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Capítulo 10 #¿HablasConmigo?

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A Joe no se le ocurría ningún motivo por el que Gib estuviera en casa de Kylie si ella no estaba allí. Así que no bajó la pistola, permitiendo que el arma hiciera la pregunta por él.

Sin embargo, Kylie tenía otras ideas.

–Gib –jadeó, y salió de detrás de Joe–. ¿Qué demonios estás haciendo?

Joe no se movió, y Kylie, al ver que Gib no hablaba, se giró hacia él.

–¿Y tú? –inquirió, señalando la pistola–. Vamos, baja eso.

¿Que qué estaba haciendo él? ¿Lo preguntaba en serio? Había un desgraciado que estaba jugando con ella, con sus emociones, y ¿no entendía por qué había apuntado con un arma al tipo que salía de su apartamento?

–Me pregunto por qué tu jefe sale de tu casa como si fuera suya –dijo con calma.

–Oh, Dios mío.

Kylie se puso entre la pistola y Gib.

Mierda.

Inmediatamente, él bajó la pistola, pero no la guardó.

Kylie puso los ojos en blanco.

Tal vez, en otra ocasión, él se habría maravillado de su valor o de su estupidez. En su ámbito, era famoso, incluso temido, por su puntería. Y, sin embargo, allí estaba ella, protegiendo al sospechoso, con una mirada llena de furia.

Él era el que debía estar furioso. En aquel momento, le agradecía mucho al ejército de los Estados Unidos que le hubiera enseñado a mantener el control y a dominar sus emociones.

Aún no le había explicado a Kylie que había investigado a Gib con los programas de búsqueda de Archer. Sabía cuáles eran los secretos de aquel tipo. Se había casado a los dieciocho años y se había divorciado menos de un año después. Tres años antes, le habían condenado por conducir bajo los efectos del alcohol. Y acababa de gastarse muchísimo dinero en un Lexus nuevo. Y… era exactamente lo que parecía, un buen tipo, aunque un poco egocéntrico, que tenía un estilo propio a la hora de fabricar sus piezas y no copiaba a Michael Masters. Y que gastaba mucho dinero, un dinero que ganaba por sí mismo, no un dinero robado.

Él no era el ladrón de Kylie.

¿Le molestaba a él que Gib cobrara de más por sus trabajos y le pagara tan poco a Kylie? Sí, claro que sí. Y le molestaba que, de repente, hubiera empezado a jugar con los sentimientos de Kylie. Le habría venido muy bien que Gib fuera el malo de la película, pero el instinto le decía que no era él. Sabía que tendría que decírselo a Kylie más tarde o más temprano, pero lo que le convenía era decírselo más tarde.

Kylie lo miró como si fuera tonto y, después, se giró hacia Gib.

–¿Qué estás haciendo aquí?

–Volví al taller y vi que te habías dejado el cheque de la nómina –le dijo Gib, sin apartar la mirada de Joe–. Como sabía que te haría falta, te lo he traído. Te lo he puesto en la mesa de la cocina.

Kylie asintió.

–De acuerdo, gracias. Nos vemos mañana.

Gib no se marchó. Se cruzó de brazos y siguió mirando a Joe a los ojos.

–Se me ocurrió que a lo mejor podíamos ver la televisión juntos un rato. Alguno de tus programas favoritos. ¿Iron Chef?

–Qué mono –dijo Joe.

–Es uno de sus preferidos –respondió Gib.

Claro. Y él no lo sabía porque no veían la televisión juntos. No hacían nada juntos, porque… Bueno, porque él era un idiota que había permitido que Kylie pensara que no quería nada en serio con ella, que no podía tener una relación seria. Se dio la vuelta para marcharse, pero Kylie lo tomó del brazo.

–Joe.

Él se alejó un poco más, de modo que la mano de Kylie cayó.

–Es tarde –dijo–. Tengo que irme.

–Joe.

Él la miró.

Kylie se acercó a él y le dijo en voz baja:

–Mira, lo siento. Tiene la llave de mi casa porque, como sabes, a mí se me olvida a menudo dentro…

–No me debes ninguna explicación, Kylie.

Ella lo miró fijamente.

–De acuerdo.

–Bueno –dijo él.

Al mirarla a los ojos, se dio cuenta de que estaba enfadada. Y él no necesitaba nada de aquello. Ni siquiera lo entendía. Así que se dio la vuelta y se marchó.

Oyó que Kylie cerraba de un portazo. Con Gib y ella al otro lado de la puerta.

–Pues muy bien –dijo.

Sí. Era todo un imbécil. Eso era.

