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Capítulo 3 #AjústenseLosCinturonesEstaNocheVamosATenerTormenta

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A Joe Malone nunca le habían gustado las mañanas. Cuando era pequeño, la alarma para despertarse era su padre dando golpes con una sartén sobre los fuegos de la cocina. Más tarde, en el ejército, era alguien de rango más alto gritándole al oído.

Aquel día solo se levantó por una cuestión de responsabilidad. Trabajaba en una agencia de detectives que aceptaba investigaciones de delitos en general y en el ámbito de pequeñas y grandes empresas. Hacían labores de seguridad y vigilancia, y elaboraban informes sobre corporaciones. Algunas veces, hacían trabajo forense, perseguían a acusados que hubieran quebrantado la libertad condicional, hacían trabajos para el gobierno, y más cosas. El director, Archer Hunt, era un jefe muy duro, pero aquel era el mejor trabajo que él había tenido en la vida. Era el segundo al mando y se encargaba de las Tecnologías de la Información. Aunque no había empezado en ese campo, en realidad…

No, él había empezado su carrera allanando moradas.

Se olvidó de aquellos viejos recuerdos, se puso la ropa de correr y llegó al punto de reunión sin matar a nadie por mirarlo mal. Se trataba de toda una hazaña, teniendo en cuenta lo temprano que era.

Spence lo estaba esperando y, sin decir una palabra, le entregó un café. Esperó a que la cafeína hubiera hecho efecto, y le dijo:

–Llegas tarde.

–No ha sonado la alarma –respondió Joe.

–Porque tú no usas alarma –replicó Spence.

Cierto. Él tenía un reloj interno. Era una de las cosas que podía agradecerle al ejército.

–¿Estás bien? –le preguntó Spence–. Normalmente, a estas horas estás de mal humor, pero no parece que estés especialmente malhumorado hoy.

–Vete a la mierda.

Spencer era muy rico, y tan inteligente, que una vez había estado trabajando para un gabinete estratégico del gobierno. Joe no era rico, aunque también había trabajado para el gobierno, en su caso, para el ejército. Sin embargo, no era su cerebro lo más demandado, sino el hecho de que podía ser letal cuando fuese necesario.

Su improbable amistad con Spencer había comenzado en la partida de póquer semanal que se celebraba en el sótano del Edificio Pacific Pier. Spence era el dueño del edificio, así que jugaba al póquer con desenfreno. Él jugaba al póquer del mismo modo que vivía la vida: de un modo temerario. Eso les había unido.

A Spence tampoco le gustaba madrugar, y no era precisamente tierno, así que aceptó el «Vete a la mierda» de Joe como un «Estoy bien». Entonces, tiraron los vasos de café a una papelera y empezaron a correr. Aquel día, llegaron a las escaleras de Lyon Street, un tramo de 332 peldaños. La tortura de subirlo aumentaba porque, con la niebla de aquella mañana, no se veía el último tercio, y parecía un ascenso interminable, una meta inalcanzable. Ellos no permitieron que eso les detuviera. Se esforzaron más aún, tratando de superarse el uno al otro.

Cuando llegaron al final de la escalera, no se detuvieron, sino que entraron en Presidio, un parque en el que se podía correr kilómetros por pistas forestales. Casi inmediatamente, la ciudad quedó atrás y se desvaneció detrás del bosque de eucaliptos.

Spence estaba en una forma física excelente, pero, para Joe, el entrenamiento era su forma de ganarse la vida. Ocho kilómetros después, Joe adelantó a Spence y llegó el primero al edificio, entre jadeos, sudando.

–Estás loco –le dijo Spence, sin aliento. Se inclinó hacia delante y se apoyó con las manos en las rodillas–. Espero que hayas dejado atrás a tus demonios.

–No corro lo suficiente como para conseguir eso –dijo Joe.

Spence se irguió con el ceño fruncido.

–¿Lo ves? Sabía que pasaba algo. ¿Están bien tu padre y Molly?

–Sí, están bien, y yo, también –dijo Joe, cabeceando. No sabía lo que le ocurría, aparte de sentirse inquieto. Su padre era… bueno, era su padre.

