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EL PONTIFICADO DE PÍO IX (1846-1878)915

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Con la elección de Giovanni Mastai Ferretti en junio de 1846 como Pío IX se observa una clara continuidad con su predecesor, la cual se tornó con el tiempo más marcada aún, pues la marcha de los acontecimientos políticos profundizó la posición del pontífice. Así, los asuntos relativos a Roma en cuanto capital de una Italia unificada fueron conocidos como la “cuestión romana”. Por otra parte, las relaciones con Alemania se hicieron extremadamente difíciles con el intento del canciller Bismarck, iniciado en 1871, de someter a la Iglesia Católica al control estatal, proceso conocido como Kulturkampf, que se manifestó en diversas medidas cuyo objetivo era desatar todo vínculo de la Iglesia con Roma: control estatal de los seminarios, expulsión de congregaciones —jesuitas, redentoristas, lazaristas—, obligación de comunicar a la autoridad civil los nombres de los candidatos a oficios eclesiásticos, y suspensión de derechos civiles de los eclesiásticos.

En este escenario han de comprenderse dos documentos del magisterio de Pío IX: la Encíclica Quanta Cura (Con cuanto cuidado), de 8 de diciembre de 1864, a la que se le adjuntó un elenco de los errores del mundo moderno, con la misma fecha, texto conocido como Syllabus (Índice). Después, en 1869, el pontífice convocó a un Concilio Ecuménico en el Vaticano, en el cual se abordó y condenó nuevamente los contenidos filosóficos y teológicos del siglo en la constitución Dei Filius; en tanto que en la constitución Pastor Aeternus abordó la jurisdicción universal y el atributo de la infalibilidad del papa. Esa documentación pontificia mantuvo la doctrina inaugurada por Gregorio XVI respecto del mundo moderno.

Pío IX, por otro lado, continuó con la política de apoyar la reorganización de la Iglesia, y consolidar nuevas áreas emergentes. Fue el caso de las comunidades católicas de los Estados de Unidos, en las que puso una especial atención: en 1850 creó los arzobispados de Cincinnati, Nueva York y Nueva Orleans, y en 1853 el de California. Además, promovió el concilio de Baltimore de 1866, en el cual se armonizaron costumbres y normas para el gobierno y administración de las diócesis.

Respecto de América Latina, Pío IX puso especial énfasis en la reorganización de la Iglesia, debiendo destacarse sus esfuerzos para suscribir concordatos. Creó dos nuevos arzobispados en México —Guadalajara y Michoacán—, y sus respectivas diócesis sufragáneas. Desde 1863 la antigua provincia eclesiástica de México se dividió en nuevas provincias, llegando a las 16 diócesis, situación que nuevamente cambió en 1891 al crearse nuevas circunscripciones. Asimismo, durante el pontificado de Pío IX se erigió la diócesis de Cochabamba en 1847; la de San José de Costa Rica en 1850; en 1858 y 1859 se desmembraron de la diócesis de Buenos Aires las regiones de Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes; en 1862 se erigieron las diócesis de Ibarra, Riobamba y Loja, y en 1869, Porto Viejo, como sufragáneas de Quito; en Perú en 1861 se erigió Puno, y en 1865 se creó Huánuco; en Colombia en 1859 se erigió Pasto como sufragánea de Santa Fe-Bogotá.

En el esfuerzo concordatario seguido por Pío IX fueron importantes los instrumentos acordados con países de América Latina, que siguieron la misma filosofía de los suscritos en Europa. El concordato más conocido por su estabilidad fue el firmado con Ecuador en 1862; pero hay otros, incluso anteriores a 1862, como el suscrito con Bolivia en 1851, con Costa Rica y Guatemala en 1852, con Honduras y Nicaragua en 1861, con El Salvador en 1862 y el acuerdo con Colombia en 1886.

Los tratados diplomáticos con los países de América Latina tuvieron el mismo objetivo: de parte de la Iglesia se buscó mantener o conservar las libertades, en especial las vinculadas con su estructura y administración institucional, como el nombramiento de los obispos, la erección o reorganización de las circunscripciones eclesiásticas (diócesis, parroquias) y la plena y fluida comunicación con la Sede Apostólica. Por otra parte, la Iglesia buscaba que los nuevos estados la protegieran y le conservaran otros derechos, que hoy podrían definirse como materias laicas: primacía en la educación, legislación sobre matrimonios, protección sobre la propiedad de sus bienes.

Es importante subrayar que estos concordatos no se suscribieron entre dos estados —el estado del Vaticano data solo de 1927—, sino entre un “jefe espiritual” y sus súbditos dispersos en el mundo en una estructura milenaria, lo que permite comprender que el objetivo de la Sede Apostólica fue proteger la libertad de la Iglesia con el propósito de que los fieles tuviesen accesos a todos los auxilios espirituales, desde los sacramentos hasta la educación cristiana de la prole. Para esto la Iglesia requería de libertad y de la protección del estado.

Todos los esfuerzos de Roma se orientaron hacia dichos objetivos. Ahora bien, que un estado acordara un concordato no suponía gratuidad en estas materias, pues aquel aseguraba su participación en el nombramiento de los obispos, en los proyectos de creación de nuevas circunscripciones eclesiásticas, en los sínodos o concilios provinciales y en la designación de los párrocos.

En esta perspectiva los concordatos pueden considerarse como una victoria política para la Iglesia, pues lograron dilatar la supresión de los privilegios del clero y conservar el funcionamiento de la misma con el apoyo del estado. Sin embargo, en la medida en que en este se instalaban con mayor profundidad los principios del liberalismo político se hicieron más evidente las tensiones entre las dos esferas, lo cual se expresó de manera clara en el anhelo político de lograr la separación de la Iglesia y el Estado.

El caso de Chile es singular, pues en este país tempranamente, en 1833, se aprobó una constitución que lo definió como Estado confesional (artículo 5°) y, asumió unilateralmente, en el artículo 73, los privilegios patronales del periodo hispánico, que supuestamente la república había heredado.

Respecto de América cabe observar que, como resultado de la estrategia política de Pío IX, el sistema patronal no fue aceptado por la Sede Apostólica, cuidando que donde no se hubiera firmado un concordato se concediese oficiosamente la participación de los gobiernos. Se logró, asimismo, que las comunicaciones entre Roma y los obispos alcanzaran una adecuada regularidad. Esto último se prueba con el cumplimiento de la visita ad limina, regularizada desde fines del decenio de 1850. Así, por ejemplo, a pesar de las tensiones permanentes con la Iglesia en México, los obispos pudieron dar cumplimiento a ese precepto. Algo similar ocurrió en América Central y en Argentina. Hubo, ciertamente, zonas eclesiásticas en que las visitas ad limina tuvieron menor frecuencia, como ocurrió en Perú y Colombia. En Chile se dieron las primeras señales de regularización con Manuel Vicuña, cuando en 1831 solicitó una prórroga para cumplir con el precepto. La visita solo se normalizó en 1859, y desde el decenio siguiente las cuatro diócesis chilenas pudieron cumplir con la frecuencia exigida por el precepto, esto es, cada 10 años.

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