Kylie se apoyó en la puerta con los brazos cruzados y miró a Gib.

–¿De qué va esto?

–Ya te he dicho que se te olvidó el cheque y…

–La verdad, Gib.

Él apartó la mirada con una exhalación.

–Pues que no me gusta nada que de repente estés tanto con él, ¿de acuerdo?

–No, no estoy de acuerdo.

Él volvió a suspirar y se miró los zapatos mientras se frotaba la nuca.

–Las cosas ya no son como antes entre nosotros. Va todo mal. Y eso me asusta.

–Lo que está mal es que me tienes confundida –replicó ella–. Sabías que estaba enamorada de ti desde quinto curso y nunca me has dicho nada de que sintieras algo por mí. Hasta que Joe apareció en la tienda. Entonces, de repente, empezaste a pedirme salir y a acercarte a mí.

–Puede que al ver que Joe te mira como si fueras una tarta se me han abierto los ojos y me he dado cuenta de lo que he sentido siempre –admitió él–. Pero ¿qué importa? –preguntó, y dio un paso hacia ella con una mirada llena de calidez–. Podría haber algo entre nosotros. Lo sé.

Ella se quedó mirándolo mientras analizaba sus propios sentimientos. No le resultó fácil, pero se dio cuenta de que había una gran diferencia entre un enamoramiento adolescente y el amor adulto.

–Dime una cosa. Si has sentido siempre algo por mí, ¿por qué has esperado tanto para decírmelo?

–No podía tener una relación contigo. No, cuando tu abuelo… –dijo Gib. Empezó a cabecear con consternación–. Él me lo dio todo, Ky. Fuera lo que fuera lo que sentía por ti, nunca me pareció bien.

–Pero él murió hace mucho tiempo.

Él abrió la boca para responder, pero ella alzó una mano.

–No, espera. No quiero hablar de esto ahora. Estoy agotada. Por favor, márchate.

–¿Quieres que me marche? –le preguntó Gib con incredulidad.

–Sí, eso es lo que quiero –respondió ella–. Porque quiero seguir siendo tu amiga y tu empleada. Y me temo que, si sigues hablando, todo eso quedaría en peligro, porque intentaría matarte.

Él negó con la cabeza.

–Entonces, ¿ni siquiera vamos a intentarlo?

–Creo que has perdido tu tren.

Se quedó asombrado, como si aquello fuera lo último que esperaba oír, y eso reforzó la convicción de Kylie.

–No somos el uno para el otro, Gib.

Él la miró con un afecto sincero, y con un pesar sincero. Y, también, con deseo. Durante todo aquel tiempo, ella había querido ver todo aquello en sus ojos, pero, ahora, no se sintió conmovida.

–Si pudiera cambiar las cosas –dijo él–, si pudiera volver atrás y darme una patada en el culo y decirme a mí mismo que no tenía que dejar lo mejor para el final, lo haría.

Y, con aquello, desapareció.

Y ella se fue a la nevera y sacó un bote de helado de galleta para calmar sus dudas y su incertidumbre.

Al día siguiente, por la tarde, Joe estaba completamente distraído en el trabajo, mientras la reunión del equipo continuaba sin él. Intentó concentrarse antes de que Archer le diera una patada en el trasero. Sin embargo, había tenido un día difícil. Habían estado intentando cobrar una buena recompensa que estaba a punto de ser retirada si no conseguían llevar al acusado, Milo Santini, a su cita con el tribunal. Milo tenía antecedentes penales, iba siempre armado y no era un tipo agradable. Así pues, no fue nada sorprendente que su detención no hubiera salido bien.

Estaba escondido en el sótano del edificio del distrito financiero de la ciudad cuando habían dado con él, y un empleado de la limpieza había estado a punto de morir abrasado cuando Milo, en medio de su furia al verse acorralado, le había prendido fuego a una enorme pila de ropa de la lavandería para causar confusión.

Durante la detención, Milo se había llevado la peor parte, y eso había provocado una investigación de la policía. Todos los integrantes de Investigaciones Hunt habían quedado exculpados, pero Archer estaba enfadado y llevaba una hora echándoles la bronca y revisando con ellos el protocolo.

Lo cierto era que habían seguido el protocolo.

Bueno, casi por completo.

Algunas veces, en el calor del momento, por ejemplo, cuando un delincuente peligroso provocaba un incendio que era una amenaza para gente inocente, ocurrían cosas.

Cosas como que el tipo recibiera un buen puñetazo en la cara.

