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REYES MALDITOS

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«La una conquistada, la otra tributada», dice la Estoria de España para referirse a que el nuevo rey tenía mando sobre «toda la tierra de la mar acá». Era verdad. Murcia había jurado fidelidad. Granada daba tributos. Sin embargo, un monarca que deseaba ser «augusto» debía aumentar ese dominio recibido. Estas palabras del testamento de Fernando legitiman la pulsión imperial de Alfonso, anclada en un sentimiento de superar al padre, pero también de cumplir con un mandato inolvidable. Y sin embargo, cuando al final de su vida escriba El Setenario, Alfonso comentará que

imperio quisiera que fuese assí llamado su sennorío, e non regno, que él fuese coronado por emperador segunt lo fueron otros de su linaje.

Por ser descendiente de emperadores godos, hispanos y europeos, podía aspirar con plena legitimidad a recibir la fidelidad de los demás reinos de Hispania y de otros sitios, no solo como Alfonso VII, sino como Suintila, que era también señor de la Tingitania, la Mauritania.

En todo caso, conviene percibir el fecho del imperio alfonsino como la búsqueda de la unidad de mando de los godos. El Imperio europeo será un camino para lograr una hegemonía indisputada sobre los reinos hispánicos. Alfonso, esta es la cuestión, se creía con títulos para ser imperator Hispaniae y para serlo buscó el imperio de Alemania. Pero, sobre todo, Alfonso llevaba una herida abierta en sus carnes: su disputa con Jaime I, su suegro, por la ciudad de Xàtiva había acabado mal para él. Jaime le había vencido en esa partida cuando le impuso la frontera del Tratado de Cazola en los llanos del campo de Almizra. Con dicho tratado en la mano, Xàtiva era de Aragón, por mucho que Alfonso la deseara. La escena había tenido lugar en 1246, cuando era todavía el infante de Castilla, antes de la boda con la hija de Jaime que se celebraría a finales de año en la lejana y fría Valladolid. Esa sería una espina clavada en el fondo de su alma. Si hay en Alfonso una emulación con el padre, tampoco dejará de materializarse con Jaime, su suegro, su segundo padre, el personaje imponente que, rey de un reino pequeño, le ganará todas las partidas importantes de su vida. Todo en la acción de Alfonso deseará compensar esa humillación. Ya se verá.

No por un azar en su coronación en Toledo, en 1254, dos años después de ser nombrado rey en Sevilla, aludió a que llevaba la corona «por onra de los emperadores et de los reyes dond nos venimos que yazen hý». Toledo era la sede «cabeça de España y do antiguamente los emperadores se coronavan». No cabe duda de que alude a los reyes de los godos. Como no era seguro que allí hubiera algún rey godo enterrado, Alfonso hizo trasladar los llamados restos de Wamba desde Pampliega hasta la ciudad del Tajo. Para los propagandistas de la época, Wamba había dominado desde la Tingitania hasta el Ródano. Este era el imaginario del rey Alfonso y lo seguirá con un carácter inflexible. Ninguna consideración fue tenida en cuenta ni bastó para desecharlo. Al comenzar el reinado, con un país arruinado todavía por la campaña de Sevilla, devaluó la moneda. La inflación alimentó la carestía. La reacción del rey fue poner tasas a los precios. El resultado no se hizo esperar. Los comerciantes escondieron los géneros, al negarse a vender a precios intervenidos. Entonces, el rey lanzó leyes de austeridad para deprimir el consumo. Todo ello alteró no solo la economía, sino las costumbres.

Para recuperar la fiscalidad, que cayó en picado, se apropió de las herencias de los hermanos para con hermanos y exigió fidelidad por los donadíos de Sevilla a los caballeros. La alta nobleza de Haro se intranquilizó con motivo de la segunda disputa de Alfonso con Jaime, cuando en 1253 lucharon por hacerse con el control de Navarra, ante la muerte de su rey, Teobaldo I. Alfonso, por segunda vez, se dio cuenta de que no podía oponerse a Jaime y luchar contra sus nobles. Debía contar con un aliado más fuerte. Así casó a Berenguela con Luis, el hijo de Luis IX de Francia. Navarra pasaba a estar segura en la órbita francesa. La paz se hizo inevitable. Su estatuto es indicativo de la mentalidad de Alfonso. Cedió San Sebastián y Fuenterrabía a Navarra, a cambio de que Teobaldo le prestara juramento de fidelidad por esas tierras. En su imaginario, era un acto propio de un emperador. Fue la misma jugada que en el Algarve de Portugal, cuando su rey Alfonso III tomó Faro. Alfonso reclamó esas tierras para Castilla. Al final se firmaría el Tratado de Badajoz en 1267, que dejaría la frontera en el río Guadiana. Pero con anterioridad, el acuerdo de 1253 establecía que una parte del reino de Portugal, el reino del Algarve, se cedía en usufructo a Castilla durante un tiempo. Eso le permitía a Alfonso titularse rey del Algarve. Luego lo pasaría a su nieto don Dionís, en usufructo, a cambio del vasallaje.

