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VÍNCULOS IMPERIALES

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Cataluña será la beneficiaria de la herencia europea de Alfonso VII. A la muerte de Ramon Berenguer IV, Alfonso II de Aragón extenderá su poder sobre Cerdaña, Carcasona, Narbona, Provenza y llevará su influencia a Niza en 1176, obligando a Génova a fundar Mónaco. De ahí la importancia de las relaciones de Cataluña con Enrique II de Inglaterra, quien desde Normandía y Aquitania también desea frenar la expansión de la Île-de-France hacia el sur. Sin duda, el cosmos nobiliario y feudal del Midi francés, así como su sistema urbano, resiste cuanto puede a París, y se organiza alrededor de Toulouse. Como se verá, estos procesos, que perciben a Cataluña como un territorio que ordena las dos vertientes de los Pirineos, van a marcar el destino evolutivo de Aragón, de Cataluña y de buena parte de la historia de España.

Y en efecto, Toulouse es el nudo gordiano de la situación europea occidental. Según se posicionen los poderes europeos respecto a este núcleo, así se jugará su destino inmediato. Para entender su importancia a partir de mediados del siglo XII, baste recordar que todas esas tierras, desde Milán hasta Cataluña, están atravesadas por la herejía cátara. En la fronda de poderes provenzales, los nobles se asocian con la herejía para enfrentarse a las aristocracias episcopales, para resistir la presión de Francia, para cuestionar la presencia de Roma, cada día más exigente. Cataluña no podrá separar su poder de su vieja alianza con Roma, pero también se ha enredado en unas relaciones internacionales con Inglaterra que la indispone de forma radical con París. Su expansión por la Provenza tarde o temprano chocará con las aspiraciones francesas. Aquí se da una de esas situaciones que obligan a los pueblos a tomar decisiones radicales. Roma no puede privilegiar sus relaciones con Barcelona frente a su vital alianza con París. Pero tampoco ignora que una Cataluña sensible a su poder puede ayudar mucho en la lucha contra los cátaros. Por los mismos motivos, la voluntad expansiva de los reyes franceses hacia el sur, y su lucha contra la herejía cátara, puede chocar con la hegemonía de Barcelona sobre el Midi y la Provenza. Una alianza entre Barcelona y París es imposible. La que decide la situación es Toulouse. Pero hasta la muerte de Alfonso II, en 1195, no se dará este punto de cristalización. Francia tampoco puede poner su fuerza decisiva en la batalla antes de que la realeza inglesa entre en su declive con Juan sin Tierra, a la vuelta del siglo. Pero todavía no se ha llegado ahí. En vida de Alfonso II, un talento diplomático de primer orden, Cataluña supo moverse con habilidad en ese cosmos enmarañado.

Era un juego complejo, porque la tierra occitana era difícil de administrar. Conviene recordar que hay un gran motor de la propaganda aristocrática, de la forma de vida occitana, de la defensa de la libertad de la tierra, que no respeta a Roma. Se trata de los trovadores, que denunciarán con fuerza la política pacifista de Alfonso II y hablarán de él como un rei apostatiz. Es sabido lo que quiere decir: no es un auténtico cristiano, no es sensible a los cátaros, no abandona ciertas costumbres de los reyes musulmanes; es demasiado obediente a esa Roma poderosa. Su política de equilibrio hispano, con sus visitas a Galicia y a Portugal, extiende la influencia cultural provenzal, desde luego, pero implica una indecisión denunciada por los trovadores: Alfonso no da el paso para convertirse en un verdadero rey de todo el Languedoc, un rey capaz de controlar las dos vertientes de los Pirineos, de reunir todos los territorios de lengua occitana para hacer frente a París y a Roma. Esta empresa todavía era vista como viable por los actores hacia finales del siglo XII. Y sin embargo, Cataluña ya estaba unida a Aragón de forma demasiado fuerte para convertirse en una potencia meramente extrahispánica. Por mucho que los trovadores lo exhortaran a convertirse en un rey hegemónico sobre las ciudades y las noblezas provenzales, Alfonso conocía demasiado bien el subsuelo sobre el que se asentaba todo ese complejo cosmos y las dificultades de su ordenación. Frente a esta fronda incierta e inestable, el rey-conde aprende a distinguir los territorios sobre los que su dominio y sus órdenes son obedecidos, de aquellos que requieren una continua negociación y una dependencia de los lejanos poderes imperiales y romanos. Así surgen en los diplomas los lugares que reconocen la paz y la tregua del rey de forma clara: «De Salses a Tortosa i Lleida», dicen los pergaminos, que ya pueden señalar los límites del triángulo de Cataluña. Sobre esta tierra, los agentes del rey despliegan la potestas regia del código catalán de los Usatges. Los oficiales, los bailes, los veguers, ahora tienen poder sobre catalani i aragoneses. Por fin, en un documento de la época aparece el nombre Catalunya como unidad de todos los condados y de las tierras nuevas y se hace valer retrospectivamente como vigente desde los tiempos de Ramon Berenguer I. Aunque Urgell y Empúries resisten a la potestad del monarca, ya son la excepción y su actitud contrasta con la clara disciplina de los Fox, los Cardona, los Cervera.