–¿Es por el trabajo? –le preguntó Spence.

Joe cabeceó. Su trabajo era gratificante y le proporcionaba la dosis de adrenalina diaria que necesitaba.

–Estoy bien –repitió.

–Sí, eso es lo que tú dices –respondió Spence, y agitó la cabeza–. Voy a estar aquí. Vamos a quedarnos en San Francisco unos cuantos meses.

Spence se había enamorado, no hacía mucho tiempo, de Colbie Albright, una autora de libros fantásticos que vivía en Nueva York. Desde entonces, habían estado repartiendo su tiempo entre las dos ciudades, pero los dos preferían San Francisco y vivían en un ático del quinto piso del Edificio Pacific Pier donde trabajaba Joe.

Colbie había sido fantástica para Spence. Había conseguido que fuera más humano que nunca, y mucho más feliz. Joe se alegraba por él, aunque no entendía enteramente la vida que vivía Spence en nombre del amor. Entendía la necesidad o el deseo de compartir la vida, pero no pensaba que él tuviera nada que ofrecer. Era un soldado curtido en el ejército que se había convertido en experto en seguridad, y sabía cómo proteger a los demás, pero ¿qué más podía darle a una mujer? ¿Enseñarle a manejar un arma? ¿Enseñarle cómo incapacitar a un hombre en un segundo y medio? No eran cosas que quisiera saber o que necesitara saber una persona normal.

Y, en el sentido emocional, tenía aún menos que ofrecer. Después de todo lo que había visto y había hecho, ni siquiera estaba seguro de poder abrirse ni poder sentir la vulnerabilidad necesaria para sustentar una relación. Sin embargo, no estaba seguro de si Spence lo entendería, así que se limitó a asentir.

–Gracias –le dijo.

Se despidieron, y Joe se fue a casa a ducharse. Llegó a trabajar a las siete y dos minutos de la mañana.

–Llegas dos minutos tarde –le dijo Molly, su hermana, desde el mostrador de la entrada de Investigaciones Hunt. Se puso de pie y fue a recoger su iPad.

Aquel día, su cojera era más notable de lo habitual, y eso significaba que tenía dolor. Al verlo, Joe sintió la vieja punzada de la culpabilidad. Sin embargo, no dijo nada, porque ella se enfadaba cuando sacaba el tema o, peor aún, se echaba a llorar, como había sucedido la última vez.

Él odiaba que su hermana llorara, así que jugaban a un juego con el que él estaba muy familiarizado. Un juego llamado «Ignora todos los sentimientos».

–Ya sé que llego tarde, gracias –le dijo.

Él era el hermano mayor. Tenía treinta años y Molly, veintisiete, pero ella pensaba que estaba a cargo de él. Y las cosas no eran así.

Habían tenido que crecer y madurar rápidamente. En su vecindario, no tenían más remedio. Su padre sufría estrés postraumático crónico después de haber luchado en la guerra del Golfo, así que él era quien había estado a cargo de la familia desde muy temprano. Eran muy pobres. Él se había juntado con malas compañías muy pronto, y había hecho cosas que no debería haber hecho, con tal de poder tener un techo y comida.

–Archer está cabreado –le dijo Molly, en voz baja.

Archer era un obseso de la puntualidad. Llegar a la hora en punto significaba llegar tarde. Y llegar dos minutos después de la hora debida era algo imperdonable. Joe alzó una caja de la pastelería.

–He traído sobornos.

–Oh, dame, dame eso –dijo ella.

Su hermano le mostró la caja, pero no se la cedió cuando ella trató de quitársela.

–Elige uno.

–¿Es que no te fías de mí? –le preguntó Molly, mientras tomaba uno de los donuts.

–No se trata de eso. Es que, si bajo la guardia, eres capaz de morderme los dedos para comerte todos los demás donuts.

–¿Y?

–Y… que me hiciste jurar, ante la tumba de mamá, que no te iba a dar más de un donut por día.

–Eso fue la semana pasada.

–Sí, ¿y qué?

–Que la semana pasada tenía el síndrome premenstrual y me sentía gorda. Necesito otro donut, Joe.