Como señal de triunfo en esa época, hacia 1255, en el libro El Espéculo Alfonso pudo reclamar que «non avemos mayor ssobre Nos en el [poder] temporal». Esa era también una proclamación imperial. Entonces se proclamó vicario de Dios en la Tierra. Con ese libro podría definir el derecho del rey, como lo hacía Federico II, Luis IX o Eduardo I. Pronto el monarca reclamó el poder de hacer leyes nuevas y generales, como el Fuero Real, que derogaba el derecho tradicional urbano, basado en antecedentes y la inspiración del momento, al modo del cadí musulmán, y homologaba el derecho de las ciudades entre sí, haciéndolo depender de las sentencias del Tribunal del Rey. Pero la heterogeneidad entre las ciudades era demasiado distante para reducirse de repente y a favor de los alcaldes del rey. Así que para garantizar la homologación de prácticas se propuso El Espéculo, «el espejo de todos los derechos», libro por el que las formalidades procesales eran tipificadas según las prácticas del tribunal regio, y por el que las sentencias dictadas por los jueces de la corte regia eran la referencia obligada para juzgar casos similares.

Ambos libros se debieron de promulgar en alguna reunión amplia de obispos y ricos hombres, así como de delegados de las villas, quizá como la celebrada en Toledo en 1254, o en Palencia, un año después. En cierto modo, el monarca deseaba fortalecer su dominio regio a través del control del derecho urbano. El enemigo era el mundo de los privilegios nobiliarios. Quedó claro cuando por esta época funda más de diecisiete nuevas polas, que instaladas en territorios de señorío venían a mermar las capacidades fiscales de los señores, órdenes e hidalgos. Así se fundó Ciudad Real y Aguilar. Era la continuación de la política de su padre, solo que radicalizada. La reacción fue inmediata y conjunta. Las ciudades querían defender su propio fuero; los nobles, la integridad de sus tierras; y los obispos no deseaban una regulación regia de sus ciudades. El mundo del señorío urbano, militar y episcopal se movilizó contra el rey.

Percibiendo las resistencias generales, Alfonso apeló a la vieja pulsión y pensó unificar los ánimos mediante la convocatoria del fecho del imperio. Desde 1254 reclamaba la bula de cruzada al Papa para marchar por África y ocupar las tierras que los godos tuvieron más allá del Estrecho. Finalmente, Alfonso consiguió la bula y el reino de Castilla se aprestó al fecho de allende el mar. El papa Alejandro IV nombró obispo de Marruecos a un hombre del rey, a quien hizo su legado papal. Pero las expectativas fueron más europeas que castellanas. Alejandro llamó a los caballeros saboyanos a prestar obediencia al monarca Alfonso. Pisa se aprestó a ofrecerle el nombramiento de «rey de romanos», a condición de que protegiera sus intereses sobre el norte de África frente a Venecia. Marsella se unió, siempre con la idea de limitar la influencia de Génova. Así, la aspiración imperial de Alfonso sobre África acabará vinculándose a la problemática europea. Esta operación significó para Castilla carestía y nuevas «querellas de todas las partes de sus reinos», como dice la Crónica. Deseoso de dotarse de un código imperial, entonces se comenzó a redactar las Partidas. La elección imperial de 1257 dejó las cosas confusas, aunque los sobornos entregados a los electores arruinaron al reino. El Papa finalmente no se decidió y otros electores jugaron sucio. Al final los dos candidatos se vieron con derechos, pero Ricardo de Cornualles se adelantó y se coronó en Aquisgrán en mayo de ese 1257. Alfonso, que se consideraba elegido, conformó una corte imperial, entregando puestos a nobles europeos y gastando sumas extraordinarias, ante el asombro de los nobles castellanos y leoneses. Cuando el rey tuvo necesidad de nuevos impuestos, reunió las Cortes en Toledo y pidió la doble moneda. Era el impuesto que se cobraba para no alterar la aleación de la moneda, pero ahora lo reclamaba doble, como anticipo del período que solo entraría en vigor siete años después. La justificación fue la necesidad de culminar el fecho del imperio. Lo que en realidad quería era visitar al pontífice, en Lyon, para asegurar su coronación. El viaje estaba previsto para 1259.

