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Capítulo 2 #SiLoConstruyesÉlVendrá

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Una vez a solas, Kylie se apoyó en la puerta del taller y se tapó la cara ardiente con las manos. «Bien hecho, Kylie. Has quedado estupendamente».

–¿Qué te pasa? –le preguntó Morgan, la nueva aprendiza de Gib. Era una muchacha que, después de algunos encontronazos con la ley, había conseguido encauzar su vida y, aunque no tenía experiencia en la ebanistería, tenía mucho entusiasmo por aprender.

–Nada –murmuró Kylie–. No he dicho nada.

–No, pero has gemido un poco.

Kylie suspiró y se acercó a la mesa donde tenían la cafetera para servirse una taza de café.

–¿Sabes lo que me pasa? Que los hombres existen. Los hombres son lo que tiene de malo la vida.

Morgan se echó a reír como si estuviera de acuerdo y siguió apilando piezas de teca para un proyecto de Gib. Aparte de eso, el enorme taller estaba en silencio, porque los otros dos trabajadores tenían el día libre. Reinaba la calma.

Kylie pasaba muchas horas allí. Para ella, aquel lugar era como un hogar que la reconfortaba. Sin embargo, aquel día no sentía aquella paz, pese a estar delante de su banco de trabajo con varios proyectos pendientes y con Vinnie acurrucado a sus pies, mordiendo la pelota. Intentó concentrarse en el trabajo. Tenía que hacer el tablero de una mesa con una pieza de caoba.

Gib entró al taller. Era un hombre grande y estaba en buena forma gracias a todo el trabajo físico que tenía que hacer en su profesión. Era tan guapo que muchas mujeres suspiraban por él, y Kylie nunca había sido inmune a él, ni siquiera cuando eran jóvenes. Él le hizo una señal para que apagara la máquina con la que estaba trabajando.

–¿Qué pasaba ahí fuera? –le preguntó.

–¿A qué te refieres?

–A esas vibraciones –dijo él, señalando con un gesto de la barbilla hacia la tienda–. ¿Hay algo entre Joe y tú?

–Claro que no –dijo ella. Como estaba muy nerviosa y necesitaba hacer algo con las manos, se sirvió otra taza de café mientras Gib la observaba.

Lo conocía desde que estaba en el colegio, y sabía interpretar la expresión de su rostro: era feliz, tenía hambre, le apetecía hacer deporte, estaba concentrado en el trabajo y estaba enfadado. Aquel era su repertorio. Ella sabía que también tenía una expresión de lujuria, pero nunca la había visto.

Sin embargo, en aquel momento, su expresión era completamente nueva e indescifrable.

–Voy a hacer una barbacoa después del trabajo –le dijo Gib–. Deberías venir.

Ella se quedó mirándolo con asombro.

–¿Quieres que vaya a tu casa a cenar?

–¿Por qué no?

«Sí, claro, ¿por qué no?». Llevaba tanto tiempo esperando a que le pidiera que saliera con él, que no sabía qué hacer. Miró a Morgan, que, disimuladamente, le hizo un gesto de aprobación estirando los pulgares hacia arriba.

–Bueno –dijo Gib–, ¿vas a venir?

–Claro –respondió ella, tratando de utilizar el mismo tono despreocupado–. Muchas gracias por invitarme.

Él asintió y se fue hacia su puesto, donde estaba haciendo una estantería que parecía un roble. Sus creaciones eran preciosas y cada vez tenían más demanda. Estaba haciendo realidad su sueño, algo que le había enseñado el abuelo de Kylie cuando Gib era su aprendiz.

Ella se giró hacia su mesa. Estaba haciéndola para uno de los clientes de Gib, porque él había tenido la amabilidad de recomendársela a ese cliente.

Después de unas horas de concentración, se dio cuenta de que eran las seis en punto y de que se había quedado sola en el taller. Recordó vagamente que Gib y Morgan se habían ido hacía una hora, y que ella se había despedido sin mirar, moviendo la mano.

Cerró con llave el taller, metió a Vinnie en el transportín con sus juguetes y tomó su bolso de la estantería que había debajo del mostrador. El bolso se había inclinado y el contenido había caído al suelo. Al recogerlo, se dio cuenta de que le faltaba algo: su pingüino.

Era una talla de unos diez centímetros de longitud que le había hecho su abuelo hacía años; era lo único que conservaba de él y siempre lo llevaba consigo, como si fuera su amuleto. Si tenía aquel pingüino, su último lazo con su abuelo, todo iría bien.

Pero había desaparecido. Lo buscó por toda la tienda, pero no lo encontró. Con un nudo de pánico en la garganta, llamó a Gib, pero él tampoco lo había visto. Llamó a Morgan, a Greg y a Ramon, los otros dos ebanistas, pero nadie había visto su pingüino. Volvió a llamar a Gib.

