero ella, como siempre, se había empeñado en ir también. En aquella ocasión, se había puesto una peluca negra y se había hecho un maquillaje emo, y ninguna de las dos cosas le había permitido concentrarse. Sin embargo, ella no había querido poner en peligro la investigación dejando que la reconocieran.

Habría sido mejor que se quedara en el coche.

O, mejor aún, en casa.

Pero Kylie no era muy pasiva. Ni en aquello, ni en la vida en general. Si no lo hubiera sabido al verla en el trabajo o con sus amigas, lo habría averiguado al besarla.

Kylie se entregaba a todo por completo y, especialmente, a la pasión.

Y eso hacía que él la quisiera en su cama. Sabía que sus relaciones serían explosivas. Además, no se trataba solo del sexo; también sabía que merecía la pena estar con ella. Había hecho todo lo posible por reprimir sus emociones, pero no lo había conseguido.

Espectacularmente.

Estaba empezando a darse cuenta de que no iba a poder renunciar a ella. Ni resistirse a ella, que era la única que podía poner a prueba su legendaria capacidad de control. Se estaba cansando de luchar contra lo que le ocurría.

En aquel momento, no obstante, tenía un trabajo que hacer, y no había nada por delante del trabajo. Eso era lo que le decía a la gente que le preguntaba cómo iban las cosas. Y la gente le preguntaba, sí. Archer. Lucas. Molly. Todo el mundo.

Tenían mucha curiosidad por saber cuáles eran sus sentimientos por Kylie, y él les decía que solo era una cuestión de trabajo. Era una mentira, por supuesto. Nada de lo que sentía por ella era una cuestión de trabajo. Había tratado de convencerse a sí mismo de que Kylie solo era una distracción divertida y sexy, pero, aunque eso fuera cierto, no habría podido mantener una relación pasajera con ella, porque las cosas acabarían por ir mal, como siempre, y eso significaba que Archer lo mataría, suponiendo que Elle no llegara antes, claro.

Además, él estaba muy ocupado limpiando las calles de desgraciados y, con suerte, purificando también su karma. No tenía tiempo para aquello.

Por fin, consiguió conciliar el sueño antes del amanecer, y por la mañana se quedó dormido. Cuando llegó a la oficina, Molly estaba en la sala de personal, haciendo café. Le entregó una taza y lo miró comprensivamente.

–Llegas tarde otra vez.

–Ya lo sé.

–Debe de gustarte que te echen la bronca.

–Sí, es mi razón de existir –respondió él, irónicamente.

Al darse la vuelta, se encontró a Archer de brazos cruzados, con cara de enfado.

–¿Acaso tengo que relevarte de mi número dos? –le preguntó–. Porque, si no sabes programar una alarma, es que tenemos un problema.

–Lo siento. Una mala noche.

Archer bajó los brazos y se ablandó.

–¿Tu padre?

–No.

Archer miró a Molly, que puso las manos en alto.

–A mí no me mires, yo estoy bien –dijo ella, y miró a su hermano con preocupación–. ¿Es por Kylie? ¿Ha recibido otra foto de ese desgraciado?

–¿Qué desgraciado? –preguntó Archer–. ¿Y por qué no sé nada de este asunto?

–Ella quería mantenerlo en secreto –dijo Molly–. Le han robado un recuerdo familiar muy valioso para ella. Y, ahora, el tipo que se lo robó está jugando con ella, enviándole fotos de lo que le ha robado en situaciones peligrosas. Joe está investigando para ella.

–¿Y no necesitas ayuda? –le preguntó Archer.

Joe lo miró sorprendido.

–Es Kylie –dijo Archer.

Todos querían mucho a Kylie. Bueno, tal vez, unos más que otros, pensó él.

–¿Necesita ella nuestra ayuda? –le preguntó Archer.

–Tengo que investigar algo, e iba a hacerlo aquí, después del trabajo.

–Hazlo ahora –dijo Archer, y se volvió hacia Molly–. Hoy por la mañana no estará disponible para nadie.

Joe asintió.

–Gracias.

–Ayuda a nuestra chica. Ya sabes dónde estoy, si necesitas algo.

Joe estuvo sentado delante del ordenador durante las horas siguientes. Tenía una pista sobre el siguiente aprendiz, que se había ido a vivir a Santa Cruz. Tenía sesenta años y se llamaba Raymond Martinez, pero se había cambiado el nombre por Rafael Montega, tal vez para escapar de todas las deudas que había ido dejando por el camino, incluyendo la quiebra de una empresa. Rafael ya no era ebanista. Recientemente había abierto una pequeña galería de arte.

Joe le envió un mensaje a Kylie para decirle que iba a ir a visitarlo después del trabajo.

Y sonrió con pesar al ver que, a los cinco segundos, recibía una contestación: Voy contigo.

Era de esperar. Él le dijo que iría a recogerla a las seis de la tarde.

Sin embargo, los chicos y él tuvieron que ocuparse de un caso urgente. Uno de los clientes de la agencia tenía una empresa próspera que había facturado casi cincuenta y cinco millones de dólares el año anterior, y estaba a punto de ser adquirida por otra entidad.

