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EL CARISMA DEL REY JAIME

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Cuando se compara la trayectoria de Jaime con la de Alfonso, uno no puede más que dejarse llevar por las grandes diferencias. Muchos, de forma tradicional, se han preguntado por el enigma de que un rey no especialmente ilustrado, en modo alguno vinculado a las nuevas ideas platónicas del filosofo-rey, que no oyó hablar nunca de Macrobio, sin embargo deseara dictar con desparpajo una sabrosa autobiografía, El Llibre dels feyts. Se debe comparar la humildad de esta empresa biográfica con la grandiosidad de la política intelectual de Alfonso X. Frente a esta, que sugiere la obra de un legislador encargado de darle dignidad a una auténtica traslatio imperio, se halla la historia oral de la vida del rey Jaime. Algo extremadamente simbólico de un mundo político y cultural se aprecia en esta diferencia de gestos. Uno compone una obra monumental que no guarda proporción alguna con sus realizaciones políticas. Otro, compone una obra sencilla traspasada por un orgullo que tiene que ver con las realizaciones políticas, cuyo complemento teórico es ese conjunto de máximas tradicionales, ese breviario de prudencia cristiana que se puede leer en el Llibre de la sabiessa, que todavía pudo tener en su cámara Martín I.

Un programa regio solo obtiene sentido desde la emulación y desde la comparación con el otro. Jaime muestra una voluntad de marcar las distancias respecto a Alfonso, que surgen de la aguda comprensión de que el oficio de rey tiene más que ver con el «hombre de hechos» que con el de ciencia. Los feyts del rey Jaime son apropiados a sus relatos. Los facta políticos de Alfonso son completamente ajenos a sus dicta. Nadie podía ignorar esto cuando se reveló el final de cada una de esas vidas, cuando los reyes cristianos, siguiendo la sentencia paulina, pueden verificar si han corrido la carrera hasta el final. La manera de saber si se produce ese equilibrio entre facta y dicta es comprobar si una vida ha sido querida por Dios o no. Mas la única forma de conocer esta sentencia sublime emerge en el cosmos cristiano a partir de la fe rica en obras.

Lo más relevante entonces de la autobiografía del rey Jaime no lo dicta ni lo dice el propio rey, sino los que, al escribir el inicio y el final, cuando el monarca ya ha muerto, se encargan de mostrar que su vida ha sido querida por Dios. Frente a un rey Alfonso denunciado por la Iglesia de Roma como cismático, y que lanza su maldición sobre su hijo Sancho, según la tradición de la época, los hombres de Iglesia que escribieron el final y el principio del Llibre dels feyts quieren dejar clara la ortodoxia católica de Jaime, la plenitud de su fe, de su carisma sagrado y la bendición que ha recibido de poder entregar el engrandecido reino a su hijo. El subrayado de estos hechos solo tiene sentido desde la voluntad de marcar la contraposición perfecta con Alfonso. Todo en las páginas iniciales y finales de la crónica regia de Jaime se dirige a marcar diferencias con la forma de Alfonso de ejercer el poder. Ante todo, la perfección de la gracia carismática recibida por Jaime, desde la santidad de su madre, María, dado su profundo y pleno sentido de la fe cristiana. Luego, su vinculación suficiente con la tradición imperial, por sus ancestros maternos, como para no tener que vincularse ni someterse a las pretensiones imperiales de Alfonso. Finalmente, su transmisión plena de poderes, bajo bendición inequívoca, a su hijo Pedro, cosa que no pudo decirse de Alfonso. Estos tres elementos, entre otros, muestran lo esencial de la presentación del rey de Aragón y su especial protección divina. La finalidad del relato, por lo tanto, reside en mostrar su figura querida por Dios y la dimensión eterna de su reino. La consecuencia que se seguía de esta percepción era clara: Dios contaba con Aragón, y la división respecto de Castilla, en este sentido, quedaba legitimada. En modo alguno, la idea política de Alfonso podía ser afirmada como sagrada.

En efecto, la perfección de la gracia carismática del rey se presenta ya desde su propio comienzo en el capítulo IV de su crónica autobiográfica. Pues lo que «recompta» san Jaime es que la «fe sens obres morta es». Lo que va a contar el rey Jaime es su fe viva con obras. Por lo tanto, lo decisivo es que los facta son consecuencia de una fe viva. La diferencia con Alfonso es radical: la carencia de facta reales —el fecho del imperio fracasado, el fecho allende del mar también, el fecho de los mudéjares, igual— testimonia una fe muerta, como sin duda el legado enviado por Roma deseaba averiguar y extender.

Con la plenitud de quien habla como si ya hubiera muerto o estuviese a punto de morir, tras haber recibido el consolamentum, según se confiesa en los breves capítulos finales, con los que el prólogo hace juego —«E puix nos, purgat dels pecats mundanals per rahó de la confessio damunt dita, ab gran goig, e ab gran pagament rebem lo cors de nostre senyor Jesu Christ»—, el que puso estas palabras iniciales en boca del rey nos dice con sencillez, pero con fuerza, que la teoría del Apóstol, esa teoría de la fe viva que produce obras, «volch cumplir nostre senyor en los nostres feyts». Fe con obras, esto es lo que caracteriza a los elegidos por Dios, a los que se recibió en el templo con ese «Te Deum laudamus», que se repetirá en cada una de sus grandes hazañas, como la toma de Valencia y de Murcia, y a los que por eso «Deus vol rebre en la sua mansio». Esta certeza de salvación sorprende, pero constituye el punto de seguridad de una época, frente a las dudas que tendrán las siguientes: «de la fe que nos hauien, nos ha duyts a la vera salut», dice el rey. Este prólogo se nos presenta como un pequeño tratado acerca del carisma del monarca y su sentido en la raíz misma de la providencia protectora. Primero una larga vida, luego las grandes obras.

Este prólogo de la Crónica es así un texto de frontera. Situado en la línea de la vida y de la muerte, en el umbral de este mundo y del otro, el rey habla como si estuviera en el instante mismo de su muerte, como hablaban los cátaros tras recibir el último sacramento, cuando la muerte era inminente, en el último instante, cuando ya no era posible temer una intervención del diablo, pues este ya no tenía concedido más tiempo. Esto da sentido a la frase entre paréntesis que se deja incluir al final del prólogo. Esta frase dice que «car hauriem passada aquesta vida mortal». Jaime habla como aquel que se comunica con nosotros desde la otra vida, desde más allá de la muerte, en esta imposibilidad lógica que la filosofía se ha empeñado en denunciar. Por eso puede asegurar acerca de sí mismo que está salvado. Y esta seguridad de la propia salvación es lo único que justifica que deje memoria de su vida y que escriba esta autobiografía. En suma, de todo ello se deriva una presentación propia del rey mesiánico.

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