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Capítulo 14 #QueLaFuerzaTeAcompañe

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–Y entonces fue cuando Vinnie, por fin, me trajo un juguete a los pies –dijo Kylie, que estaba contándoles a sus amigas lo que había ocurrido la noche anterior.

–¿Sí? –preguntó Haley, emocionada–. Qué bueno es. Sabía que podía hacerlo.

Al ver la cara de Haley, Elle entrecerró los ojos y cabeceó.

–No, no. No es la historia completa. ¿Qué te llevó? ¿Un par de calcetines?

–Um –dijo Kylie.

–¡Unas bragas! –exclamó Elle, y todas se echaron a reír.

Estaban en la cafetería, haciendo cola para pedir un café. Tina era la dueña del establecimiento y quien atendía en la barra. Era una mujer impresionante, alta, de pelo y piel oscuros, y adoraba que todo fuera grande: una gran melena, unos grandes pendientes y unos zapatos enormes.

Kylie admiraba su pasión por la moda, porque su propio estilo era ponerse cualquier cosa que le resultara cómoda.

Por suerte, a Tina también le encantaba hacer magdalenas. Cuando Tina era Tim, no había magdalenas en la cafetería. Solo café. Pero Tina era más feliz que Tim, y eso se había traducido en las magdalenas más increíblemente ricas del mundo.

–Podría ser peor –dijo Tina–. Podría haberte llevado el consolador.

Kylie gimió de angustia, y todo el mundo rompió a reír.

–Oh, Dios mío –dijo Haley–. ¿Hizo eso? ¿De verdad? ¿Te llevó el vibrador? ¡Eres mi nueva heroína!

A Kylie le ardían las mejillas.

–Eh –dijo Tina–. No te avergüences. Eres una mujer con sus necesidades y, ahora, él sabe que tú sabes satisfacer esas necesidades. Lo cual significa que también sabe que no necesitas ningún hombre. Eso es una presión añadida para él, que le obliga a comportarse bien, o retirarse –le explicó con una sonrisa–. Y, hazme caso, para un hombre, eso siempre es una buena cosa.

–No te preocupes, cariño –le dijo alguien que iba detrás de ellas en la fila. La señora Winslow, que tenía más de ochenta años y vivía en el tercer piso del edificio, sonrió con picardía–. A él le gustarán tus juguetes. Pero acuérdate de que todo es muy divertido hasta que a alguien se le pierde la llave de las esposas.

Tina alargó el brazo por encima del mostrador para chocar la palma de la mano con ella.

Pru, otra de las amigas de la pandilla, entró en la cafetería con ropa deportiva.

–¡Cómo odio darle sin querer al botón de parada de la cinta de correr y tener que venir a comprarme una magdalena!

–No deberías hacer ejercicio con el estómago lleno –le dijo Elle.

–Claro. Así que no voy a poder hacer ejercicio. Nunca –dijo Pru, y sonrió nerviosamente–. O, por lo menos, hasta dentro de nueve meses.

Todas jadearon y empezaron a hablar al mismo tiempo.

Elle alzó las manos para pedir silencio y miró a Pru.

–¿Estás embarazada?

–El palito se ha puesto azul –dijo Pru, y añadió con una exhalación–: Estoy un poco aterrorizada.

Entonces, empezaron a abrazarla y a hacerle carantoñas hasta que Pru las detuvo.

–De acuerdo, de acuerdo, me queréis, os quiero, sí, sí. Pero estamos haciendo una escenita en público y no voy a ser esa embarazada que quiere toda la atención para sí.

–¿Qué tal se lo ha tomado Finn? –le preguntó Elle.

Finn era el marido de Pru, y dueño de la mitad del pub. Ella sonrió.

–Está feliz.

–Bien –dijo Elle–. Pero, la verdad, me alegro de que seas tú. De todas nosotras, tú eres la única que puede permitirse engordar, tener que estar despierta toda la noche cantando nanas y cosas de esas, como no beber hasta dentro de nueve meses y… ¿Qué? –le dijo a Kylie, que le estaba diciendo por señas que se callara.

–Oh, Dios mío –murmuró Pru, que estaba muy pálida–. Voy a engordar.

–No, no –dijo Elle, intentando arreglar la situación–. Solo un poco. Además, será por una buena causa, ¿no?

–Claro –dijo Pru–. Pero voy a tener que quedarme despierta toda la noche cantando nanas. ¡Y no me sé ninguna!

–Podemos comprar un libro –dijo Elle–. Y apuntarnos a un gimnasio. Todo va a ir bien –le dijo, y todas volvieron a abrazarse.

En aquel momento, Willa entró corriendo y se disculpó con toda la fila por colarse para acercarse a su grupo.

–Disculpe… No voy a comprar nada, de verdad.

–Pru está embarazada –le dijo Elle.

Willa soltó un jadeo y sonrió.

–¡Lo sabía!

–¿Sí? –preguntó Pru–. ¿Cómo?

–Porque después de que nos comiéramos el plato de alitas el otro día, tuviste que desabrocharte la cremallera de los vaqueros –dijo Willa. Le dio un abrazo a Pru, y su bolso hizo un ruido raro.