–No está por ningún sitio.

–¿No te lo has dejado en alguna parte y se te ha olvidado? –le preguntó él, en un tono racional.

–No. Sé dónde estaba: en mi bolso.

–Aparecerá mañana –le dijo él–. A lo mejor está con esa regla que me perdiste la semana pasada.

Ella se sintió frustrada.

–No me estás tomando en serio.

–Claro que sí –dijo él–. Estoy preparando todo para la barbacoa, haciendo mis famosos kebabs. Para ti. Así que vente para acá.

–Gib, creo que alguien me ha robado el pingüino.

–Mañana por la mañana te ayudo a buscarlo, ¿de acuerdo? Lo encontraremos. Vamos, ven ya.

–Pero…

Pero nada, porque él ya había colgado. Kylie miró a Vinnie.

–No me ha hecho ni caso.

Vinnie estaba muy cómodo en el transportín, y se limitó a bostezar.

Ella suspiró y salió de la tienda. Al atravesar el patio, se relajó. Adoraba aquel edificio. Notó el empedrado bajo los pies y observó la gloriosa arquitectura de aquello que la rodeaba: las ménsulas de ladrillo y la viguería de hierro, los enormes ventanales.

Había humedad en el ambiente. Estaba anocheciendo y las guirnaldas de luces que habían colocado en los bancos de hierro forjado que había alrededor de la fuente estaban encendidas.

Kylie pasó por delante de la Tienda de Lienzos y de la cafetería, que ya estaban cerradas, como la mayoría de los locales.

Sin embargo, el pub sí estaba abierto, y ella decidió parar un momento. Casi todas las noches, alguna de sus amigas estaba allí. Aquella vez encontró a la administradora del edificio, Elle, a la hermana de Joe, Molly, y a Haley, que era optometrista y tenía la óptica en el segundo piso.

Sean, uno de los propietarios del pub, estaba detrás de la barra. Estaba muy moreno, porque había hecho un viaje a Cabo con su novia Lotti, y acababan de volver. Sean sacó una galleta para perros de un frasco que tenía debajo de la barra y se la dio a Vinnie.

Vinnie se la tragó entera.

–¿Lo de siempre? –le preguntó a Kylie.

–No, esta noche, no. No me voy a quedar. Aunque… bueno… ¿Un café rápido?

Elle y Molly llevaban traje. Elle, porque dirigía el mundo. Molly, porque dirigía la oficina de Investigaciones Hunt, la agencia de detectives en la que trabajaba Joe. Haley llevaba una bata blanca y unas gafitas adorables.

Por su parte, ella no se preocupaba en absoluto de la moda, así que llevaba unos pantalones vaqueros, una sudadera de los Golden State Warriors y algo de serrín pegado a la ropa. Tenía más ropa para estar en casa y para dormir que para salir a la calle.

Haley estaba hablando de su última cita, que había salido muy mal. La mujer con la que había salido había hecho circular el rumor de que se habían acostado para vengarse de una antigua novia. Haley suspiró.

–Las mujeres son un asco.

–Bueno, los hombres tampoco son para tirar cohetes –dijo Molly.

–Gib me ha pedido, por fin, que salga con él –soltó Kylie.

Todas soltaron un jadeo muy dramático, y ella se echó a reír. Llevaba un año trabajando en su taller, y no había parado de deshacerse en elogios hacia él.

–Me va a hacer una barbacoa en su casa esta noche.

Otro jadeo colectivo. Kylie supo que estaban muy contentas por ella. Y ella también estaba muy contenta.

¿Verdad?

Sí, claro que sí. Había esperado aquello mucho tiempo. Entonces, ¿por qué no dejaba de pensar en Joe y en aquel maldito beso? No se le iba de la cabeza cómo había deslizado el brazo por sus caderas y cómo había hundido la otra mano en su pelo, cómo se lo había agarrado lentamente con el puño para sujetarla mientras la besaba despacio, profundamente. Había sido el beso más erótico de toda su vida…

Porque se saboteaba a sí misma. Por eso. Había heredado aquel rasgo de su madre, que era especialista en sabotearse a sí misma. Su droga eran los hombres. Los hombres equivocados. Y ella no estaba dispuesta a seguir sus pasos.

En aquel momento entró una mujer en el pub y se dirigió hacia la barra. Tenía el pelo negro, con algunos mechones teñidos de morado. Lo llevaba recogido con un lapicero, a modo de moño alto. Llevaba una camiseta con la leyenda Keep Calm and Kiss My Ass, unos pantalones vaqueros muy ajustados y unos botines que hicieron suspirar a Elle y a Molly. Se llamaba Sadie, y era tatuadora. Trabajaba en la Tienda del Lienzo.