Por desgracia, su cliente había descubierto que alguien estaba cometiendo un desfalco. Estaba comiendo con un amigo suyo que era banquero, y su amigo le dio las gracias por haber abierto una nueva cuenta para la empresa en su banco y haber hecho un depósito inicial tan alto.

El cliente no había abierto aquella cuenta e, inmediatamente, denunció el desfalco ante la policía. Sin embargo, habían sido lentos a la hora de movilizarse y, en ese punto, Investigaciones Hunt había entrado en escena.

El día anterior, Archer había enviado a Joe y a Lucas a investigar. Habían descubierto que la recepcionista de su cliente estaba abriendo el correo y pasándole los cheques de los pagos a su cómplice. El cómplice había abierto aquella cuenta bancaria y estaba ingresando en ella el dinero robado.

Joe había informado al banco de que debían avisar a Investigaciones Hunt cuando hubiera actividad en la cuenta. Poco tiempo después, el sospechoso había llamado al banco para preguntar por qué no habían aprobado un cheque de cincuenta y cinco mil dólares. Joe le indicó al banco que le dijera al sospechoso que debía entrar a la sucursal y firmar el cheque para poder retirar los fondos. Joe y Lucas estaban aparcados fuera cuando el delincuente llegó y se detuvo justo a su lado.

Por desgracia, el sospechoso se alarmó, volvió a su coche y se marchó rápidamente. Lucas y él comenzaron la persecución. Joe conducía y Lucas estaba al teléfono a la vez con la policía y con Archer. Entonces, el sospechoso empezó a dispararles.

Aquel tiroteo sí llamó la atención de la policía. Ellos fueron quienes detuvieron finalmente al sospechoso, pero hubo que pasar varias horas informando sobre el incidente.

Él odiaba los informes.

Lo positivo era que, gracias a la detención del desfalcador, Lucas y él habían conseguido una buena recompensa para Investigaciones Hunt por parte del agradecido cliente.

Sin embargo, Joe no llegó a casa de Kylie hasta las nueve. Justo cuando había levantado la mano para llamar a la puerta, la oyó gritar en el interior de la casa y, en cinco segundos, había entrado con el arma preparada.

Se encontró a Kylie dormida en el sofá. Era evidente que tenía una pesadilla. Rápidamente, revisó la habitación y el resto del apartamento antes de volver al salón y despertarla. Se agachó a su lado, y dijo, suavemente:

–Kylie…

–No me dejes –susurró ella con una voz llena de lágrimas. Por un momento, a Joe se le paró el corazón, porque ella quería que se quedara.

Él se puso de rodillas y le tomó una de las manos. Ella le apretó con fuerza y se llevó la suya al corazón.

–Abuelo, por favor, no te mueras.

Vaya. Después de tantos años viviendo con su padre y, después, por sus propias experiencias en el ejército, Joe sabía que era peligroso despertar a alguien de repente. Sin embargo, se trataba de Kylie, que estaba gimiendo y llorando en sueños, así que la tomó en brazos y se sentó en el sofá con ella en el regazo.

–Kylie, estoy contigo. Estás a salvo. Despiértate.

Al oír su voz, ella despertó rápidamente. Él le dio un beso en la sien.

–¿Estás bien?

Ella suspiró temblorosamente y se abrazó a él. Metió la cara en su cuello y asintió. Él no se lo creyó, pero no la presionó.

–¿Has tenido una pesadilla?

Ella volvió a asentir. Tenía algo en la mano.

Era una foto.

Mierda. Joe se la quitó de los dedos y vio que era otra Polaroid del pingüino que, en aquella ocasión, estaba a punto de caer en una hoguera. Entonces, la abrazó con más fuerza para darle tiempo a recuperarse. Con la otra mano, tomó su teléfono móvil para abrir la aplicación con la que podía acceder a las imágenes de la cámara de seguridad que había instalado en la parte exterior de su puerta.

La cámara solo grababa cuando había algún movimiento, para poder observar directamente los momentos de acción, tal y como había estado haciendo dos veces al día desde que había instalado la cámara. La primera secuencia era la de un gato persiguiendo a un pájaro.

Después, había llegado un hombre fornido con una sudadera y la capucha puesta, que había metido un sobre por debajo de la puerta de Kylie. Al segundo, se había desvanecido en la oscuridad nocturna.

–Tengo otra foto –le dijo ella sin levantar la cabeza.

–Ya lo veo –dijo Joe con calma, aunque no se sentía calmado en absoluto. Estaba furioso.

–Me ha disgustado –dijo Kylie.

–No me extraña.

–No, me refiero a que me ha disgustado mucho porque el pingüino está junto a un fuego.

Y él también entendía eso.

–Por el incendio del taller.

–Sí. Es la situación. Así murió él.

–Pero él no murió en el incendio. Murió dos días más tarde, en el hospital.

Ella lo miró con asombro.

–¿Cómo lo sabes?

–Porque lo he investigado.

–Espera, ¿has investigado a mi abuelo? ¿Y a mí?

–Yo investigo todos los trabajos que hago. Por eso soy tan bueno en mi trabajo.

