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Capítulo 11 #AndaAlégrameElDía

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Debía de haber gente que, al oír a su padre cargando una escopeta, podía mantenerse firme y pensar que su propio padre no iba a dispararle.

Joe no se hacía tantas ilusiones. Si a su padre le apetecía disparar, iba a hacerlo. Joe se había llevado todas las balas de la casa, pero su padre era muy astuto.

Y muy habilidoso.

–¿De verdad, papá? –le preguntó–. Solo me he retrasado unos minutos.

Tampoco hubo respuesta, y él se sintió como si tuviera otra vez quince años. Había tenido que dormir muchas noches en el porche porque su padre le había cerrado la puerta por llegar tarde.

Aunque llegar tarde fuera llegar después del atardecer.

Su padre no toleraba la oscuridad desde que había vuelto de la Guerra del Golfo, convertido en un hombre muy distinto al que había sido. Como no podía conservar un trabajo durante demasiado tiempo, Joe había tenido que ponerse a ayudar desde muy joven, aunque no todos sus métodos habían sido aceptables. Sin embargo, no podía permitir que su padre y su hermana pasaran hambre.

Por suerte, aquellos días ya habían quedado atrás y Archer le pagaba más que bien, así que podía cubrir las necesidades de toda la familia. Dejó las bolsas de la compra en el suelo, sacó una pequeña herramienta y abrió las cerraduras. Empujó la puerta suavemente.

–No me dispares –le dijo a su padre.

–¿Por qué no?

–Porque entonces, no vas a poder cenar.

Pero Joe no era tonto, así que se mantuvo junto a la puerta, fuera de la vista de su padre, hasta que le respondió.

–Está bien, pero será mejor que la cena esté buena.

Joe tomó las bolsas y entró con cautela. Volvió a cerrar la puerta y, para calmar al hombre que estaba observando todos sus movimientos, comprobó que estaban bien cerradas varias veces. El trastorno obsesivo compulsivo era terrible. Se dio la vuelta y vio a su padre, que, ciertamente, lo estaba observando desde su silla de ruedas, entre el salón y la cocina. Tenía una escopeta sobre las rodillas, e iba vestido solo con la ropa interior.

–¿Dónde están tus pantalones?

–No me gustan los pantalones.

–Bueno, creo que a casi nadie le gustan –dijo Joe, y pasó por delante de él para entrar en la cocina–. Pero tenemos que llevarlos.

Su padre lo siguió. Estaba pálido y tenía una expresión malhumorada.

–¿Estás haciendo los ejercicios de estiramiento para el dolor? –le preguntó Joe.

–A la mierda los médicos. No saben nada.

–Esos estiramientos no te los enseñó el médico, sino tu fisioterapeuta. Ella te cae muy bien, ¿no te acuerdas?

–No, no me cae bien.

–Me dijiste que huele bien.

–Sí, huele bien.

Joe tomó aire. Se le estaba acabando la paciencia. Quería mucho a su padre, pero, algunas veces, tenía ganas de estrangularlo. Puso agua al fuego para cocer unos espaguetis y comenzó a freír unas salchichas para hacer la salsa.

–No entiendo cuál es el problema.

–No es tu madre.

Joe se quedó helado, y se giró hacia él.

–Papá, nadie lo es. Pero… mamá murió.

–Mierda de cáncer. Mierda de médicos.

Había muerto hacía veinte años, pero no tenía sentido tratar de razonar con su padre.

–¿Dónde está Molly? –le preguntó–. Creía que iba a venir esta noche.

–Vendrá mañana. Me pidió que te dijera que puede traer pizza, si te apetece.

–Sí, sí quiero. Ella es más agradable que tú. También me trae puros.

Joe dejó de remover la carne y miró a su padre.

–Se supone que ella no debería hacer eso.

Su padre dio unos golpecitos al bolsillo lateral de la silla, con una expresión petulante.

Joe cabeceó, pero no se dejó arrastrar a la pelea. Sabía que no había cerillas ni encendedores en toda la casa. Molly y él habían dejado la casa a prueba del síndrome postraumático hacía varios años, y la mantenían limpia. Así pues, su padre podía aferrarse a aquellos puros, si eso hacía que se sintiera mejor. Y el hecho de verlo desafiante y satisfecho de sí mismo era mucho mejor que la depresión y la ansiedad que padecía normalmente.

–Tienes que salir más.

Su padre se encogió de hombros.

–¿Y Janice? –le preguntó Joe–. La señora tan maja que vive al final de la calle y que te hace brownies. Se ofreció a ir contigo al cine.

–Es vieja.

–Tiene cuarenta y cinco años –le dijo Joe, con ironía–. Siete años más joven que tú.