Saludó a Sean con un gesto de la cabeza y le dijo:

–Ponme unas alitas, unas patatas fritas y lo que tengas de postre. Bueno, y ¿sabes qué? Ponme doble ración de todo eso.

Miró a Kylie y al resto de las chicas, y les dijo:

–Cuando necesitas un minuto para tranquilizarte en el trabajo, porque la violencia no está bien vista.

–Y que lo digas –le respondió Molly–. Bonita ropa, por cierto.

Kylie suspiró.

–Yo tengo que aficionarme un poco a la moda.

–Mi única afición es intentar cerrar la puerta del ascensor antes de que se suba alguien más –dijo Sadie.

Elle asintió.

–Eh, si alguien dijera que se ha acostado contigo cuando no es verdad, ¿qué harías? Haley tiene un problema.

–En primer lugar, no te molestes en negarlo. No te va a servir de nada –dijo Sadie–. En vez de eso, úsalo. Dile a todo el mundo lo inútil que era e invéntate que tenía fetiches raros, como… que gritaba el nombre de su madre justo antes del orgasmo, o algo por el estilo. Hay que destruir al sujeto.

–Vaya, eso es muy buena idea –dijo Haley.

–No es la primera vez que me pasa –dijo Sadie.

Kylie se tomó el café de un trago y se puso en pie con Vinnie.

–Bueno, cariño, nos vamos a casa de Joe.

Todo el mundo se quedó mirándola con asombro, y ella se corrigió rápidamente.

–Quiero decir que nos vamos a casa de Gib.

Elle la señaló.

–Ha dicho Joe.

Haley asintió.

–Claro que ha dicho Joe.

–Espera, espera. ¿Joe, mi hermano? –le preguntó Molly.

–Yo no conozco a otro Joe, ¿y tú? –inquirió Elle.

–Y está buenísimo –añadió Haley–. ¿Qué pasa? –preguntó, al ver que todas la miraban–. Soy lesbiana, no es que esté muerta.

Molly hizo un gesto de horror y se tapó los oídos con las manos.

–Por favor, chicas. Es mi hermano.

Con desesperación, Kylie le hizo otro gesto a Sean.

–Creo que necesito otra dosis de cafeína.

Molly le dio un golpecito en el hombro.

–Y yo necesito que me digas lo que pasa entre Joe y tú.

–Para llevar –le dijo Kylie a Sean.

Él la miró con asombro.

–¿Cuántos cafés te has tomado ya hoy?

–No demasiados –dijo ella, y tomó un sorbito. Tenía las manos temblorosas. Miró a Molly, y le dijo–: La respuesta a tu pregunta es «nada». Entre Joe y yo no hay nada, aunque estoy segura de que no nos caemos demasiado bien el uno al otro, no te enfades.

Molly se encogió de hombros.

–Es una persona peculiar. Yo lo quiero porque es mi hermano, así que no me enfado.

–No solo no nos caemos bien –puntualizó Kylie–, además, nos irritamos el uno al otro. Solo con respirar. Todo el tiempo.

–Um… –dijo Molly, y miró a Elle–. ¿Estáis oyendo lo mismo que yo?

–Sí. El clásico caso de protestar demasiado.

–No –dijo Kylie–. De verdad.

–Está en periodo de negación –dijo Elle.

–¿Lo ves? Por eso nunca se debe negar nada –dijo Sadie, con calma.

–¡Lo niego porque no es verdad! –exclamó Kylie–. Lo de Joe no es nada.

–Y ahora hay un «lo de Joe» –dijo Haley–. Fascinante.

–Bueno, adiós –dijo Kylie, tomando el transportín de Vinnie–. Nos vamos a la barbacoa.

Vinnie se animó al oírlo. Vinnie adoraba la comida.

–Que es en casa de… ¿quién, otra vez? –preguntó Haley, con inocencia.

–En casa de Joe –dijo Kylie. Rápidamente, se tapó la boca con la mano–. ¿Qué me pasa?

Sus amigas sonrieron.

–No, no. Voy a casa de Gib –se corrigió, con horror, y deletreó el nombre–: G-I-B. Gib –dijo. Y, antes de empeorar aún más la situación, se marchó.

Dejó a Vinnie en casa, con un abrazo y su cena. A los treinta minutos, estaba en el porche de casa de Gib. Él había heredado una pequeña residencia victoriana en Pacific Heights. Era una casita muy mona, de ancianita, y todo el mundo que la visitaba se reía de él por quedársela.

A Gib no le importaba. En San Francisco, la vivienda estaba por las nubes, así que él había acondicionado la casa para adecuarla a sus expectativas. Había añadido un par de toques modernos, una televisión de ochenta pulgadas y otra nevera, y se había dado por satisfecho.

