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LA BATALLA DE ÚBEDA: GANAR DESPEÑAPERROS

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A su regreso a tierra hispana, Pedro se enfrentó a su nobleza. Había entregado el derecho de las iglesias a Roma y una de las expectativas más claras de promoción de la alta nobleza se cegaba. A cambio, los ricos hombres exigieron compensaciones de las rentas reales. Pedro cedió, pero se embarcó en una revolución fiscal, imponiendo nuevos impuestos. Las medidas alarmaron a la población. Los caballeros y mesnaderos lograron unirse a la alta nobleza y todos obligaron al rey a retractarse y a jurar fidelidad a la ley de la tierra, a no innovar en materia fiscal y a mantener la aleación de moneda como una obligación regia. Era el mismo movimiento de los varones ingleses. Empobrecido y sin poder, Pedro de Aragón se entregó a realizar servicios diplomáticos y militares para los reyes hispanos. Así logró acuerdos con Navarra, que aliviaron su situación económica. Sin sus oficios, la federación militar de Las Navas habría sido imposible. Apoyado por Roma, Pedro fue el principal agente para llevar la bula de cruzada de 1209. Solo León quedó al margen de ese movimiento de unidad de poderes hispanos bajo la cruzada papal. Rada dice que vinieron «pueblos de todos los rincones de Europa». Es verdad que no todos se quedaron, pero algunos importantes caudillos se mantuvieron en la batalla. La hueste fue dirigida por un catalán, Dalmau de Crexel, que en opinión de Pere Tomic, el historiador catalán, «era el más sabio caballero que en España hubiese».

Fue un momento grande de la historia y se luchó por el paso entre Andalucía y la Meseta que permitía ascender hacia el Guadiana o descender hacia el Guadalquivir. Tras el angosto paso podría desplegarse la hueste de los almohades, que preparaban una gran ofensiva dispuestos a recuperar Toledo. Todos los hispanos se unieron, casi sin excepción. Como siempre sucede, la batalla muestra la composición de los pueblos y la percepción según la cual se configuran los grupos. Las milicias castellanas se diferenciaron según los concejos urbanos de origen. Ya no son bandos de gallegos, asturianos, leoneses, extremeños, como en la época de Alfonso VII. Ahora son tropas procedentes cada una de su ciudad. El cronista dice que la «tríada de reyes avanzó en nombre de la Santa Trinidad». Hispania no se menciona, sino la Cruz. Alfonso VIII portaba la que todavía se ve en Las Huelgas. Allí se defendió la patria y los santuarios. La Crónica latina de los reyes de Castilla, que cuenta los hechos desde la óptica de ese reino, hizo de la batalla la venganza divina por los desastre de Alarcos y de Uclés. Para ella, el rey ahora aparece revestido del «poder de lo alto». La intervención de la divinidad es milagrosa, concreta, excepcional, providencial y siempre previsora del detalle. «Sobre la mano de la gracia de Dios, a modo de puente, atravesamos el Guadiana», dice Rada, recordando que los musulmanes habían minado el lecho del río. Ante un camino cegado aparece «la virtud divina» en forma de pastor, y muestra el paso. Al final, vence la virtud de Cristo. No reconocerlo llevará la mortífera peste al campamento cristiano, tras la victoria. Cuando el rey victorioso entra en un Toledo por fin libre de la amenaza almohade, se canta «Bendito el que viene en nombre del Señor». Alfonso VIII fue el primer rey que pintó un castillo como emblema propio. Luego, tras la batalla, en homenaje a su hueste, reconoció los derechos de los hidalgos y entre ellos el de obediencia pactada al rey según «la costumbre de España»; esto es, con garantías recíprocas sin instancia judicial común formal y reconocida. Allí, entre el rey y la hueste vencedora, se conformó el conjunto de prácticas y costumbres que se conocería como Fuero Viejo y que formaría la mentalidad hidalga castellana. De este modo, con una fidelidad condicional, en lugar de fortalecerse, el carisma del rey duró lo que duró la batalla. Que nada había cambiado en Castilla se vio cuando murió Alfonso VIII. Su hijo Enrique I, como sucedió con Alfonso VII y con el propio Alfonso VIII, fue secuestrado por la alta nobleza, los Núñez, y solo a su muerte se configura un nuevo bando, que se propondrá hacer rey de Castilla a Fernando, el futuro rey santo.

Por la parte de Pedro de Aragón, la victoria de Las Navas de Tolosa tampoco fortaleció su figura. Su separación de María de Montpellier, con quien tenía un hijo, el infante Jaime, y su alianza con el conde de Tolosa, Raimundo, cuando este descubrió su corazón cátaro, lo debilitaron ante la Iglesia. Cuando en esa ciudad se asesinó al legado papal, Raimundo fue excomulgado. Pedro no podía tomar otro partido que defender una posición cada día más debilitada, ante el avance de los cruzados. No es un problema explicar que Pedro se alineara con el bando cátaro. Lo inexplicable es que, consciente de la gravedad de la situación, preparara la batalla de forma tan incompetente. Hay sospechas de la inestabilidad personal del rey, que lo llevaba a la improvisación y la intrepidez. Su irresistible vinculación a la cultura de las damas, su sensibilidad para la propaganda de los trovadores, debieron de influirlo para defender un imaginario de franqueza y de entrega arrojada. La evidencia de que Francia se hacía con todos los territorios entre el Ródano y el Garona quizá lo llevó a tomar la decisión sin prever un escenario alternativo. Así se dio la paradoja de que el rey católico y cruzado se lanzara con toda la hueste de Cataluña contra el delegado de la cruzada contra los cátaros, Simón de Monfort, y que, tras una noche agitada de fraternidades entre caballeros y damas, tras escuchar una misa en la que apenas se podían mantener despiertos, Pedro se entregara a la batalla de Muret, en 1214, para hallar en ella la muerte. Los trovadores se prestaron a cantar la heroicidad del rey, pero el reino quedó entregado a la más terrible lucha de facciones que puso en peligro la unidad de la Corona. El infante Fernando de Aragón se entregó a una intensa recomposición de la nobleza aragonesa, mientras que el conde catalán Sancho, el hermano del rey, no cesó de buscar la revancha con los cruzados de Monfort. La confusión dominó por doquier. Inocencio III decidió intervenir y envió a su legado para obligar a todos los nobles aragoneses y catalanes a jurar como rey al niño Jaime I. No todos acudieron a Lleida. Los más violentos, como Fernando, no lo hicieron. Luego, el grupo dirigido por el legado papal entregó al joven rey a los templarios, que lo encerraron en la fortaleza de Monzón. Una terrible época de hierro y violencia se apoderó de Aragón y de una Cataluña que veía con desazón que su influencia provenzal se ponía en peligro.

Pero al avistar la juventud de Fernando III y Jaime I, se inicia la época de la expansión hacia el Guadalquivir y hasta el Turia y el Júcar. Con el reinado de Sancho VIII de Navarra también se asiste a una encrucijada para la historia de Navarra. Igual de decisivo será el tiempo que se abría para León y para Portugal. La época del gran siglo XIII transformará la base social y la forma política de los pueblos. De esta época saldrá la constitución de los reinos hispánicos que habría de explicar la historia hispánica hasta el siglo XVIII.

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