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EL PASO DE UNA SOCIEDAD CONFESIONAL A OTRA ACONFESIONAL
ОглавлениеComo es sabido, la implantación de la iglesia en el continente se realizó por intermediación de la Corona española, situación que engendró un fenómeno muy peculiar: desde los comienzos de la evangelización hasta la iniciación de los procesos de independencia política la Sede Apostólica no tuvo una relación directa y fluida con las iglesias locales. Durante los 300 años que duró esta fase, la referida intermediación se expresó en un conjunto de facultades patronales otorgadas por la Sede Apostólica a la Corona. Estas facultades evolucionaron desde el concepto tradicional de patronato hacia un patronato ampliado, conocido en la literatura como vicariato regio, hasta instalar la fórmula jurídica del regalismo982.
Este curso jurídico generó un conjunto de abusos en la práctica patronal, como el pase regio o exequatur para la documentación vaticana; la carta de ruego y encargo que seguía a la presentación de la Corona para un cargo episcopal, en cuya virtud el presentado tomaba el gobierno de la diócesis antes de que fuera nombrado por la Sede Apostólica, y el recurso de fuerza, que facultaba a un clérigo o religioso a apelar al tribunal civil de una decisión eclesiástica si se sentía menoscabado en sus derechos.
El efecto más notable de este régimen fue la desvinculación jurídica de los obispos de la Sede Apostólica y de la Curia romana; esto, a su vez, repercutió en la carencia de información directa en Roma sobre el estado de las iglesias americanas.
Al avanzar el movimiento emancipador los primeros problemas que surgieron dentro de la Iglesia fueron cómo conducir a comunidades acéfalas y cómo nombrar a los obispos; a continuación, cómo resguardar su patrimonio, cómo tomar la dirección de los seminarios y cómo impulsar la reforma eclesiástica. Pero los problemas que la Iglesia tenía hacia el exterior eran también de enorme envergadura. El más urgente era determinar la forma en que debía conducirse con los dirigentes de las nuevas naciones, quienes se movían hacia una independencia política con un ideario diferente, surgido de las revoluciones norteamericana y francesa. Este ideario subrayaba la separación de la Iglesia y del estado —que era el fin de la discriminación confesional—, impulsaba una sociedad de ciudadanos que nacían y vivían libres y eran iguales en el plano de los derechos —que era el fin de los privilegios civiles y eclesiásticos—, y buscaba un mejoramiento en la administración de la justicia —lo que suponía una abrogación de las inmunidades—.
Dentro de ese nuevo marco la Sede Apostólica debía construir, por primera vez en forma directa, la relación con cada diócesis de Hispanoamérica; instituir los obispos; reorganizar las jurisdicciones eclesiásticas; dar continuidad al trabajo misional aún en curso en muchas regiones; asegurar a los fieles el acceso a la vida sacramental y espiritual; recuperar la administración de los seminarios; articular y promover la formación del clero y administrar la justicia eclesiástica a los fieles, en especial en los asuntos matrimoniales.
Después de las convulsiones sociopolíticas de la emancipación, el primer paso dado por Roma fue establecer o poner en marcha el vínculo diplomático. En 1829 León XII dio facultades al nuncio en Brasil para articular las iglesias de México, América Central, Argentina, Colombia y Perú. En 1836 se instaló en Bogotá un delegado apostólico para toda América del Sur, quien, en 1862, desplazó su residencia a Quito, y en 1877 a Lima. El nuncio en Brasil mantuvo su jurisdicción sobre Argentina, Paraguay y Uruguay hasta 1877. México tuvo su propio proceso diplomático, caracterizado por constantes tensiones, desavenencias y rupturas. Centroamérica solo encontró soluciones más permanentes en los primeros decenios del siglo XX.
Para hacer realidad la premisa de la libertad de la Iglesia, la política vaticana se ciñó a un principio jurídico canónico inamovible: que se reconociese en materia religiosa la primacía de la Iglesia Católica en la sociedad, con todos los privilegios posibles, reconocimiento que debía construirse sin condiciones. La defensa de este principio explica la búsqueda permanente de un concordato, cuyo objetivo era determinar el marco jurídico en el cual la Iglesia haría las concesiones, y fijar las libertades esenciales que requería para el ejercicio de su misión.
La eclesiología vigente en ese momento tenía como núcleo el concepto de que la Iglesia era una sociedad perfecta, en la cual radicaba la salvación de las almas y poseía una estructura jurídica para su gobierno y para el ejercicio de su misión. Los estados debían reconocer esos elementos, constitutivos de una institución con derecho propio.