Читать книгу Historia del poder político en España - José Luis Villacañas Berlanga - Страница 30
¿PRIMERAS CORTES CASTELLANAS?
ОглавлениеPronto se dejó sentir la necesidad de una instancia capaz de ordenar un reino tan complicado. Y así, el rey Fernando se decidió a imitar el reino de León y en el año 1250 convocó a sus ciudades a una reunión en Sevilla. De allí salió un cuaderno que fue dirigido a los concejos urbanos. Por el mismo es sabido lo que el rey deseaba: que los enviados por las ciudades ante él fueran caballeros y hombres buenos. No se dice que sea algo parecido a unas Cortes representativas. Se regula el estatuto de los hombres representativos, no menos de tres ni más de cuatro, y se confiesa que el rey los llama para que «vengan a mí por cosa que oviere de fablar con ellos». En todo caso, esa reunión de Sevilla fueron las primeras Cortes de las ciudades castellanas y leonesas conjuntas. El asunto que se trata es muy significativo: «tornar las aldeas a las villas, assí como eran en días del rey don Alfonso [VIII], mío avuelo e a so muerte». La medida reparaba otra del propio rey, tomada en sus primeros años de reinado. Lo que se jugaba ahí era hacer continuo el alfoz de las villas con las comunidades de aldea que se habían alzado en su tierra, y someterlas de nuevo al señorío de la ciudad. De este modo las aldeas volvían a depender del concejo. La consecuencia era su mayor capacidad de resistir a los señores y a los caballeros. En suma, se adscribían formalmente al realengo urbano. No era lo mismo luchar contra una pequeña aldea y apropiarse de su tierra, que luchar contra una ciudad. En la plenitud de su poder, el rey intentaba que los señores de castillos no metieran sus manos en la tierra de la ciudad. El rey ejerce de protector de la urbe por concesión expresa de la propia ciudad. Lo que el rey buscaba era que los caballeros se atuvieran al gobierno urbano y no se apropiaran de impuestos de las aldeas.
Pero la medida tenía otro aspecto, pues concedía el poder gubernativo a la élite hidalga. Para lograrlo, apartaba a los menestrales de los cargos gubernativos. «Que los menestrales non echen suerte en el judgado por seer juez». El juez era el adalid de la ciudad y llevaba la bandera del concejo. Su función era dirigir la milicia urbana tanto como la justicia. Ambas funciones eran propias de un milites, un hidalgo. Por su parte, el rey deseaba que la alta nobleza se instalara en la corte para gozar de los cargos de alférez, merinos y adelantados. La división del trabajo era así clara y unívoca. Los nobles no debían intervenir en el fuero urbano, y los caballeros e hidalgos se mantenían como jueces y milites de las ciudades. Esto se puso de manifiesto cuando Fernando prohibió las cofradías y las asociaciones de menestrales y artesanos. Con ello, el sentido europeo de la ciudad como universitas se cegó. El sentido de corporación comunitaria capaz de dotarse de normas a partir de sí misma se bloqueó. Solo se permitieron las agrupaciones para «soterrar muertos», dar limosnas y asistencia mutua.
La vida urbana se minimizó. Los menestrales no pudieron reunirse de forma autónoma. La organización autocéfala desapareció. Solo quedaron en pie las funciones de los hidalgos y el orden de la milicia. Una ciudad dotada de sus instituciones y cofradías, con sus gremios y menestralías, fue vista como un peligro para el poder regio y un daño para el concejo. Sin duda, el primero que inspiró una evolución oligárquica de la ciudad fue el propio rey, que pensaba así facilitar su control sobre ella a través de los hidalgos. El sentido de la ciudad que tiene el monarca es el de «míos pueblos», tierras de realengo que pueden disponer de un sistema de poder delegado del rey, no de formas colectivas que se autorregulan. La ciudad es una tenencia señorial más y en ella solo hay que dirigir la milicia, cobrar impuestos e imponer justicia. Eso es todo. La vida urbana organizada como tal produce «la ira de Dios y la mía». Las ciudades son distritos militares, jurisdiccionales y fiscales bajo protección regia y delegación de poderes. Nadie reconoce los derechos corporativos propios de la ciudad europea o de la ciudad mediterránea, como Lleida o Barcelona. En esas Cortes, sin embargo, nadie habló de pagar servicios. Los viejos impuestos militares para financiar la milicia urbana eran suficientes.