–Dijiste que me ibas a matar mientras dormía si cedía –le recordó él.

–Eso puede suceder de todos modos.

Él se quedó mirándola. Sabía que era una Malone que quería otro donut. Y como sabía que nunca había sido capaz de decirle que no, se lo dio.

–Gracias –dijo ella–. Y buena suerte –añadió, con la boca llena, señalándole la puerta del despacho de Archer con un gesto de la barbilla–. Te está esperando.

Magnífico. Otra batalla. Algunos días, su vida le parecía un videojuego. Entró en el despacho, donde estaban su jefe, Archer, y su novia, en el sofá, discutiendo.

–Necesito el mando a distancia para enseñarte mi presentación de PowerPoint –decía Elle.

Archer hizo un gesto negativo.

–Te he dicho que yo no lo tengo.

–Estás sentado encima, ¿a que sí? –dijo ella.

Archer estuvo a punto de sonreír.

–Vaya, qué curioso, la confianza en la pareja desaparece en cuanto está en juego el mando a distancia.

Elle suspiró.

–Eres imposible.

–E irresistible –dijo él–. No olvides irresistible.

–Umm… –murmuró Elle.

Joe carraspeó para anunciarse, porque, si les daba un minuto más, cabía la posibilidad de que decidieran solucionar aquello desnudándose. Sí, eran polos opuestos, pero estaban locamente enamorados.

Y eso era estupendo para ellos. Sin embargo, él prefería una guerra. Sabía cómo manejarse en una guerra. La guerra tenía normas. Uno luchaba, y tenía que ganar a cualquier precio.

En el amor no había reglas. Y, que él supiera, nadie podía ganar en el amor.

Soportó una mirada fulminante de Archer, que habría conseguido amedrentar a cualquiera. Él no se asustaba fácilmente, pero se mantuvo a distancia del sofá y les lanzó la caja de donuts.

Archer la agarró al vuelo y asintió.

Soborno aceptado.

–¿Dónde están los demás? –preguntó Joe, refiriéndose al resto del equipo que trabajaba en Investigaciones Hunt.

–He pospuesto la reunión matinal –respondió Archer, y mordió un donut de chocolate–. Cosa que sabrías si hubieras llegado puntual.

Habían pasado exactamente cuatro minutos de su hora de entrada al trabajo, pero no dijo nada. Archer detestaba las excusas.

–Bueno, me voy a trabajar –dijo Elle, de camino hacia la puerta, llevándose la caja de donuts.

–Muy bien. ¿Qué está pasando con Kylie? –le preguntó Archer.

Joe se enorgullecía de estar siempre preparado, pero aquello le sorprendió con la guardia baja.

–Nada. ¿Por qué?

–¿Nada?

Aquello no tenía buena pinta porque, normalmente, Archer no charlaba por charlar. Eso significaba que sabía algo.

–Corre el rumor de que os habéis besado. ¿Es cierto? –inquirió su jefe.

Dios. Aquel beso había sucedido en el callejón que había junto al patio del edificio, a oscuras. Él estaba seguro de que no había nadie más en los alrededores.

–¿Cómo es posible que siempre lo sepas todo?

Archer se encogió de hombros.

–Uno de los grandes misterios de la vida. ¿Es necesario que hablemos de los riesgos de hacerle daño a una de las amigas de Elle?

–Pues claro que no –dijo Joe, mirando hacia atrás para asegurarse de que Elle ya se había marchado–. No es nada personal, pero tu mujer está loca.

Archer sonrió.

–Mira, tío, si una mujer no te ha dejado ver lo loca que está, es que no le gustas tanto.

Mientras Joe procesaba aquello, Archer continuó.

–Te he puesto al mando del caso Rodríguez –dijo–. Tienes a Lucas en exclusiva. Es una buena oportunidad para entrar en la residencia familiar a las diez para hacer una vigilancia. La información está en la carpeta. Aprovecha la ocasión.