–Claro, claro –dijo ella, y se alejó hasta el otro extremo del sofá–. Soy un trabajo. Siempre se me olvida.

–Eso no es lo que yo he dicho.

–Me has investigado.

–Sí, Kylie. Y hay algo más. He puesto una cámara de seguridad en tu puerta. Tiene un detector de movimiento.

Ella jadeó.

–¿Cómo?

–Quería asegurarme de que estabas a salvo y, de paso, poder identificar a quien está haciendo esto.

–¿Y?

–¿Y qué?

–Que tal vez debas disculparte por lo de la cámara.

–No, porque no me arrepiento.

Ella lo miró fijamente y, al final, él exhaló un suspiro.

–Está bien, me arrepiento de no habértelo dicho. Pero no de haber puesto la cámara.

Ella lo observó atentamente y, después, asintió.

–¿Has conseguido algo?

–Hasta esta noche, no –dijo él, y le mostró las imágenes–. ¿Reconoces al tipo?

–No –dijo ella, moviendo la cabeza–. Es listo. Tiene la cabeza agachada en todo momento, sin quitarse la capucha.

Entonces, Kylie lo miró de reojo.

–¿Y qué has averiguado sobre mí durante tu investigación?

–Sobre todo, cosas que ya sabía.

Que se había criado con su abuelo, porque sus padres eran adolescentes cuando la tuvieron, y no estaban a la altura de la tarea. Algo que había quedado claro cuando Kylie, a los cuatro años, había aparecido sola en medio de una calle, porque había salido de su casa al despertarse por la noche a causa de una pesadilla y se había encontrado sola. Su padre ya no estaba en escena, y su madre había salido de juerga toda la noche.

En aquel momento, su abuelo la había acogido. Ella había crecido en su casa y había ido al instituto, donde había demostrado que era una gran estudiante. El trágico incendio del taller había ocurrido el verano siguiente a su graduación.

Después, ella se había tomado un año sabático de los estudios, tras el cual había obtenido su diploma en Bellas Artes y había comenzado a trabajar por cuenta propia antes de empezar en Maderas recuperadas.

Ella estaba mirándolo, pero, de repente, desvió la mirada.

–La pesadilla que acabo de tener… Ha sido sobre algo que tampoco te he contado. No estaba segura de si iba a decírtelo.

–De acuerdo.

–Nunca se lo he contado a nadie.

Joe se movió hacia ella por el sofá, y le acarició el pelo para tratar de calmarla.

–Tú puedes contarme lo que sea.

Ella se rio sin ganas.

–Cualquier cosa, Kylie.

Kylie cabeceó.

–Después de oírlo, vas a tener una opinión muy diferente de mí.

Él le tiró suavemente de la coleta hasta que ella lo miró.

–Escúchame –le dijo–. He hecho y visto cosas que te pondrían el vello de punta… –miró su pelo ondulado, y sonrió–: Más de lo que ya lo tienes.

Ella sonrió apagadamente.

–No lo entiendes.

–Sí, sí lo entiendo. Yo era un imbécil y un descerebrado de joven. Y después, en el ejército… –murmuró–. Así que, confía en mí. Nada de lo que me digas me va a hacer cambiar de opinión sobre ti.

–Fue culpa mía que mi abuelo muriera –dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas.

Él negó con la cabeza.

–El incendio fue declarado fortuito por el investigador especializado –dijo–. Se cree que pudo causarlo una soldadora que se quedó encendida. Tu abuelo estaba soldando unas piezas de cobre en una cómoda, pero no se encontró culpable a nadie.

–Era yo la que estaba utilizando la soldadora, así que el incendio fue culpa mía.

–Eso no está en los informes –dijo él.

–No, porque cuando se llevaron a mi abuelo al hospital, estaba consciente. Le dijo a la policía y a los bomberos que fue él el último en utilizar la soldadora. No sé por qué. Pero fui yo. Eso significa que el incendio fue culpa mía.

A él se le encogió el corazón.

–Kylie, no. No fue…

–¡Sí! ¡Sí lo fue!

Se levantó de un salto del sofá y se frotó la cara con ambas manos.

–Y, además de eso, perdí todo lo que era de mi abuelo. No tengo nada de mi pasado, salvo ese pingüino, y lo quiero recuperar –dijo. Tomó una sudadera y se la puso–. Has dicho que tenías una pista sobre otro aprendiz. ¿Vamos, o no?

–Sí –dijo él–. Pero ya es tarde, y tú estás disgustada. A lo mejor deberíamos dejarlo para mañana…

–No –dijo ella–. Lo único que me importa es ese pingüino. Quiero saber qué has averiguado.

Y él quería abrazarla y consolarla, pero ese anhelo era solo su problema. Había incumplido sus propias normas, había cambiado desde el principio su forma de actuar por ella. Seguramente debían hablar de eso, pero Kylie ya había tenido emociones suficientes para una noche.

–He encontrado a Raymond Martinez –le dijo él–. Se ha cambiado de nombre, ahora es Rafael Montega y tiene una pequeña galería de arte en Santa Cruz.

Ella pestañeó.

–¿Y por qué iba a cambiarse de nombre?

–Vamos a averiguarlo.

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