Es evidente que el sentido de la vida urbana que tiene Fernando se parece a la forma de la ciudad musulmana. No se tiene ahí una ciudad específicamente europea con sus cargos electivos del baile, curia y racional. El sentido de la corporación y de la universitas no se actualiza. La vida urbana clásica se reduce a la de una sede del obispado cuya catedral ya resulta imponente y en cuyo cabildo bullen los hijos segundones de los hidalgos que no pueden dedicarse a la milicia. Todavía se hace más evidente este límite de comprensión cuando se constata que Fernando no es capaz de asociar universidad, episcopado y corte, como ya sucede en París, Bolonia, Colonia o Tréveris. Todavía deja que Santiago y Toledo pugnen por fundar universidades propias (Salamanca y Palencia), y cuando tiene que unificarlas opta por Salamanca, bien lejos de los lugares del poder. No parece haber diseñado Fernando nada parecido a una capital, una ciudad que funcione como París o Londres, donde los juristas enseñen las lex regia y donde hagan del rey la cabeza visible de la sociedad humana, con su aula regia y su cámara; donde se dirimen en última instancia los juicios y donde se regulan los conflictos de las familias nobles.
Sin una idea clara y unitaria de su tierra y de su reino, era difícil ofrecer un diseño de corte. No es un capricho o un azar. El rey no puede visualizar su poder en un sitio sin correr el peligro de desobediencia en otros. La complejidad del reino hace inviable la centralidad de una corte estable. Burgos era demasiado norteño para gobernar la tierra entera; Toledo, demasiado abigarrado y dependiente del arzobispo; Sevilla, demasiado andalusí e islamizada; Santiago, conflictivo, norteño y arzobispal. La universidad del reino se funda en Salamanca porque estaba a medio camino entre Toledo y Santiago, equidistante de ellas, imparcial, cercana de Ávila y de Zamora, una ciudad casi gallega. Fernando, como antes Alfonso VII, siguió pensando no en un reino unitario, en un único cuerpo místico, sino en Galicia, León, Castilla, Toledo, Extremadura y ahora en Andalucía. Cada uno de estos territorios tenía su centro y el rey no podía identificarse solo con uno de ellos sin ofrecer una razón para la desobediencia y el malestar de los otros. Este será el error que cometa Alfonso X.
Si se quiere saber lo que pensaba el rey Fernando de su gobierno, y las distancias con el primer «espejo de príncipes» para Luis IX de Francia, conviene leer el Tratado de la nobleza y lealtad, también conocido como el Libro de los doce sabios, escrito por «grandes filósofos». Su contenido se deriva de la mentalidad musulmana e impone su concepto sobre el rey, con su defensa del oportunismo, su alabanza de la venganza, frialdad, piedad y crueldad, y su aspiración central: el «refrenamiento de los poderosos». En ese libro no aparecerá la palabra Cristo ni el nombre del obispo de Roma. En realidad, no es un libro cristiano. Los sabios que lo escribieron no lo eran. Así se observa la dualidad que se abría tras la toma del Guadalquivir. Por mucho que los obispos norteños, los jefes de sus milicias, reconocieran al rey como «alférez de Santiago» o como «Caballero e vicario de Jesu-Cristo», sus nuevas tierras andalusíes le ofrecían a Fernando una cultura distinta. Ni León ni Castilla tenían gente suficiente para desplazar las poblaciones musulmanas y judías de aquellas grandes urbes de la Bética, como no la habían tenido para repoblar Toledo, dotadas de una cultura densa y antigua. Al final, Fernando podía alcanzar el poder militar, fiscal y jurisdiccional sobre las realidades urbanas andalusíes que podía admirar, pero no cambiar. A su hijo Alfonso X le transfirió la obsesión de seguir haciendo lo único que podía hacer: huir hacia delante con una toma continua de tierras, hacia el Estrecho, más allá del mar. Así se comprende la decisión de pasar a África.
A la muerte Fernando III, Alfonso, su hijo, quedaba «señor de toda la tierra que los moros habían ganado del rey don Rodrigo». La llamada «Reconquista» quedaba concluida. Ahora, Alfonso debía aumentar la hazaña paterna. En el testamento se le recordó la obligación y las consecuencias de no cumplirla.
Si todo esto [...] hiciese, que la sua bendición cumplida oviese, y que si no, que la su maldición le alcanzase.
Alfonso tuvo que decir amén. Con estas palabras en su boca moría el único rey santo que ha tenido España (se canonizó en 1655 para el culto en Sevilla, y en 1675 para todos los reinos de España). Fue una forma de consolar la triste suerte de Carlos II.