Su padre lo miró con sorpresa. Y con culpabilidad.

–Papá, ¿qué has hecho?

Silencio.

–Dime que no has sido… tú mismo con ella.

–Solo sé ser así.

–¿Qué le dijiste, exactamente?

–Quería que me apuntara a un club Bunko. Y que aprendiera a bailar en línea con ella.

–¿Y?

Su padre lo miró como si tuviera dos cabezas.

–El Bunko es un juego tonto de mujeres, y yo estoy en silla de ruedas. No puedo bailar.

–Los hombres juegan al Bunko –dijo Joe, con la esperanza de que fuera cierto. En realidad, no sabía exactamente qué era el Bunko–. Y tu silla tiene ruedas de las buenas. Pero te pido que te pongas unos pantalones, por favor. Y entonces, si le gustas a una mujer tanto como para que quiera compartir su vida contigo, no seas tonto. Compártela.

–¿Qué te parece que siga ese consejo cuando tú hagas lo mismo?

–Muy bien –dijo Joe–. Pero a mí nadie me ha pedido que juegue al Bunko ni que baile en línea.

–Ya sabes lo que quiero decir. Tú eres un solitario, como yo.

–Sí, bueno –dijo Joe con un suspiro–. Puede que haya llegado el momento de que dos tipos de costumbres aprendan un par de cosas nuevas.

–Como ya te he dicho, tú primero.

Joe pensó inmediatamente en Kylie, y tuvo que admitir que esperaba que ella no tuviera afición por el Bunko ni por el baile en línea.

Comieron en silencio. Después, Joe recogió y ayudó a su padre a ducharse, a tomar las medicinas y a acostarse.

–¿Por qué tienes tanta prisa? –le preguntó su padre, mientras se tapaba con la manta.

–No tengo prisa –respondió Joe, y dejó un vaso de agua en la mesilla de noche.

–No se puede engañar a un embustero, hijo. La otra noche nos vimos una temporada entera de Pequeñas mentirosas y esta noche estás deseando largarte de aquí. Supongo que así no tengo que sentirme mal por haber visto el primer episodio de la siguiente temporada con Molly.

–Vaya –dijo Joe–. Tienes muy mala educación con respecto a las series, papá. Y tengo que marcharme porque todavía me queda trabajo.

Era cierto, más o menos. Había quedado con Kylie a las siete en su casa para ir a investigar a otro de los aprendices, Eric Hansen. Casualmente, iba a haber una exposición suya en una galería cercana aquella misma noche, y sería la oportunidad perfecta para hacer la investigación. Él había llamado a Kylie un poco antes para contárselo y, previsiblemente, ella se había empeñado en ir.

Eso era algo muy especial de Kylie: ella no estaba buscando un héroe, sino que salía a hacer el trabajo e intentaba resolver el problema por sí misma. Y eso, a él le atraía mucho.

Como el hecho de que hubiera una química tan fuerte entre ellos.

No tenía sentido. Kylie era un enorme contraste con el resto de su vida. Creaba belleza con sus propias manos y siempre pensaba lo mejor de los demás. Eso le fastidiaba y, al mismo tiempo, le hacía sentir algo opuesto al fastidio…

–Es por una chica, ¿verdad? –le preguntó su padre–. Por favor, dime que es una chica. El hijo de Ted dejó a su mujer por un tipo que lleva los ojos y las uñas pintadas. No sé adónde va a llegar este mundo.

Ted era compañero de unidad de su padre. Estaba en una residencia psiquiátrica y llevaba allí desde que habían vuelto a Estados Unidos, pero se mantenían en contacto por mensajes de teléfono.

–No tiene nada de malo que Kelly sea gay –le dijo Joe.

–Bueno, Ted se lo buscó, por ponerle a su hijo un nombre tan cursi como Kelly.

Joe revisó la cerradura de la ventana para tener algo que hacer y no reaccionar negativamente a las palabras de su padre. El médico le había dicho en muchas ocasiones que su padre estaba igual de enfadado con todo el mundo, lo cual significaba que era intolerante y dañino con todos por igual. Aunque eso no le hacía más fácil la situación.

–Ahora, las cosas son diferentes, papá. El género y la orientación sexual son algo más fluido.

–¿A ti no te importaría que yo empezara a maquillarme? ¿O que me echara un novio?

–No, ni lo más mínimo –dijo Joe–. Sobre todo, porque tú tendrías que haberte vuelto un tipo mucho más agradable para haber podido echarte novio.

Su padre le sorprendió, porque se echó a reír. Todavía se estaba riendo cuando se giró en la cama y le dio la espalda.

