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5 EL GUADALQUIVIR IRRUMPE EL CARISMA DEL REY

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Con la figura de Fernando III se intensificó el esfuerzo por hacer del rey una figura carismática. La Crónica latina lo presenta como inspirado por el Espíritu Santo y conducido por Dios. Así se intenta explicar cómo un hijo de dudosa legitimidad, señor de las tierras de Carrión, pudo devenir rey de Castilla en 1217. Jiménez de Rada insiste en que Dios mismo guiaba los pasos de su madre, Berenguela. Cuando 1224 logró imponerse a los poderosos nobles castellanos, Fernando expuso a sus seguidores su decisión de continuar la toma de tierras hacia el Guadalquivir. El cronista describe este momento excepcional como si el monarca hubiera entrado en trance visionario:

He aquí que por Dios omnipotente se revela un tiempo [...] en el que puedo servir contra los enemigos de la fe cristiana [...]. La puerta está abierta, y el camino, expedito.

Jiménez de Roda nos informa sobre el efecto que produjo este discurso entre su séquito: todos emocionados, lloran ante el propósito del joven rey.

Sin embargo, los planes no tuvieron efecto. Logró poco después de que el Papa elevara su campaña a cruzada, pero no impresionó a su gente. Toledo, Burgos y Palencia, los principales obispados, se elevaron a sólidos aliados del monarca, pero los nobles eran muy reacios a enrolarse tras un rey fuerte. La Iglesia se declaró tutora del reino y devolvió la mitad de los décimos al rey. No obstante, Castilla era difícil de armonizar. Los nobles antiguos del norte vizcaíno y riojano, la importante plaza de Burgos, las milicias urbanas de la Extremadura soriana, las órdenes militares de la línea del Guadiana y, en medio, la nueva y potente milicia del arzobispado de Toledo, dominando el Tajo, eran elementos muy diversos. La nueva expansión requería tener claro el método de participación en los costes y beneficios. Equilibrar diferencias y conciliar intereses no fue un asunto fácil. Unificar la acción política castellana requería tacto y poder.

La dimensión más hostil venía de la alta nobleza de Lara, Cameros y Haro. La devolución de Guipúzcoa a Navarra era la inequívoca señal de que el rey prefería dejar esos problemáticos territorios en manos de un poder regio aliado que entregarlos a las grandes familias. Para impedir que esa alta nobleza se reprodujese en los territorios de los señoríos fronterizos de Molina y de Albarracín, estos se ofrecieron a las órdenes militares. El arzobispo de Toledo también resultaba preferible a un señorío laico y violento, rebelde e indisciplinado, incapaz de encarnar un concepto fuerte de lealtad. El joven rey Fernando, de forma decidida, solo confió en la nobleza que se integraba en la curia regia y se hacía cortesana. Es curioso que el título de comes desapareciera justo en 1224, el año de su transfiguración carismática. Sobre todo, el rey mantuvo la estructura foral y privilegiada de las villas, con sus fuertes milicias, la única posibilidad de hacerle frente a la alta nobleza, por mucho que sus fueros urbanos resultaran heterogéneos. Para ellos, la guerra era una actividad económica, y les resultaba prometedor el programa regio expansivo.

Otro acontecimiento colaboró a promover la figura del rey. A la muerte de su padre, Alfonso IX de León, en 1230, Fernando se hará con el reino occidental, en una campaña violenta que arrasó muchas poblas recién fundadas. Por supuesto, el monarca no contó con las Cortes leonesas, tan activas, que habían impulsado una regulación intensa capaz de coordinar la política del reino. La guerra civil fue dura y demoledora, pues no se había olvidado el viejo agravio de la campaña de Las Navas, que León había aprovechado para aliarse con el poder almohade. La intervención de 1230 será presentada por los cronistas como una obra divina que garantizará la paz perpetua de los dos reinos. Como se verá, no fue ni mucho menos así. Las costuras de León con Castilla no acabarían de cerrarse hasta mucho tiempo después, con Alfonso XI, por lo menos. Para garantizar una mínima paz, Fernando debía desarticular la potencia de la nobleza eclesiástica gallega, con sus obispados como Santiago, Tuy y Braga, y sus monasterios, como Celanova. En estas condiciones, no es de extrañar que la transfiguración carismática del rey no supere los frágiles límites de la corte. Esa ideología regia no crea poderes nuevos ni genera formas intensas de obediencia. La eficacia directiva del rey está fuera de duda, pero no se aprecia una innovación sobre la forma de organizar un reino que verá duplicada la extensión de tierra bajo su dominio. Se percibe, eso sí, el intento de Fernando de imponer una fiscalidad intensa, centralizada, capaz de conocer y de listar los territorios de realengo, realizada por la Orden del Hospital. Al final, la fuente de ingresos más importante fue la venta a las ciudades de castillos alzados en sus términos municipales, por lo general arrancados a los obispados, a los nobles, o tomados de las órdenes religiosas. Para compensar la fuerza de las ciudades, Fernando comenzó la lucha secular por instalar delegados regios en el concejo municipal, los corregidores.

