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2. EL PRINCIPIO DE PREVENCIÓN EN LAS ACTUACIONES DE POLICÍA SANITARIA DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS EN DEFENSA DE LA SALUD COLECTIVA. ESPECIAL REFERENCIA A LAS VACUNACIONES FORZOSAS

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El principio de prevención es, con la máxima probabilidad, el principio más relevante en la intervención administrativa de salvaguarda de la salud colectiva. Aunque la sanidad colectiva no se agota por completo en la prevención, sí es cierto que, en lo esencial, sigue siendo aquella una función animada por la voluntad de prevenir, esto es, de disponer con anticipación, de evitar, de advertir o, en su caso, de estorbar las enfermedades (CIERCO, p. 36). Por otro lado, aun cuando es indiscutible que la protección de la salud colectiva es el escenario natural en el que adquiere plena sustantividad la prevención de las enfermedades, la incidencia del principio preventivo también juega en el plano de la atención sanitaria individual, de modo que su virtual incidencia se extiende al conjunto de las actuaciones sanitarias, colectivas e individuales, con la mirada puesta en el objetivo de prevenir las enfermedades.

La medicina preventiva se define como el conjunto de prácticas médicas que están diseñadas para prevenir y evitar la enfermedad. La medicina preventiva se centra en la salud de los individuos, las comunidades y poblaciones definidas. Su objetivo es proteger, promover y mantener la salud y el bienestar, al mismo tiempo que prevenir la enfermedad, discapacidad y muerte. En cualquier tratado de medicina preventiva es posible encontrar la diferenciación de hasta cuatro planos o niveles en la prevención sanitaria. De un lado, estaría la prevención primaria orientada a prevenir la aparición misma de la enfermedad, comprendiendo el conjunto de actividades sanitarias que se realizan tanto por la comunidad o los gobiernos como por el personal sanitario antes de que aparezca una determinada enfermedad. Aquí se engloban las actuaciones practicadas en un periodo prepatogénico, como las vacunaciones o diversas medidas de profilaxis adoptadas para evitar la presencia de agentes patógenos. En segundo término, aparece la prevención secundaria, también denominada diagnóstico precoz, cribado o screening. Su propósito es la detección y tratamiento de la enfermedad en estadios muy precoces, con lo que las posibilidades de sanación son mucho mayores y el coste asistencial es mucho menor. En tercer lugar se encuentra la prevención terciaria, integrada por el conjunto de actuaciones médicas encaminadas a prevenir las complicaciones y secuelas de una enfermedad ya establecida. Y, por último, la prevención cuaternaria, que comprende el conjunto de actividades sanitarias que atenúan o evitan las consecuencias de las intervenciones innecesarias o excesivas del sistema sanitario.

Las referencias a la prevención son constantes en la LGS de 1986. De un lado, el Capítulo I (De los principios generales) del Título I comienza con esta declaración: “los medios y actuaciones del sistema sanitario estarán orientados prioritariamente a la promoción de la salud y a la prevención de las enfermedades” (art. 3.1). Sentada esta premisa, el principio preventivo reaparece al fijar cuáles deben ser las orientaciones de la acción sanitaria pública: “las actuaciones de las administraciones públicas sanitarias –señala el art. 6– estarán orientadas: 1) a la promoción de la salud […] 3) a garantizar que cuantas acciones sanitarias se desarrollen estén dirigidas a la prevención de las enfermedades y no sólo a la curación de las mismas”. Y aparece de nuevo al establecer su contenido: “las administraciones públicas a través de sus servicios de salud y de los órganos competentes en cada caso, desarrollarán las siguientes actuaciones: […] 2) la atención primaria integral de la salud, incluyendo, además de las acciones curativas y rehabilitadoras, las que tiendan a la promoción de la salud y a la prevención de la enfermedad del individuo y de la Comunidad” (art. 18).

Una intencionalidad preventiva inspira igualmente la previsión contenida en el art. 6 de la Ley 41/2002, sobre autonomía del paciente, donde se establece que los ciudadanos “tienen derecho a conocer los problemas sanitarios de la colectividad cuando impliquen un riesgo para la salud pública o para su salud individual, y el derecho a que esta información se difunda en términos verdaderos, comprensibles y adecuados para la protección de la salud, de acuerdo con lo establecido por la Ley”.

La mayoría de las técnicas de policía o intervención administrativa empleadas por los poderes públicos para preservar la salud de la colectividad (hospitalizaciones forzosas, confinamientos y cuarentenas de personas para evitar la propagación de enfermedades, vacunaciones masivas…) están impregnadas por este principio de prevención. Por otra parte, la educación para la salud es otra de las expresiones más sobresalientes de la vigencia del principio preventivo en el terreno de la salud colectiva, en este caso con el aval del art. 43.3 CE, que contiene una encomienda dirigida a los poderes públicos para que fomenten la educación sanitaria, la educación física y el deporte.