Llevaba tres cachorros de labrador negros.

Todo el mundo dio exclamaciones de deleite.

–Estoy cuidándolos –dijo Willa–. Cuando muera, quiero reencarnarme en cachorro de labrador negro.

–Yo, en pastor alemán –dijo Tina.

–Duro, impenetrable y leal –dijo Haley, y asintió–. Te pega mucho.

–Gracias, cariño –dijo Tina, y sonrió–. A mí me parece que tú serías un gran san bernardo.

–Eh –dijo Haley, pero después suspiró–. En realidad, después de haberme dado un puñetazo a mí misma en la cara al tratar de taparme bien con la manta esta mañana, puede que tengas razón.

–No, es porque eres amable, cariñosa y cálida –le dijo Tina.

–Ah –respondió Haley–. Eso también me vale.

–Creo que Elle debería ser un dóberman –dijo Willa–. Dura, malota y lista como un demonio.

–Eso me gusta –dijo Elle, mirando a Willa–. Y tú serías un pit bull. Todo ladridos y algún mordisco, pero una protectora feroz de todos a los que quieres.

Y, entonces, todas se volvieron hacia Kylie. La miraron durante mucho tiempo, y ella se impacientó.

–¿Y bien? –preguntó, por fin.

–Un gato –dijeron ellas, al unísono.

–Estupendo –dijo, haciendo un gesto de desesperación–. Soy maniática e independiente.

–No, no. Eres cariñosa, curiosa, juguetona y aventurera –le dijo Elle.

Ah. Bien, eso estaba muy bien.

–¿Magdalenas con los cafés, señoras? –preguntó Tina.

–No deberíamos –dijo Elle, que era la más fuerte.

Sadie se acercó e hizo un gesto negativo con la cabeza.

–Cuanto más peséis, más difíciles seréis de secuestrar –les dijo–. Para estar más seguras, comed magdalenas. Varias.

Así que comieron magdalenas. Varias.

Aquel día, más tarde, Kylie se llevó una sorpresa al ver a su madre llegar a la tienda con comida preparada.

–¿Qué ocurre? –preguntó Kylie, mientras se quitaba el delantal e intentaba sacudirlo.

–¿Es que tiene que ocurrir algo? –preguntó su madre.

Llevaba un vestido liviano de tirantes y una cazadora vaquera abierta para dejar ver su amplio escote de cirugía plástica, y unas sandalias de tacón. Como siempre, aparentaba treinta y cinco años, en vez de cincuenta. Sin embargo, aquel día tenía una mirada triste.

–No –dijo Kylie–. Claro que no. Es que normalmente cuando nos vemos es porque pasa algo, nada más.

–Puede que una hija debiera preocuparse más de ver a su madre.

Kylie la tomó de la mano.

–Puede que sí –dijo–. Vamos, cuéntamelo.

–No pasa nada, de verdad. Solo quería ver a mi hija y comer con ella. Vinnie, cariño, ven aquí y dame un beso, ya que mi hija no quiere.

Vinnie se acercó corriendo, moviendo la cola de alegría. Su madre lo tomó en brazos y le hizo carantoñas con una sonrisa.

Kylie suspiró.

–Bueno, yo no voy a competir lamiéndote la cara ni moviendo el trasero de felicidad –dijo.

–¿Y qué te parece si me das un abrazo?

–Estoy sucia –le advirtió Kylie.

–Puedo lavarme.

Así que se dieron un abrazo. Su madre olía a perfume caro, y Kylie sabía que ella olía a serrín y, seguramente, a barniz.

Se sentaron en el patio con Vinnie y comieron sándwiches y patatas fritas. Cuando terminaron, Kylie la miró.

–¿Qué? –preguntó su madre.

–Estoy esperando a que me cuentes el verdadero motivo por el que estás aquí.

–Te he echado de menos.

–Yo también, mamá.

–Han pasado varios meses –dijo su madre–. La verdad es que nos llevamos mejor cuando pasa tiempo entre las visitas.

Kylie abrió la boca para negarlo, pero era cierto, y su madre se echó a reír al ver su cara.

–Tengo razón.

–Es posible –admitió Kylie.

–Pero me alegro de oír que me has echado de menos.

–Sí, te he echado de menos. Pero me da la sensación de que hay algo más.

Su madre suspiró.

–Necesito un poco de ayuda en este momento, nada más.

–¿Qué clase de ayuda?

–Estoy entre dos trabajos de camarera, y tengo algunas posibilidades más en la recámara, pero me vendría bien un poco de ayuda para pagar el alquiler este mes, hasta que me salga algo. Te lo devolveré en cuanto cobre el siguiente cheque, te lo prometo –dijo. Hizo una pausa, y suspiró–. Eso, o tendré que ir a vivir contigo.

Kylie sintió tal horror ante aquella idea que, rápidamente, pensó en lo que tenía en el banco. Aunque no podía permitírselo, era la única forma de asegurarse de que ninguna de ellas matara a la otra.

–Te ayudaré, claro.

–Gracias, cariño –dijo su madre, y alzó la lata de refresco para hacer un brindis–. Porque nunca tengamos que ser compañeras de piso.

Kylie brindó con su té helado.

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