Joe asintió. Lucas era un buen amigo, además de compañero de trabajo. Era inteligente y hábil, y tenía mucho carácter cuando era necesario. Por otro lado, a él le vendrían muy bien las dos horas que quedaban hasta la reunión para estudiar el expediente. Se trataba de un testamento, y algunos miembros de la familia habían contratado a Investigaciones Hunt para demostrar que se les estaba ocultando una parte importante del patrimonio. Era una familia grande en la que todos se estaban demandando entre sí. En aquel caso no sería necesario arriesgar la vida ni algún miembro del cuerpo, y eso siempre era una ventaja. Salió del despacho de Archer y se dirigió al suyo. Mientras recorría el pasillo, escribió a Lucas un mensaje.

Joe: Te voy a enviar por correo electrónico la información de nuestro nuevo caso.

Lucas: Ya la tengo. Has llegado tarde.

Joe: ¡Dos minutos!

Lucas: Da igual. Te toca pagar.

Quien llegara tarde tenía que invitar a donuts. Mierda. Joe le envió un mensaje a Tina, la dueña de la cafetería que había en el patio y le pidió más donuts, porque a Lucas había que pagarle con donuts o con tiempo de pelea en el ring. Joe había recibido entrenamiento en artes marciales mixtas, pero ni siquiera él podía ganar a Lucas en el ring. Además, le gustaba su cara tal y como la tenía. Así pues, donuts.

Acababa de sentarse en la butaca de su escritorio cuando alguien irrumpió en el despacho.

Kylie.

Llevaba una chaqueta de tipo marinero de color amarillo, llena de pelo de Vinnie, y unos pantalones vaqueros con un roto en la rodilla y unas botas robustas. Estaba preparada para el trabajo y tenía una expresión desafiante. Y no había nada que a él le gustara más que un desafío, sobre todo, si tenía un envoltorio tan bonito: Kylie era una extraordinaria ebanista y tenía el temperamento de una artista, lo cual significaba que no tenía miedo de decir lo que pensaba.

Él se había fijado en Kylie hacía un año, cuando ella había empezado a trabajar en Maderas recuperadas. Había sentido un enorme interés, tanto, que incluso se había detenido de vez en cuando delante de la tienda solo para verla trabajar con aquellas enormes herramientas. Tenía que admitir que volverse loco con aquello era un poco ridículo.

Además, aunque había creído ver una chispa de interés en sus ojos, ella siempre la reprimía con tanta rapidez, que él no sabía si solo era que se estaba haciendo ilusiones. Así que no había querido pensar más en ello.

Hasta hacía tres noches, en una fiesta del pub O’Riley’s, que estaba en el patio del edificio. La fiesta era para Spence y Colbie. Habían cantado en un karaoke con algo de alcohol en el cuerpo y habían jugado al billar y, al final, aunque Joe no pudiera creérselo, se habían dado aquel beso tan abrasador.

Habían salido a tomar un poco de aire fresco a la vez. Estaban mirando la fuente y, al minuto siguiente, estaban en el callejón. Ella se había girado hacia él, le había mirado los labios con anhelo y, al instante, los dos estaban intentando tragarse las papilas gustativas del otro.

Él llevaba desde ese momento intentando negarse la realidad a sí mismo: que la deseaba desde hacía mucho tiempo.

Sin embargo, desde el beso, ella se había dedicado a ignorarlo, cosa que le molestaba, a decir verdad.

–Buenos días –le dijo–. Deja que lo adivine. Has venido por otro beso –añadió, sonriendo–. Siempre vuelven por más.

Ella entrecerró los ojos y se quedó mirándolo fijamente a medio camino entre la puerta y su escritorio. Parecía que quería matarlo.

–Muda –dijo–. Me gusta.

Entonces, Kylie se puso en jarras.

–He venido por una cuestión de trabajo.

–Decepcionante –replicó él.

Ella soltó una carcajada irónica.

–Vamos. Los dos sabemos que yo no soy tu tipo.

Era lista. Dura. Sexy. Y todo eso, sin saberlo. Era exactamente su tipo.

–¿Por qué piensas eso?

–Porque no voy a medio vestir ni tengo unas tetas postizas de tamaño gigante.

Él sonrió. Le estaba tomando el pelo y, por algún extraño motivo, a él le encantaba.

–Además, no eres demasiado simpática –dijo–. Y a mí me gusta la simpatía.