Jaime I reaccionó rápido y escribió a su yerno para asegurar que no reconocería bajo ningún concepto el título de «imperator Hispaniarum». Para dejar claro que tenía su propia política, aceptó la boda de su hijo Pedro con Constanza, la hija de Manfredo, rey de Sicilia, el heredero de la tradición imperial de Federico II. Alfonso se indignó y habló del «mayor tuerto del mundo». El Papa se dio cuenta de que su mayor enemigo, Manfredo, salía reforzado de su intento de implicar a los reinos hispanos en la política europea y retrocedió en su apoyo a Alfonso, pensando que así tendría más derecho a solicitar de Jaime que abandonara su expansión hacia Sicilia. Pero Alfonso continuó con su aventura imperial, al margen de la legitimidad del pontífice, pues su anclaje en el imperio de los godos era su imaginario originario.

Así se dispuso a hacer de Toledo la ciudad imperial. Esta decisión está detrás de la traducción del saber árabe al castellano. Las tablas astronómicas del rey partían del meridiano de Toledo como el lugar central para la observación del cosmos. De esta manera, se colonizaba el espacio astronómico desde el espacio político y se hacía de Toledo no solo el centro del saber, sino del mundo conocido. Una nueva legitimidad se impuso, la del «hombre de seso et entendimiento», que estaba por encima de «todos los omnes» y, desde luego, de «todos los príncipes de su tiempo». Ese era el rey de España, como dijo en el prólogo al Libro de las Cruces. Ahora, la gracia de Dios era el «alumbramiento» que el monarca recibía y por el cual se recuperaban «los saberes que eran perdidos al tiempo que Dyos lo mandó regnar en la tierra». El programa era conscientemente regenerador: salvar saberes perdidos. Pero sobre todo era político: dejar claro que la legitimidad del rey era independiente del papado y procedía de una noción platónica del rey sabio. Pero en el fondo, Alfonso imitaba de lejos el programa de Federico II. Y lo hacía de lejos porque Federico no solo traducía el saber de Toledo, sino que también producía nueva ciencia en la corte mediante el uso de la experimentación. Alfonso se limitaba a recuperar los saberes perdidos. En todo caso, algunos europeos conocían la unidad de ambos proyectos y su dimensión enciclopédica y así, cuando el jurista Brunetto Latino, el maestro de Dante, vino de embajador a Castilla, se trajo consigo el Libro del Tesoro, la enciclopedia del saber más moderna hasta la fecha, de la que pronto se hizo una versión castellana para el rey, que parecía seguir los intereses y postulados gibelinos antipapales.

Pronto el proyecto imperial de Alfonso chocó con un problema geopolítico. Cuando se decidió el ataque a la ciudad de Salé, en Marruecos, ya era evidente que toda la empresa imperial se dirigiría mejor desde Sevilla que desde Toledo, y hacia el Guadalquivir se trasladó la corte. Este rasgo del programa imperial implicó una decisión de largo alcance. La expansión imperial castellana sería atlántica. Para ello se necesitaba tomar Jerez y Niebla, y se fundó El Puerto de Santa María —hecho del que dan testimonio las Cantigas con insistencia—, dotando a Cádiz de un obispado. La empresa imperial dependía de un saber antiguo recuperado: el cartográfico. Según los viejos esquemas de Macrobio, que el rey buscó estudiar con ahínco en el ejemplar que había en Nájera, África era una franja muy estrecha de tierra; se podría tomar con facilidad e incluso rodear por mar para llegar a los Santos Lugares por el sur. Si hubiera tenido los mapas de Sicilia, dibujados por Ibn Idrisi, el rey Alfonso se habría dado cuenta de que África era mucho más ancha y larga de lo que él creía; rodearla por mar resultaba mucho más costoso de lo que imaginaba y las proporciones de tierra hasta los Santos Lugares eran mucho más amplias de lo que podía pensar. En este sentido, el imaginario imperial del rey sabio estaba fundado más bien en la ignorancia y en la incapacidad de alcanzar el saber cartográfico disponible de la época.

La Crónica recuerda bien que todas aquellas medidas «troxieron gran empobrecimiento en los reinos de Castilla y de León». Todos esos recursos fueron puestos al servicio de un proyecto que para todos los súbditos era una quimera. Las demandas de los concejos de volver a las viejas leyes aumentaron. Las inquietudes de los nobles se fortalecieron cuando el rey determinó que los caballeros villanos fueran sus agentes en las ciudades, sin relación alguna con los altos señores. Cuando los mudéjares comprendieron, hacia 1264, la debilidad del reino empobrecido y agitado, iniciaron una rebelión general, apoyados por Granada, que veía peligrar su posición en el dominio del Estrecho. Andalucía y Murcia estallaron. Trescientas villas pasaron a poder de los rebeldes, y Granada soñó por un momento con tomar Sevilla y devolver la frontera al Guadiana. Desconfiadas del poder del rey, las ciudades del Guadalquivir hasta Cazorla firmaron una hermandad de autodefensa. La rebelión fue tan general que todos los poderes hispanos se unieron. Jaime se haría cargo del frente oriental, y Portugal, del occidental. Pero con el rey Alfonso no contaba nadie.

