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LA VOZ DEL DIFUNTO

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Este comentario nos da pie a concluir con otro elemento. Pues ningún rey puede ultimar su reinado de manera perfecta, sin acabar su obra con la transmisión de poderes adecuada. En ella se verifica el triunfo sobre el tiempo, la continuidad del reino y la conexión con el reino celestial. Por eso el Llibre se concentra en los últimos pasajes en preparar esta escena final, que acalla todas las dificultades que el monarca había tenido con su hijo en el pasado. De hecho, el rey Jaime no tiene inconveniente en presentarse en su vejez, en la plenitud de su conciencia, como un auxiliar de su hijo. Así, la última campaña militar en la que toma parte tiene que ver con la necesidad de llevarle víveres a Pedro y su hueste, un asunto como se ve menor. Su enfermedad así queda vinculada de forma expresa a los «treball que hauien soffert». El rey, como los viejos patriarcas bíblicos, se dispone a la muerte, cansado y satisfecho.

En este contexto solicita que venga su hijo personalmente. El Llibre quiere dejar constancia de que el príncipe heredero vino de Xàtiva y que nada más llegar, al anochecer, se presentó ante el rey. La diferencia entre la actitud de Sancho IV y Alfonso X es completa. Pedro se inclina ante su padre «e dona a nos reuerencia axi com bon fill deu donar a son pare». Luego todo se dispone para demostrar la unidad de espíritu entre ambas personas regias. De forma muy gráfica se nos dice que los dos «oym nostra missa». Entonces, como sucedía con los demás oficios públicos que se transmitían y se juraban ante el altar, en el tiempo sagrado de la celebración, acabada la misa, el rey se dispone a decir las últimas palabras a su hijo. Está funcionando aquí el doble cuerpo del rey, algo que no se observa jamás en la transmisión de los reyes de Castilla. Lo que se escucha entonces tiene mucho que ver con lo que se ha leído al principio de la Crónica. Ante todo, que el rey ha sido un caballero de Dios, que no ha reinado para sí de forma principal, sino que ha estado al servicio del verdadero señor poderoso. Y esto lo ha hecho durante más de sesenta años, sin duda uno de los reinados más largos que se conocen en la historia, símbolo por sí mismo de haber sido querido por Dios. En realidad, aquí se dispara la dimensión mítico-bíblica del monarca. No se conoce una duración semejante desde David y Salomón. Pero para nosotros es sumamente importante que don Jaime se presente en la estela de los reyes davídicos, no en la estela de los emperadores como Alfonso. Reyes de pueblos, dotados de una tarea mesiánica, pero no reyes dominadores del mundo ni legisladores de nuevas leyes. La misma relación que tuvieron aquellos reyes respecto al pueblo de Israel la tiene Jaime respecto a la Santa Iglesia. No hay aquí protonacionalismo, como se vio en el caso de Alfonso X, ni hay un subrayado de sus pueblos como elegidos. Jaime es un rey de los cristianos y la única palabra que tiene para referirse a su pueblo es «tota nostra gent», esa que le ha ofrecido «amor e dilectio». Eso ha producido su honra, no su mérito, pues todos, los súbditos y él, reconocen que «tot aço [...] era vengut tot de nostre senyor Jesu Christ».

La escena ejemplifica a la perfección lo deseable en un mundo en el que las transmisiones de poder han sido caóticas. El rey le pide a su hijo que respete el testamento, que honre a su hermano Jaime, que ofrezca a todos los deudos de su compañía y a todos «los altres sauis de nostra cort», todos ellos hombres de religión, las recompensas adecuadas. Finalmente se consuma con la dimensión que la tradición castellana no podrá acreditar: la bendición del padre al hijo, «axí com pare deu donar a son fill» y la promesa del hijo de «cumplir tot aço damunt dit». Por fin, una vez organizada esta despedida con presencia de todos los obispos y ricos hombres que pudieran estar, con el rey todavía en vida, se produce lo más inesperado de todo: la renuncia al poder por parte de Jaime y la profesión del hábito cisterciense para que se entienda que la abdicación es definitiva. Luego, el hijo, ya rey a todos los efectos, marcha al frente a cumplir con sus deberes de «stablir la frontera», en medio de «grans plors e ab grans lagrimes».

La vida del rey se cierra así todavía sin ser acogido en los brazos de la muerte. De ahí que pudiera describirla en su perfección. De hecho, la Crónica termina como si el rey llegara a testificar hasta el momento final. Como es sabido, inició el viaje con la idea de llegar a Poblet. No pudo pasar de Valencia, y por eso confiesa que «plach a nostre senyor que nos complissen lo dit viatge que fer voliem». El último párrafo de la Crónica ya se pone en tercera persona solo para decir que el rey «passa dequest segle». Su modelo de rey carismático, y la felicidad de culminar su vida de forma tan inapelable, garantizaba un futuro para la Corona de Aragón. Mientras, su yerno, Alfonso X, tenía que ver cómo se quedaba solo, era desplazado del reinado y del cetro, y tenía que recurrir a los enemigos en Marruecos para intentar disputar el poder a su hijo Sancho, a quien de forma terrible y espectacular había declarado maldito. Era la última escena de una contraposición que entre los testigos de la época, como don Juan Manuel, iba a dejar honda huella.

Historia del poder político en España

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