–Um… Seguro que la simpatía está en tu lista de prioridades justo detrás de… ¿una buena personalidad?

Él se echó a reír.

–Tan joven y tan sarcástica. Tienes una opinión muy mala de mí.

–Sí, tengo la costumbre de pensar siempre lo peor –respondió Kylie, y dejó un sobre en su mesa–. Necesito contratarte para que encuentres una cosa.

Como parecía que hablaba en serio, él tomó el sobre y lo abrió. Dentro había una fotografía Polaroid de algo que parecía un pingüino de madera cayendo del Golden Gate al agua.

–Necesito que encuentres esa figura tallada.

Él la miró, y volvió a mirar la foto.

–Qué gracioso.

–No estoy de broma.

Él volvió a mirarla, y se encontró con una expresión solemne. Sus ojos, de color marrón claro tenían una mirada muy seria. Ella estaba ojerosa y no, no parecía que estuviera de broma.

–Está bien. ¿Qué es lo que estoy viendo?

–Es una figurita de madera de un pingüino. Mide diez centímetros. Me la robaron ayer.

–¿Y por qué no llamas a la policía?

–Porque se reirían de mí –dijo ella. Al ver que él también quería echarse a reír, Kylie suspiró–. Quiero recuperar la figura, Joe.

–¿De verdad? ¿Igual que yo quería comprar el espejo ayer para Molly?

–Con respecto a eso… Si haces esto por mí, si encuentras mi figurita, te haré un espejo nuevo para Molly.

–Entonces, ¿es que estamos haciendo un trato?

–Sí.

Interesante. La miró a los ojos, que eran del mismo color que el whiskey que él había estado bebiendo antes de que se dieran aquel famoso beso, y pensó: «¿Por qué demonios no iba a hacerlo?». Teniendo en cuenta que, normalmente, en sus trabajos solía haber muerte y violencia, y que tenía que tratar con la escoria de la población, aquello podía ser un alivio. Ayudaría a aquella chica tan mona y alocada y, además, podría hacerle a su hermana el regalo de cumpleaños que quería.

–De acuerdo.

–¿De acuerdo? –preguntó ella, aún muy seria–. ¿Tenemos un trato?

Claramente, había algo más que Kylie no le estaba contando. Para empezar, él se dio cuenta de que sus ojeras no tenían nada que ver con el hecho de que se sintiera molesta por tener que hablar con él. Estaba nerviosa. Lo disimulaba bien, pero estaba asustada, y eso hizo que él reaccionara.

–¿Cuándo lo viste por última vez? –le preguntó.

–Si lo supiera, no estaría aquí.

Joe suspiró.

–¿Cuándo te diste cuenta de que había desaparecido?

–Anoche, justo antes de cerrar la tienda. Lo vi ayer por la mañana, así que pudo desaparecer en cualquier momento del día. El problema es que yo dejo el bolso debajo del mostrador, pero algunas veces, si tengo que ocuparme de la tienda, estoy en el taller hasta que entra algún cliente, y puede que no me dé cuenta inmediatamente.

–Entonces, tu bolso no siempre está vigilado.

–Eso es.

Él no se molestó en decirle que tenía suerte de que aquello no le hubiera ocurrido antes. Kylie ya lo sabía. Lo tenía escrito en la cara. Y también estaba claro que detestaba tener que pedirle ayuda.

–Pero ¿por qué iba a robarte alguien esta figura y a enviarte esta foto?

–No lo sé, y no me importa. Quiero recuperarla.

–Sí, sí importa.

–¿Por qué?

–Porque sí. Me da la sensación de que no conozco las partes buenas de esta historia. ¿Va a ser esto como el juego Clue? ¿El coronel Mustard en la biblioteca con la pistola?

Ella se puso en pie.

–Esto no es ningún juego, Joe. Y, si no vas a ayudarme, ya encontraré a alguien que quiera hacerlo –dijo, y se fue hacia la puerta.

En aquel momento, Joe se dio cuenta de que había encontrado a alguien más obstinado que él mismo. Y, según sus amigos y su familia, eso era imposible.

E-Pack HQN Jill Shalvis 1

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