En el centro peninsular las ciudades se organizaron. Después de tres años de luchas, Granada se avino al pacto, Jerez fue tomado por tropas extremeñas y portuguesas y Murcia fue recuperada por Jaime I, hacia 1264. Portugal exigió el derecho pleno sobre el reino del Algarve como compensación, y Jaime reclamó un reino autónomo entre las tierras al sur de Denia y al norte del río Segura para su hija Constanza y el hermano de Alfonso X, don Manuel. Como la campaña había sido una cruzada, el Papa se vio autorizado a reclamar una solución definitiva para los mudéjares, lo que implicaba su expulsión de las tierras cristianas. Acelerar los tiempos de homogeneización, sin embargo, no hizo sino aumentar el desastre: territorios importantes quedaron desertizados. El reino quedó empobrecido al extremo, como se vio en la reunión de Jerez de 1268. Nuevos impuestos, como el diezmo de aduana (sobre productos de importación, consumo de nobles), se reclamaron y se impuso una devaluación del maravedí.

Para sorpresa de todos, en 1268 se reactivó la embajada del fecho del imperio. La situación de pobreza del reino era extrema y el rey no lo percibía. En las famosas bodas de Burgos entre Fernando de la Cerda y Blanca de Francia se mostró que las restricciones del consumo impuestas a todos no tenían nada que ver con el rey. La gente se escandalizó del lujo de las bodas, financiadas con un nuevo impuesto sobre los ganados. A ellas asistió Jaime I, que percibió el peligro en el que se hallaba el rey Sabio. Por aquel entonces la influencia política del rey de Aragón era intensa. Su hijo menor, Sancho, a quien había colocado de arzobispo de Toledo, ofició las bodas. En ellas, el otro infante, Sancho de Castilla, le reclamó al gran rey aragonés que le armara caballero para no prestar juramento a su hermano mayor, el primogénito Fernando. Jaime era el árbitro de una familia sin norte. Un año después, la gran conspiración nobiliaria de Lerma estaba en marcha. Jaime se lo había anticipado al rey Alfonso, en un viaje compartido tras las bodas. Los pactos de los nobles castellanos con los ricos hombres aragoneses se extendieron a Granada. Los avisos que le había dado Jaime se cumplían. Sin hacer caso de la gravedad de las cosas, la muerte de Roberto de Cornualles provocó en Alfonso la ilusión de que el Papa ahora lo coronaría por fin.

El año 1271 lo pasó Alfonso en Murcia, cerca de su suegro, por si tenía que embarcarse para ver al pontífice. Las ciudades lombardas entonces apoyaron a Alfonso, que les prometió dos mil caballeros. Los pactos fueron sellados con bodas adecuadas y los impuestos aumentaron de forma proporcional: ahora se retiraba a las ciudades el montazgo por los rebaños, que pasaba al fisco regio. Todo esto significaba, para la empobrecida nobleza castellana, un agravio insoportable. Para las ciudades, una pérdida considerable, pues sufrían el paso de los rebaños de las manadas de corderos sin ninguno de los beneficios. La Mesta, la institución para la protección de las actividades ganaderas de las órdenes militares y de los grandes nobles, iniciaba su camino como corporación en defensa de los intereses laneros. Sin embargo, la nobleza, que seguía organizada desde la conjura de Lerma, hizo la lectura adecuada cuando el rey pidió nuevos impuestos a las ciudades. El rey por fin se veía solo frente a todos, nobles, obispos y ciudades.

Los nobles se desnaturalizaron y se acogieron al derecho antiguo de rebelión, destruyendo la tierra mientras se refugiaban en el reino de Granada. Las ciudades protestaron por los abusos de la Mesta; los obispos, porque el rey amenazaba con gravarlos y porque estaba coaccionando al Papa para que lo coronara; y los nobles, porque estaban empobrecidos y agraviados. Pero el monarca se había comprometido a ir a Milán con dos mil caballeros, lo que era imposible sin pactar con la nobleza. Al final, pudo reunir quinientos caballeros, pero en lugar de ir a Milán se dirigió a Lyon, donde estaba el Papa, para escuchar de sus labios que no lo coronaría emperador. La entrevista fue un desastre y Alfonso comprobó con amargura la prudencia de los consejos de su suegro, Jaime, quien le había recomendado que no hiciera ese viaje por caro e inútil. Como dice la Crónica, «en el fecho del Imperio que le traían en burla».

Historia del poder político en España

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