Frente al tópico, Fernando III diseñó una expansión hacia el sur con clara voluntad antiseñorial. Intensificó la colonización del Guadiana desde las ciudades, las órdenes religiosas y el arzobispado de Toledo, desplazando a las noblezas que se habían instalado en Alcaraz o en el sur del Tajo hacia territorios cada vez más periféricos y montañosos. El rey no deseaba desplegar la violenta forma de poder que había triunfado en la Rioja o en Vizcaya, con sus grandes nobles, clientelas y bandos. En realidad, la línea del Guadalquivir se ordenaría sobre la estructura de reinos, una ciudad con un extenso distrito, al modo de Toledo, con sus concejos urbanos y sus alfoces territoriales inmensos, generando así señoríos urbanos privilegiados y jurisdiccionales, sobre los que el rey intentará colocar sus corregidores al modo de los delegados musulmanes.

Todo estaba destinado a asfixiar a la alta nobleza, que tantos quebraderos de cabeza ocasionaba a cada nuevo rey. Sin embargo, esta decisión generó en la nobleza castellana un hambre de tierras que iba a determinar por entero los siglos XIV y XV. La otra decisión fundamental fue la organización episcopal. Toledo, que llegaba hasta las tierras de la sierra de Cazorla, reclamó el obispado de Baeza. Santiago reclamó Mérida y Badajoz. La lucha por Sevilla se abrió entre ambas sedes, pero era absurdo pensar que la ciudad de san Isidoro, la capital de la Hispania romana, consintiera ser una diócesis dependiente. Rada, arzobispo de Toledo, reclamó una centralidad religiosa y política para su sede, tal y como a su entender había existido en la época de los godos. Lucas de Tuy, el defensor del reino de León, pensó que también se había dado en Oviedo y en León, y así debía seguir, como se vio en el «convento general» que proclamó rey a Fernando I en León, o a Alfonso VII en Santiago. Roma, siempre sabia en sus políticas de pluralidad, intentó impedir por todos los medios las pretensiones hegemónicas de Toledo. Le pesaba demasiado el recuerdo de una Iglesia mozárabe, que para Roma era un peligro. Ya que no pudo impedir la unidad de León y Castilla, Roma fortaleció Santiago y disminuyó tanto como pudo la relevancia de la sede primada de Toledo, una vez muerto Jiménez de Rada, tan poderoso. De hecho, no reconoció su primacía sobre Tarragona. Luego, Roma ofreció a Sevilla el estatuto metropolitano sobre la Bética.

Contra la política regia de unidad, no solo jugaba la Iglesia sino también la alta nobleza. El rey Fernando mantuvo ese imaginario godo, a pesar de todo su arcaísmo. Así dio el Fuero Juzgo a Córdoba y aplicó el fuero de Toledo a Sevilla. Conviene tener en cuenta que los obispos eran como muftíes o clérigos con capacidad de dirigir la guerra. En tanto rey cruzado, dirigente de una guerra santa, Fernando también se parece a un califa. Los jefes de los ejércitos que entraron en la ciudad de Córdoba el 29 de junio de 1236, cuando la ciudad cayó en manos cristianas, eran obispos al frente de sus milicias: Cuenca, Baeza, Plasencia y Coria. Todos deseaban extender tanto como pudieran sus parroquias y limitar la pretensión de primacía de Toledo. Para neutralizarla, la sede de Baeza se traspasó a la ciudad de Jaén, más lejana. El rey, por su parte, se reservó el tercio de todas las tierras y el patronato de las iglesias restauradas. Por mucho que el administrador de Toledo purificara la mezquita y la adscribiera a Toledo, solo lo hizo de forma provisional. Los mayores beneficiarios del reparto de Jaén y de Córdoba fueron las órdenes militares —además de las ciudades—, que ocuparon las tierras periféricas del distrito urbano: la Orden de Calatrava se instaló en Martos, Porcuna, Arjona y en la parte occidental de Jaén. La Orden de Santiago se hizo con la sierra de Segura. La nobleza no obtuvo apenas nada.

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