Joe se marchó y fue en coche hasta casa de Kylie. Llamó a la puerta y notó que ella se asomaba a la mirilla. Pensaba que iba a estar enfadada por su forma de marcharse la noche anterior, después de que Gib apareciera en escena, así que se quedó sorprendido al ver que ella hablaba la primera.

–¿Ya se te ha pasado? –le preguntó, a través de la puerta.

Él se encogió de un hombro.

–Más o menos.

–Me alegro.

Kylie abrió la puerta, y eso fue todo. Nada de reproches, ni de mohines.

Nunca había conocido a una mujer como ella.

Nunca.

Aquella tarde, se había puesto una peluca rubia, unas enormes gafas de sol y una trenca.

–Dime que vas desnuda debajo de la trenca –le pidió él–. Mejorarías mucho la mierda de día que he tenido.

Ella se cruzó de brazos.

–¡Voy disfrazada!

–Eso ya lo veo. ¿Vas de enfermera? Oh, por favor, sí, que sea de enfermera.

–¿Lo dices en serio? Me he disfrazado para poder ir a la exposición de Eric Hansen sin que me reconozca.

Joe se echó a reír. No podía parar.

Ella lo miró con los ojos entrecerrados, y él intentó contenerse.

–Ay, mierda –dijo con los ojos llenos de lágrimas–. Necesitaba esto para animarme.

–No estoy intentando divertirte –dijo ella, en tono de enfado–. Voy a ir a la galería como si fuera una compradora.

–Kylie –le dijo él, intentando no echarse a reír de nuevo, por si ella trataba de matarlo–. Yo voy a ir como si fuera una persona normal.

–Pero si tú no eres normal.

–De acuerdo, listilla –dijo él–. Solo quiero echar un vistazo y, si puedo, hablar con Eric.

–Muy bien. Entonces, ¿cuál es mi papel?

–¿Qué papel?

–Mi motivación. Los actores necesitamos una motivación.

Él la miró de la cabeza a los pies y cabeceó, tratando de reprimir el deseo que sentía.

–Tu motivación va a ser intentar que yo no te abra esa trenca para ver qué llevas debajo.

Ella se quedó boquiabierta, como si se estuviera imaginando todas las maneras en que él podría convencerla para que se quitara la trenca. «Sí. Vamos, Kylie, piensa en eso. Imagínatelo». Eso los pondría a los dos en el mismo barco.

Sin embargo, su expresión anonadada desapareció. Se ajustó el abrigo al cuerpo.

–¿Es que siempre estás pensando en lo mismo?

–Siempre –respondió Joe, mientras se dirigían a su coche–. Será mejor que lo tengas en cuenta.

Media hora más tarde, tenían otro problema: la exposición era un evento de pago y ya no quedaban entradas. No les permitieron pasar de ninguna manera, y Joe ya estaba pensando en colarse por la puerta trasera, pero, con solo ver a la gente que tenía entrada, se dio cuenta de que no iban vestidos adecuadamente si querían colarse y no llamar la atención. Además, él detestaba el champán y los canapés.

Tendrían que esperar a que la fiesta terminara. Para pasar el rato, se llevó a Kylie a un establecimiento de comida para llevar y, después de pedir la cena, volvió a la inauguración y aparcó en la parte trasera, donde vio el coche de Eric.

–¿Por qué hemos vuelto? –preguntó Kylie, mientras se tomaba sus patatas fritas.

–Para vigilar.

Ella asintió.

–¿Y cuánto tenemos que esperar?

–Lo que haga falta –dijo él, distraídamente, mientras la veía chuparse un poco de sal que tenía en el dedo.

Después, ella succionó la pajita de su refresco, y a él estuvo a punto de darle un ataque.

–¿Cuánto es lo máximo que has tenido que esperar?

A él le costó dirigir la mirada hacia sus ojos. Aquella mujer tenía la boca más maravillosa que hubiera visto en la vida.

–¿Y bien? –inquirió ella.

Atravesó el velo de lujuria e hizo que él sonriera. Era muy impaciente. «¿Que cuánto es lo máximo que he tenido que esperar? Veamos… he esperado un año entero antes de besarte», pensó. Sin embargo, no podía revelarle eso, que, además, no era lo que ella le había preguntado.

–No vamos a tener que esperar mucho más.

–¿Y si se marcha y no lo vemos, estando aquí?

–Ese es su coche –dijo él, señalando un Tesla Roadster que había en un rincón–. No puede ir a ninguna parte sin que nos enteremos.

Ella lo miró de reojo.

–Además, si esperamos aquí, no tendrás que ponerte un traje.

Él enarcó las cejas.