No había sido él; en realidad, había sido Lucas quien se lo había dado. Lucas había perdido a un hermano durante un incendio provocado. Aunque ninguno iba a acusarlo; estaban dispuestos a que les pegaran un tiro antes que acusarse entre ellos. Aquel trabajo no era fácil, y ellos eran un equipo, aunque cada uno tuviera sus motivaciones personales. En el caso de Joe, a él le gustaba que lucharan en el lado bueno. Tal vez así consiguiera purificar un poco su karma.

Pensaba que también podía ser esa la motivación de Lucas, aunque Lucas tenía mucha más ira que él. Una ira que canalizaba haciendo muy, muy bien su trabajo.

–Vamos a revisarlo de nuevo –dijo Archer, en un tono engañosamente suave, mirando con dureza a Joe, a Lucas, a Trev, a Reyes, y a Max, además del dóberman de Max, Carl. Todos ellos habían recibido un minucioso entrenamiento por parte del mismo Archer–. ¿Cuáles son los pasos que hay que dar en caso de incendio? –preguntó, mirando a Lucas.

Mierda, pensó Joe. Lo sabía. Aunque, en realidad, no le sorprendía mucho. Archer siempre lo sabía todo.

Lucas se encogió de hombros.

–¿Los pasos más grandes de todos?

Respuesta incorrecta. Archer todavía estaba gruñendo cuando Molly entró en la sala y dejó un par de bolsas grandes de color marrón sobre la mesa de reuniones.

Carl se irguió y se relamió.

Ellos, también.

–Comida –dijo Molly, mientras lo miraba a él de arriba abajo.

Se estaba cerciorando de que no había recibido ninguna herida. Todavía estaba asustada por el golpe en la nuca que le habían dado hacía unos meses. Pero él se había recuperado. Y le irritaba que ella tratara de ser la protectora, cuando ese era su papel. Se había ocupado de ella durante toda la vida, bueno, salvo en aquella ocasión en la que había fracasado estrepitosamente. Él le miró la pierna derecha mientras ella rodeaba la mesa, cojeando.

Aquel día le estaban doliendo la pierna y la espalda y eso le mataba, porque, de no haber sido por él, su hermana no habría resultado herida.

Nadie se hubiera atrevido a tocar las bolsas mientras Archer todavía estaba hablando, pero él se calmó al ver a Molly y le dio las gracias por la comida con una sonrisa.

–Bueno –dijo, mientras empujaba las bolsas hacia el centro de la mesa para que todo el mundo pudiera alcanzarlas–. Le prometí a la policía que os diría todo esto. Ahora, cambiemos de tema.

Por fin. Mientras comían, Archer les informó de los siguientes casos. Él escuchó solo a medias.

Max le dio a Carl un hueso. El perro observó con melancolía la comida de Max, pero, con un suspiro, tomó el hueso.

Joe comió todo aquello que pudo alcanzar. En su opinión, lo mejor para bajar la adrenalina era el sexo, pero, como sustitutivo, la comida podía valer. La sala de reuniones se había quedado en silencio, salvo por los sonidos de la comida y algún gruñido. Joe se puso a pensar en una mujer. No en Ciera, la nueva y muy atractiva camarera del pub, que le había pasado su teléfono hacía muy poco tiempo. Ni en Danielle, a la que había conocido en el gimnasio y con la que había pasado tres noches apasionadas antes de que él tuviera que marcharse de la ciudad por una cuestión de trabajo y, al volver, no la hubiera llamado de nuevo.

No. Estaba pensando en la única mujer que podía volverlo loco sin pretenderlo.

Kylie.

Odiaba cómo habían terminado las cosas la noche anterior.

Y a Gib.

Kylie y Gib…

Mierda. Sabía que Kylie y Gib no estaban juntos porque ella se lo había dicho, y él la conocía. Llevaba un año observándola. Ella no había salido demasiadas veces. Necesitaba sentir algo de verdad por un tipo.

Y, sin embargo, a él lo había besado con toda su alma y su corazón.

Entonces, ¿por qué lo había dejado pasar? «Porque eres imbécil», se dijo. «Porque sabes que estás aceptando algo de ella que no vas a poder devolverle».

Sabía que Kylie no le había contado toda la historia de por qué el pingüino de madera era tan importante para ella. Le resultaba frustrante que no confiara en él. Sin embargo, él tampoco confiaba en nadie, y era especialista en mantener a la gente a distancia.