Así se percibió la diversa intensidad del mando político del reyconde. Intensa sobre los territorios hispanos, sometida a imponderables en los territorios extrahispánicos. Nadie puede decir lo que habría pasado si Alfonso II hubiera dirigido todas sus fuerzas en la ordenación del Midi y del Mediterráneo septentrional. Esta era una opción catalana factible, que habría generado un pacto entre la hueste aragonesa y la casa de Barcelona. Pero la verdad es que esa tierra era objeto del deseo de Aquitania-Inglaterra y de Francia, por no hablar del emperador, que reivindicaba su potestad sobre Génova, Niza, Lyon y la Provenza. La índole de estos poderes era de tal magnitud, que obligaba a decisiones políticas radicales. En realidad, la influencia de Alfonso tuvo una condición circunstancial y habría sido complicado transformarla en sustantiva. Por lo demás, la dificultad de mantener el equilibrio de poderes hispanos se enturbiaba porque solo era posible dentro de cierto equilibrio de poderes europeos. Moverse con fluidez en los dos sistemas era algo complejo. Alfonso II lo logró por la debilidad del imperio, por la fortaleza de su aliado inglés y por la debilidad de Francia, y porque no tuvo contemplaciones con los cátaros. En esta dispersión de poderes, él contaba con un núcleo de fuerzas sólido. Pero todo era inestable y azaroso. Cuando Francia dispuso de un gran rey, con Felipe Augusto, Inglaterra conoció la rebelión de los varones con Juan sin Tierra, y Roma dispuso de un gran papa como Inocencio III, que no tenía rival imperial porque el joven Federico II era apenas un niño, la situación cristalizó. Roma mostró la decidida voluntad de acabar con los cátaros y París comprendió que podía aprovecharlo para luchar contra la nobleza provenzal. La correlación de fuerzas cambió de forma radical, sobre todo cuando se proclamó la cruzada. Al frente de las fuerzas francesas y papales se sitúa un personaje hábil como Simón de Monfort. Aunque por un tiempo se supuso que Monfort trabajaba para sí mismo, con la finalidad de lograr un reino propio, pronto esta apariencia se diluyó. Trabajaba para la alianza estructural de la Edad Media, la de París y Roma.

Cataluña se alarmó. Pedro II, el nuevo rey de Aragón a la muerte de Alfonso II en 1196, es una viva imagen de Juan sin Tierra, y su misma debilidad determinó una evolución de Cataluña y de Aragón bastante parecida. Por la influencia de la madre, Sancha, también heredó una política procastellana, que ya comenzaba a alinearse con los planteamientos de París. En el testamento de Alfonso II, los dominios y derechos sobre el Midi se entregaron a Alfonso de Provenza, con lo que Aragón cedió a las presiones de no injerencia sobre aquellos territorios. Al inicio, por lo tanto, Pedro II heredó una política ya diseñada, se declaró vasallo de la Iglesia de Roma y recibió el título de «rey católico». El papa Celestino III tomó el reino bajo su protección y le impuso su política. Cuando León ya estaba bajo la influencia de Castilla, Pedro se asoció en secreto con Navarra y pactó su boda con la hermana de Sancho VII. El pontífice impidió la boda. Así, una Navarra aislada perdió Álava y Guipúzcoa en 1199 a favor de Castilla. La evidencia de que Castilla ya era demasiado poderosa, orientó a Pedro hacia Mallorca, cuyo rey almorávide estaba aislado del sistema almohade. Esto no se podía hacer sin Roma y, en 1204, el rey se embarcó hacia allá para jurar fidelidad al Papa, a cambio de reconocer el derecho de los cabildos a elegir a sus obispos y perder así el patronato regio de las iglesias. El viaje y los impuestos que se le reclamaron arruinaron al país. Sin embargo, todavía se le exigió algo más importante: enrolarse en la persecución de la herejía cátara, tomar partido de forma clara a favor de Roma en el avispero del Midi. Obligó a su hermano Alfonso, conde de Provenza, a mantenerse en su estela y se vinculó con el conde de Tolosa, Raimundo, casándolo con su hermana Leonor en 1204. Por su parte, él contrajo matrimonio con María de Montpellier, con importantes vínculos vasalláticos. Se mostraba así que Barcelona, Provenza, Toulouse y Montpellier podían configurar un cosmos de relaciones viable, siempre que no se pactase con la herejía cátara. Desde luego, el precio a pagar fue que los ricos hombres aragoneses, las familias más importantes de sus aristocracias, se hicieron con todos los recursos del reino de forma patrimonial. Este hecho sería decisivo para la evolución de su clase dirigente.

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