–Molly me ha contado que odias llevar traje. Que tu idea de arreglarte es meterte la camiseta por dentro del pantalón –dijo ella, y sonrió–. Molly es muy divertida.

–Molly es una bocazas.

–Molly es increíble.

Cierto, sí. Molly era increíble. Pero eso no significaba que él quisiera que su hermana pequeña fuera por ahí contando sus secretos.

–¿Y qué más te ha dicho sobre mí? –le preguntó a Kylie.

–Que los héroes no llevan capa, sino trajes de camuflaje, y que su padre y tú sois sus héroes.

–Yo no soy el héroe de nadie, Kylie.

Sus miradas se encontraron y, entonces, ella bajó los ojos hacia su boca. «Las grandes mentes piensan lo mismo», se dijo Joe, mientras la veía acercarse a él con aquella peluca rubia tan sexy y la trenca. Él tenía el brazo apoyado a lo largo del respaldo del asiento de Kylie, y le acarició suavemente la nuca con los dedos.

Ella se estremeció, y aquella fue toda la invitación necesaria para que Joe bajara la cabeza y…

En aquel preciso instante, ella dio un respingo, como si le hubiera picado una abeja.

–¡Oh! –exclamó–. Casi se me olvida.

Rebuscó en su enorme bolso y sacó dos navajas.

–Ya voy armado –dijo él.

–¿Cómo? –preguntó ella–. Ah, no, esto es para enseñarte a tallar –dijo, e hizo una pausa–. Espera un momento, ¿vas armado?

–Sí.

–¿Siempre vas armado?

–Durante el trabajo, sí.

Ella lo miró de arriba abajo, deteniéndose en ciertos puntos que a él le provocaron bastante calor.

–¿Dónde?

–Kylie…

Ella cabeceó suavemente.

–No importa, no importa. No me lo digas. Vamos a tallar.

–¿Por qué?

–Para que comprendas por qué quiero recuperar el pingüino de mi abuelo.

Entonces, sacó dos tacos pequeños de madera del bolso.

–¿Cuántas cosas puedes meter ahí? –le preguntó Joe, maravillado.

–Muchas, y eso es estupendo –dijo ella, y sacó también dos chocolatinas, con una sonrisa triunfal–. ¡El postre!

A él no le gustaban mucho los dulces, pero la vio tan contenta consigo misma, que aceptó. El chocolate le resultó delicioso, así como la lección de talla de madera que le dio Kylie. Iba a decirle que no tenía la paciencia necesaria para dedicarse al arte, pero ella ya se había inclinado sobre él, con la frente fruncida y un gesto precioso de profesora autoritaria. Los largos mechones rubios de la peluca le acariciaban los antebrazos, y con aquel contacto suave, a Joe se le olvidó lo que iba a decir. Siguió sus instrucciones, y tallaron.

Era casi imposible hacer algo que no fueran mellas en la madera, pero él se esforzó. Después de unos pocos minutos, Kylie alzó la cabeza con una sonrisa, y dijo:

–Vaya, sí que se te da mal.

Sin duda.

Además, estaba cada vez más excitado. Era increíble la falta de control que padecía cuando estaba con ella. No tenía excusa, pero estaba muy cansado de luchar contra ello. Así pues, la agarró y se la puso sobre el regazo para que ella se sentara a horcajadas, tomó su precioso trasero con ambas manos y la besó hasta que se le escapó un gruñido. La deseaba más que a ninguna otra cosa en el mundo. Bajó la guardia y perdió la capacidad de estar atento a todo lo que los rodeaba.

Se detuvo cuando ella le puso una mano en el pecho y lo empujó hacia atrás.

–¿No estábamos en misión de vigilancia? –le preguntó.

Aunque hubieran estado rodeados de bandas de delincuentes, no se habría dado cuenta. Todavía tenía una mano en una de sus nalgas y la otra entrelazada en su pelo.

–Sí.

Dios Santo. Intentó reprimir el deseo con gran dificultad, aunque una parte de sí mismo sabía que aquello no solo era una cuestión de magnetismo animal. Pero aquel problema era para otro momento.

–Entonces… –dijo ella con una sonrisa–. ¿Volvemos a tallar?

–Claro –dijo Joe.

Se alegró de que su voz sonara normal, porque él no se sentía normal. Quería ponerse a aullar a la luna. Sin embargo, aunque Kylie estaba ruborizada por los besos, parecía que enseñarle a tallar también era de su agrado.

Cuando ella se levantó y volvió a su asiento, él fingió que no le importaba nada tomar el cuchillo para algo que no fuera amenazar a alguien, y se dijo que tenía que disfrutar del hecho de que Kylie tuviera las manos encima de las suyas.

Aunque lo que quería en realidad era poner las manos en ella.

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