Las técnicas de limitación impuestas por razones de salud colectiva pueden ser de tres tipos: técnicas de información, encaminadas a obtener datos básicos sobre la actividad desplegada por los particulares a fin de mejorar el control de la Administración y su conocimiento sobre la realidad en la que ha de operar; las técnicas de condicionamiento, destinadas a supeditar el ejercicio o la puesta en marcha de ciertas actividades potencialmente peligrosas para la salud pública; y, por último, las técnicas ablativas, cuyo objeto es el de recortar, el de producir una ablación en el patrimonio jurídico de los particulares, y que pueden proyectarse o incidir sobre la propia persona, sobre los animales o sobre los bienes, productos o procesos productivos (CIERCO, pp. 174-176 y 195-272).

Entre las medidas ablativas que inciden sobre las personas, destacan las campañas de vacunación obligatoria para prevenir la propagación de ciertas enfermedades. En nuestro país, debido al alto grado de cobertura de la vacunación infantil (superior al 95%), no ha sido preciso imponer la vacunación obligatoria frente a determinadas enfermedades, como sí han hecho otros Estados ante el riesgo de contagio (como Francia o Italia). Lo que existen en España son campañas de vacunación sistemática y masiva de la población por tramos de edad (para conseguir inmunidad contra la difteria, el tétanos, la tosferina, el meningococo, la poliomelitis…), cuya inoculación se recomienda por las autoridades sanitarias, pero sin carácter preceptivo. El problema se plantea cuando, pese a esta teórica voluntariedad, la vacunación se articula como un requisito imprescindible para acceder a determinados servicios, como la educación. La negativa de las administraciones públicas a admitir el ingreso de menores no vacunados en los centros de enseñanza de su competencia ha servido para llevar ante los órganos jurisdiccionales la polémica acerca de la obligatoriedad de determinadas vacunas. A este respecto, la respuesta dada por nuestros tribunales suele alinearse con la tesis defendida por la Administración, considerando que la vacunación sistemática viene animada por la necesidad de preservar la salud de la población y que, en este sentido, la negativa de un solo sujeto a participar en el programa supone la aparición de un riesgo cierto para la comunidad, en este caso para la comunidad escolar, comprometiendo el derecho constitucional a la protección de la salud garantizado por el art. 43 CE. En este sentido se ha manifestado la STSJ Cataluña núm. 291/2000, de 28 de marzo: “La convivencia en un Estado social y democrático de Derecho supone, no sólo el respeto de los derechos fundamentales a título individual, sino también que su ejercicio no menoscabe el derecho del resto de la sociedad que se rige por unas pautas de conducta que persiguen el interés general. Así pues, no estamos aquí ante una vulneración del derecho a la educación, de lo que es buena prueba la admisión de la menor en la escuela, sino ante el incumplimiento de unas obligaciones que tienen como finalidad la prevención de enfermedades, y que se traducen en la práctica en la exigencia de acreditar las vacunaciones sistemáticas que le corresponden por su edad, que responden a la idea de obtener una inmunidad del grupo que, además de proteger del contagio a los individuos no vacunados por contraindicaciones individuales, permite la eliminación de la enfermedad en un área geográfica determinada, e incluso a nivel mundial”. Asimismo, la STSJ La Rioja núm. 134/2002, de 2 de abril, priva de justificación a la negativa de los padres de vacunar su hijo alegando que habían optado por una terapia alternativa: “En efecto, nada impide tal opción alternativa y nada obliga a una vacunación que decididamente se rechaza; pero no puede desconocerse la potestad de la Administración para imponer tal exigencia a quien pretenda acogerse a los servicios de guardería, negando la admisión a los niños que no la cumplan, dado que la medida profiláctica aplicada a cada niño resulta sanitariamente recomendable para la salud de todos los componentes del grupo. En definitiva, cualquiera que fuera la opción que los padres hubieran tomado en esta materia sobre el cuidado sanitario del hijo, resultó conforme a Derecho denegar la admisión de este a la guardería infantil si se incumplió el requisito del sometimiento a la vacunación oficial normativamente impuesta a tal fin”. Téngase en cuenta, por otra parte, las gravísimas consecuencias que pueden seguirse para los progenitores que, por negarse injustificadamente a vacunar a sus hijos e hijas, impidan su escolarización efectiva en los niveles obligatorios de enseñanza, ya que pueden incurrir en el delito tipificado en el art. 226 del Código Penal, que establece que “el que dejare de cumplir los deberes legales de asistencia inherentes a la patria potestad (…) será castigado con la pena de prisión de tres a seis meses o multa de seis a doce meses”. Entre los mencionados deberes, contenidos en el artículo 154 del Código Civil, los progenitores han de “educar y procurar una formación integral a sus hijos”, lo que incluye garantizar su asistencia a clase.

Ahora bien, salvando el supuesto anterior de vacunaciones sistemáticas y programadas, la vacunación como medida profiláctica podría imponerse por motivos de salud pública, es decir, como medida especial adoptada en el marco de la LOMESP en caso de riesgo excepcional y grave para la salud colectiva, contando, en ausencia de consentimiento de la persona afectada y siempre que no estuviera médicamente contraindicada, con la preceptiva autorización judicial al suponer una evidente intromisión en los derechos fundamentales a la privacidad y a la integridad corporal, amén de tener que observarse las restantes garantías de limitación de un derecho fundamental (justificación, necesidad, idoneidad y proporcionalidad).