Kylie llamó, pero él no respondió. Seguramente, porque la música estaba a todo volumen, y porque había mucha gente dentro de la casa.

Aquello no era una cita. Era una fiesta.

Se sintió como una tonta y se dio la vuelta para marcharse. Justo en aquel momento, Gib abrió la puerta.

–¡Eh! –exclamó. Al verla, sonrió–. ¡Has venido! Oye –le dijo, en voz más baja, mirando hacia atrás subrepticiamente, por encima de su hombro–: Han aparecido unos cuantos amigos por sorpresa, y han…

Desde detrás, alguien le rodeó la cintura con ambos brazos. Entonces, apareció la cara sonriente de Rena, su bellísima y perfecta exnovia, que apoyó la barbilla en su hombro.

–Hola, Kylie –dijo, y lo estrechó con afecto–. ¿Qué tal estás?

–Bien –dijo Kylie, automáticamente, sin apartar la mirada de Gib.

Él le dijo, en silencio, formando las palabras con los labios:

–Lo siento.

Sin embargo, Kylie era la que más lo sentía. Se sentía una completa idiota.

–No puedo quedarme. Ha surgido algo y tengo que…

Gib se zafó de Rena, la agarró, tiró de ella hacia dentro y le puso una copa de vino en la mano.

–Quédate, bebe. Diviértete –le dijo, y bajó la voz–. De verdad, lo siento muchísimo. No la esperaba. Quédate, por favor.

Kylie se tragó el vino y, después, reuniendo valor, bailó con Gib. Dos veces. Y le pisó solamente una vez.

Cuando quedó claro que Rena no iba a marcharse antes que ella, Kylie se marchó a casa justo antes de la medianoche, porque, al igual que Cenicienta, tenía que trabajar a la mañana siguiente.

Como estaba un poco frustrada y muy cansada, no se dio cuenta de que había un sobre marrón en el suelo, un sobre que alguien había metido por debajo de la puerta. Saludó a Vinnie, que estaba adormilado y tan adorable como siempre, y fue a la cocina a sacar el helado del congelador y tomar un poco. Al apoyarse en la encimera con la cuchara y el bote, vio el sobre, que estaba justo delante de la puerta.

Era extraño, porque había recogido todo el correo aquella tarde, al dejar a Vinnie. Dejó el helado en la encimera y tomó el sobre. Dentro había una foto Polaroid que le paró el corazón.

Era un primer plano de su pingüino de madera en peligro mortal, colocado como si fuera a caerse del Golden Gate Bridge a la bahía.

¿Qué demonios…?

Alguien le había robado el pingüino y, lo que era peor, la estaba provocando con él. ¿Por qué? No se le ocurría ningún motivo, y se dio cuenta de que tenía que hablar de aquello con alguien. ¿Con quién? No podía ser con Gib, porque no quería ir corriendo a llorar al hombro de su amor platónico como una damisela en apuros en pleno siglo XXI. Podía ir a la policía, pero ya se imaginaba cómo iba a ir la denuncia: «Hola, alguien me ha robado mi pingüino de madera y está fingiendo que lo tira a la bahía».

Se reirían de ella.

No podía hacer nada, pero quien hubiera hecho aquello la conocía o, por lo menos, sabía dónde vivía. Se asustó. Comprobó que todas las cerraduras de las ventanas y las puertas funcionaban bien. Después, acostó a Vinnie, apagó la luz y se metió en la cama.

Y se quedó allí despierta, atenta, sobresaltándose con cada pequeño crujido de la casa.

Dos minutos después, se levantó, tomó a Vinnie y se lo llevó consigo a la cama. Normalmente, Vinnie no tenía permitido subirse a la cama, así que se puso muy contento y se acurrucó en la almohada, junto a ella. Una ráfaga de viento hizo chocar la rama de un árbol contra su ventana, y ella se puso rígida.

–¿Has oído eso?

Vinnie, que debía de sentirse seguro, cerró los ojos.

Pero Kylie, no. No pudo dormir ni un segundo y, a la mañana siguiente, sabía perfectamente que no podía seguir así. Necesitaba respuestas.

Lo cierto era que detestaba tener que pedir ayuda. La habían educado para que contara solo consigo misma, así que iba contra su instinto. No obstante, el miedo la motivó. Necesitaba hablar con alguien a quien se le dieran bien aquellos asuntos.

Archer, el director de Investigaciones Hunt, fue la primera persona en la que pensó. Podría acudir a él. Sin embargo, él sabía que ella no andaba muy bien de dinero, así que no querría cobrarla, y ella se sentiría culpable por apartarlo de su trabajo para atenderla.

Se estrujó el cerebro, pero solo se le ocurrió otra respuesta: Joe. Podría hacerle el espejo a cambio de su ayuda.

Mierda.

E-Pack HQN Jill Shalvis 1

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