Pero eso no era cierto con ella. No podía quitársela de la cabeza. Había intentado besarla para librarse de una vez de la atracción, pero el intento había sido un fracaso. Cada vez que la miraba, le parecía la mujer más deseable del mundo. Tal vez, si la besara una última vez, consiguiera olvidarla… Podría apoyarla contra una pared y…

–Está completamente ido –dijo Lucas con una sonrisa de diversión–. Creo que está soñando. Seguramente, con esa chica tan guapa de O’Riley’s que le metió el número de teléfono en el bolsillo la semana pasada.

Joe abrió los ojos y vio que Lucas estaba agitando una mano delante de su cara. La apartó de un manotazo.

–No, no estoy soñando.

–No sé, tío. Estabas sonriendo, y todo.

Joe puso los ojos en blanco con resignación.

Archer enarcó una ceja.

–¿Quieres contarnos algo?

No, claro que no. Pero los buitres habían olido la carroña, y estaban volando en círculo sobre él.

–Puede que sea la chica nueva de la cafetería –dijo Reyes–. Siempre va a recoger su café a la misma hora que él.

–Seguro que es Kylie –dijo Trev.

Aunque sabía muy bien que no podía reaccionar, Joe se quedó paralizado.

Max soltó una risotada.

–No… Kylie lo odia. Cree que es idiota. Lo sé porque cuando voy a ver a Rory al trabajo, a la tienda de artículos de mascotas, las chicas y ella están hablando. Carl es mi tapadera –dijo, sonriéndole a su perro–. Ellas se lanzan a acariciarlo y a mí no me hacen ni caso.

–¿Kylie piensa que yo soy idiota? –preguntó Joe, sin poder contenerse. Al ver que Max sonreía, se dio cuenta de que lo habían cazado. Mierda.

–Si habéis terminado de hablar de vuestra vida amorosa… –dijo Archer.

–Eso lo dices porque tú ya lo tienes resuelto –le dijo Reyes–. Pero algunos no tenemos ninguna relación, y tenemos que aceptar lo que nos quede.

–No sé. Puede que sea mejor estar solo –dijo Max–. Yo quiero a Rory, pero, a veces, tener una relación es tener que pedir una ración grande de patatas fritas cuando solo querías una pequeña, pero sabes que tu novia se las va a comer todas aunque haya dicho que no quería ninguna.

Archer soltó un resoplido, pero se mantuvo en silencio, porque todos sabían que Elle era aún peor que él.

–Bueno, vamos a volver a trabajar –dijo. El tiempo de descanso había terminado.

Joe le agradeció la intervención, pero sabía que aquello no había acabado. Las hienas iban a volverlo loco pidiéndole detalles. Podía ignorarlos a todos, pero había algo que no podía ignorar: «¿Kylie piensa que soy un idiota?».

Aquella noche, Joe fue a casa de su padre. Tomó las dos bolsas de la compra que llevaba en el asiento del copiloto y caminó hasta la modesta casita, que estaba en una calle también modesta, pero tranquila, del Inner Sunset District.

Joe había comprado aquellas dos casas pareadas hacía cinco años. Como Alan Malone era demasiado orgulloso y terco como para permitir que alguien viviera con él para cuidarlo, recibía únicamente dos visitas semanales de una enfermera que comprobaba su estado de salud. Bueno, cuando su padre le abría la puerta, claro.

Todo eso significaba que era él quien tenía que vivir en la casa de al lado. Había intentado que su hermana se quedara con la casa sin pagar el alquiler, pero Molly se había negado, y vivía en Outer Sunset, lo suficientemente lejos como para que, según ella, ninguno de los dos tratara de dirigir su vida.

Se repartían los turnos para vigilar a su padre. Aquella noche le tocaba a él. Las luces estaban encendidas, pero la puerta estaba cerrada con llave. Eso no era ninguna sorpresa. Aquel veterano de guerra siempre tenía las ventanas y las puertas cerradas con llave.

Joe tenía la llave, pero entrar a aquella casa sin ser invitado no era bueno para la salud. Llamó a la puerta; cuatro golpes fuertes y una pausa y, después, otro golpe. Era un código, porque su padre lo necesitaba.

No hubo respuesta, así que llamó a su padre por teléfono.

–Llegas tarde –le dijo una voz malhumorada. Después, colgó.

–Cabrón –musitó Joe. Intentó enviarle un mensaje de texto.

Joe: Había mucho atasco.

Su padre: Qué pena.

Joe: He traído la comida.

No hubo más respuesta.

Joe volvió a llamar.

–Abre, papá.

Nada.

Joe suspiró.

–Papá. Abre, o voy a entrar.

Aquello si consiguió una respuesta: el inconfundible sonido de la carga de una escopeta.

E-Pack HQN Jill Shalvis 1

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