En el orden jurídico, el asunto de la vacunación obligatoria plantea la colisión entre dos derechos constitucionales y demanda respuesta sobre cuál de ellos ha de prevalecer en el caso de una pandemia como la COVID-19: el derecho a la intimidad corporal de la persona que rechaza la vacunación y el derecho a la protección de la salud y a la integridad física de los terceros expuestos al contagio por parte de quien, en uso de su libertad y en el ámbito de sus creencias (acertadas o no), se niega a obtener la inmunización por medio de la vacuna.

Si bien la Ley 41/2002, básica reguladora de la autonomía del paciente, apunta a que la persona afectada puede aceptar o rechazar las terapias o tratamientos sanitarios que se le propongan, ese derecho a decidir tiene algunas excepciones, principalmente cuando está en riesgo la salud pública (art. 9.2). Por otro lado, en la Ley 22/1980, de 24 de abril, de modificación de la base IV de la Ley de Bases de la Sanidad Nacional de 25 de noviembre de 1944, se prevé concretamente que “las vacunaciones contra la viruela y la difteria y contra las infecciones tíficas y paratíficas, podrán ser declaradas obligatorias por el Gobierno cuando, por la existencia de casos repetidos de estas enfermedades o por el estado epidémico del momento o previsible, se juzgue conveniente”, y añade: “En todas las demás infecciones en que existan medios de vacunación de reconocida eficacia total o parcial y en que esta no constituya peligro alguno, podrán ser recomendados y, en su caso, impuestos por las autoridades sanitarias”. También sigue vigente un Reglamento para la lucha contra las Enfermedades Infeccionas, Desinfección y Desinsectación, aprobado por Decreto de 26 de julio de 1945, que en su artículo 21 declara que podrán ser obligatorias para todos los ciudadanos españoles las vacunaciones contra la difteria y la viruela, “siendo sancionadas su falta de realización”.

La vacunación obligatoria y masiva de la población actuaría en estos casos como una medida para combatir una situación de crisis sanitaria, con expansión incontrolada de la enfermedad, como la provocada por el virus SARS-CoV-2, si bien nuestras autoridades sanitarias han descartado, por el momento, esa posibilidad y la vacunación contra el COVID-19 reviste en España carácter voluntario.

Pro futuro, dado el insuficiente rango (no orgánico) de algunas de las leyes indicadas para establecer medidas que comportan limitaciones de derechos fundamentales, y como quiera que puede causar cierta confusión e inseguridad jurídica el hecho de que la LOMESP no contemple expresamente el caso de la vacunación obligatoria, sería conveniente modificarla para introducir las previsiones pertinentes, salvo que se opte por aprobar una legislación específica sobre la materia. En esa actuación normativa habría que establecer igualmente de modo expreso las consecuencias de una negativa injustificada a recibir la vacuna, que podrían traducirse en la imposición de sanciones o multas, privar el acceso a determinados servicios públicos a quien no se vacune por el riesgo de contagios, sin descartar para casos extremos la medida ablativa de la inoculación forzosa con autorización judicial, pero siempre de forma proporcional y justificada.

Llevando las consideraciones precedentes a un ámbito específico (el laboral), y partiendo de que la vacunación es actualmente voluntaria (mientras las autoridades sanitarias no acuerden otra cosa), cabe preguntarse aún si, en tutela de un interés superior como es la salud de los clientes, proveedores o compañeros de trabajo, sería posible exigir la vacuna contra la COVID como medida de prevención en el marco de la empresa; es decir, si, para garantizar la salud de los compañeros o de los terceros que se relacionan con la organización, la vacunación obligatoria podría incorporarse al plan de prevención y, en caso de negativa del trabajador a recibirla, este podría ser objeto de sanción disciplinaria o, incluso, del despido por incumplimiento de sus obligaciones en materia preventiva ex. art. 29 LPRL.

Doctrinalmente se ha defendido que el diseño de las estrategias de vacunación excede el ámbito de la prevención de riesgos laborales y no debe quedar al alcance de los empleadores laborales, sino que corresponde a las autoridades sanitarias las cuales, conforme a las reglas de Ley 33/2011, deben establecer criterios comunes en todo el territorio7. Personalmente considero que la clave para la solución debe proporcionarla, una vez más, la existencia de una situación de riesgo grave y real de contagio hacia terceras personas, es decir, cuando esté comprometida la salud colectiva, lo que seguramente obligará a dispensar un tratamiento diferenciado a situaciones disímiles. Así, el abordaje de la cuestión no debería ser el mismo en el supuesto de trabajadores que desarrollan su actividad en condiciones de aislamiento (p. ej., trabajos de guardería rural), en las situaciones de trabajo en equipo y/o cuando se interacciona con otras personas (pacientes, clientes, compañeros de trabajo…) donde no está en juego únicamente el derecho propio a la salud.

Salud y asistencia sanitaria en España en tiempos de pandemia covid-19

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