Читать книгу Historia del poder político en España - José Luis Villacañas Berlanga - Страница 33
6 TURIA, JÚCAR ¡AY DEL REINO CUYO REY ES UN NIÑO!
ОглавлениеEsta primacía de Aragón fue obra de Jaime I el Conquistador, el más grande de los reyes hispánicos, un hombre de dimensiones europeas. Que fue un pequeño milagro se comprende tan pronto se advierte el punto de partida. Apenas hubo un rey tan pobre como el padre de Jaime. Pero todavía lo fue más su desvalido hijo, huérfano, amenazado, abandonado. Hacia 1214 todos los bienes públicos estaban en manos de los condes catalanes y de los ricos hombres aragoneses como fideicomisos inalienables, que solo podían disfrutarse por los miembros de sus grandes familias. Si no se destruyó el reino en la infancia de Jaime, hay que agradecérselo al papa Inocencio III, que debía asegurarse de que la herejía cátara no recibiera el apoyo de nuevo del rey aragonés. Un monarca unido a la nobleza provenzal era demasiado peligroso para la voluntad directiva de Roma. Aragón no podía salir de la órbita del papado. Los viejos tiempos de Alfonso II, que llegó a gobernar Marsella, no volverían. La nobleza provenzal y la catalana comenzaron justo entonces a separar sus destinos en medio de mutuos reproches, lanzados al viento por los trovadores. La gran cultura catalana, la lengua d’òc, que todavía Dante admirará, iba a perder terreno ante la presión del francés. Poco a poco iría retrocediendo hasta hallar en Cataluña la tierra en que por fin anclaría de forma perenne.
Pero si la Iglesia tuvo fuerza para intervenir se debió a que ante la violencia disolvente de la forma política, los obispados, las ciudades y los pueblos se unieron. Como tal, Aragón no podía organizarse por sí mismo. Así que todos comprendieron que un árbitro externo era necesario para ordenar un poder político que no encontraba su propia ratio desde dentro. Y así fue como el legado papal, Antonio de Benevento, presidió las Cortes de Lleida de 1214, en las que se ordenó la Corona. Nadie creía que con la distribución de cargos se acabarían las luchas entre Fernando, el conde de Montearagón, y el conde Sancho, líderes de las facciones respectivas. Pero se logró que, con la intervención de la Iglesia, el niño Jaime, arrancado de las manos de Simón de Monfort, fuese rey de Aragón y se mantuviese la Corona unida.
«¡Ay del reino cuyo rey es un niño!», recordaron todos los juglares. Como estaba previsto, el reino se entregó a la violencia endémica. Pero esto ya era un mal menor. Ni Sancho ni ningún rico hombre se nombraría rey. La unidad política estaba salvada. Los ricos hombres y los condes podrían cansarse de guerrear, pero mientras, en el brumoso Monzón, ajeno a su influencia, el joven Jaime crecía junto con su amigo el conde de Provenza, dos niños perdidos en un promontorio pelado, padeciendo un estatuto parecido a la prisión, pero una cárcel preparada para protegerlos.
Cuando Jaime I alcanzó la mayoría de edad y comenzó a reinar, el movimiento de barones y ricos hombres estaba muy consolidado como para hacerle frente. La habilidad de sus consejeros se mostró en su capacidad de unir los intereses plurales al máximo. Ante todo, se intentó dotar al rey de una base condal fuerte más allá de Barcelona. Así se asoció con la condesa de Urgell y a su muerte reclamó el condado, que tuvo que ganar a punta de lanza. La hueste así conformada se amplió. La operación verdadera de unificación de la nobleza catalana y de la burguesía barcelonesa fue ganar Mallorca. Esta conquista, con la toma a sangre y fuego de la ciudad, tuvo una consecuencia inesperada: la muerte de la mejor nobleza de Cataluña. La conquista, en 1229, dio al rey superviviente un prestigio mítico, que aumentó con la incorporación pacífica de Menorca. Desde ese instante, el monarca pensó mantener reunidas sus fuerzas mediante la expansión peninsular. La punta de lanza eran los castillos de Ademuz. La siguiente pieza fue el Maestrazgo. Así se empezó a gestar la toma de Morella. Desde allí, Jaime buscó el mar hacia Peñíscola. Había comenzado la aventura que habría de expandir por Europa la gran noticia de la toma de Valencia, en 1238, algo sin precedentes en los anales de la cristiandad europea desde la toma de Toledo.
Pero el rey Jaime, que había sabido incorporar a la nobleza catalana, sabía que no podía aspirar a contentar a los ricos hombres aragoneses, que disfrutaban de todas las rentas del reino. Aquí se producirá la herida que no dejará de perturbar la evolución política de la Corona hasta 1414, fecha en que se transformó su constitución con el final de la casa de Barcelona. En el imaginario de los ricos hombres, tras la toma de Mallorca, que había beneficiado a Cataluña, ahora les tocaba el turno a ellos con la expansión desde Teruel hacia Valencia. El propio rey habría alentado esta imagen de las cosas y habría lanzado señuelos a los líderes de las grandes familias. Las ricas tierras de la taifa de Valencia los esperaban con pocas posibilidades de defenderse, en manos de un débil usurpador. Mallorca para los barceloneses, Valencia para los aragoneses. Esa era la idea y la expectativa.
No fue así. Morella quedó en manos regias, aunque era deseada por los nobles. Burriana, ya cerca del mar, también, tras una entrega negociada que molestó a los que deseaban un asalto y el saco subsiguiente. Para esta conquista, el rey no pactó con los ricos hombres, sino con las milicias de los distritos de Calatayud, Daroca y Teruel. Ellas fueron el soporte para llegar hasta Sagunto y para mantenerse en el Puig, en unos días de angustia, con Valencia a la vista, abandonado por los grandes. Los ricos hombres abandonaron al rey, jugaron a ser imprescindibles, y perdieron. Jaime logró la declaración de cruzada y Roma se la dio con gusto porque sabía que hacia allá se dirigiría la nobleza occitana que tantos problemas había dado. La herejía cátara quedó sepultada ante ese movimiento de entusiasmo cruzado. La magna Valencia pronto sería cristiana. La nobleza aragonesa de los ricos hombres, incapaz de evolucionar, quedó disuelta en medio de la avalancha europea que venía a mostrar su confianza en el rey Jaime. Fue una buena lección para esas catorce familias de ricos hombres incapaces de prestar una fidelidad rigurosa a quien inauguraba una nueva época. Al final, Valencia fue rodeada y el rey se hizo con toda la huerta, desde Montcada hasta Silla, y luego la capital fue tomada tras un largo asedio. No fue sometida al saqueo, pero la población musulmana tuvo que abandonarla. El rey cumplía entonces treinta años.