Читать книгу La sombra del General - Leonardo Killian - Страница 10

Оглавление

TOMA 5

Para mí, es Chacho desde que era chico, pero dentro del sanatorio es el doctor Minicucci, un oncólogo de prestigio dentro del ambiente.

Hacía rato que no nos veíamos y me llamó porque tenía algo para mí. Lo fui a ver al Anchorena y después de los abrazos y las preguntas de rigor sobre los familiares y amigos me dijo que tenía un paciente que estaba muy interesado en publicar una historia.

Era un milico retirado y tenía un tumor en un estado muy avanzado. No creía que llegara a fin de año.

El tipo había sido guardaespaldas de Perón y, viendo que le llegaba la hora, quería dar a conocer unos documentos con una historia, según él, totalmente desconocida e increíble.

—Le dije que tenía un primo periodista y que le podía interesar. ¿Lo querés conocer?

Anoté el teléfono y le agradecí a Chacho. Antes de separarnos nos hicimos las bromas de humor negro con las que nos despedíamos:

—Buen oficio el tuyo de meter la nariz en las braguetas de los demás.

A lo que le contesté corrosivo:

—El de ustedes es más cómodo, son el único gremio que tapa sus errores con tierra.

—Antes los guardamos en madera —me retrucó riendo.

Esa misma noche lo llamé y me atendió la voz de un tipo seco pero cordial. Quedamos en vernos el domingo a la tarde en su casa de Floresta.

Me abrió la puerta un morocho que estaba más muerto que vivo. Muy flaco, con la piel amarillenta y una mirada sin color. La voz era un murmullo tristón.

Me hizo pasar y, mientras yo me apoltronaba en un cómodo sillón, el flaco, que todavía conservaba un bigote reglamentario, me acercó una carpeta. Un bibliorato con papeles amarillentos escritos a máquina, algunas fotos abrochadas y anotaciones hechas a mano. Algunas con lápiz y la mayoría con diferentes tonos de tinta.

—Mire, léalo tranquilo, son documentos. No me queda mucho hilo en el carretel, así que ya no me importa guardarlos. Lo que está en esa carpeta es todo lo que pudimos averiguar. Va a encontrar datos del colegio, de la facultad, de sus parientes, todo muy incompleto, el tipo era un fantasma. Este material tiene más de treinta años, así que, si le interesa encontrar a este pibe, que ahora debe andar por los sesenta, va a tener que yugarla.

“Sería una pena que se pierda este laburo. Como su primo me trató tan bien y fue tan sincero conmigo, me pareció que se lo tenía que dar a alguien cercano. Me dijo que usted es periodista y bueno, ahí está todo.

“Cuando cayó Isabel, todo esto ya no le importaba a nadie, así que, como sabía que me iban a rajar, me traje los papeles para mi casa. Durante todos estos años los tuve escondidos en el fondo. Esta casa tiene como cien años. Acá vivió mi abuelo y en el fondo tenía las gallinas. Allí estuvo la carpeta envuelta en una bolsa para que no se llenara de humedad…”

La tos dio por terminado el monólogo.

Me entregó la carpeta y me dijo que, para lo que quisiera, no tenía más que llamarlo. Había bajado quince kilos, pero la memoria la tenía intacta.

—Y esas cosas no se olvidan más —remató.

Ya era de noche cuando terminó la charla. Me imagino la cara que tendría yo, porque hasta intentó una sonrisa.

—¿No me cree verdad?

—La verdad —le dije—, si puedo encontrar a esta persona y podemos publicar la historia, no voy a tener plata con que pagarle.

Otra vez volvió a sonreír:

—Eso, ahora, es lo que menos me interesa.

Mientras volvía para casa, pensé que un tipo que se estaba muriendo no podía mentir.

Lo llamé a Chacho para agradecerle. Me preguntó de qué se trataba, pero no me animé a contarle.

—Cuando lo termine te cuento.

Le pedí a Nina que llevara las nenas a dormir y que si llamaban no estaba para nadie.

La carpeta tenía informes de inteligencia (de “capachas”, me había dicho el flaco), muy prolijos y anotaciones al pie manuscritas.

Las fotos eran tres, de muy mala calidad. Un grupo de colegiales del secundario, una que parecía la de una cédula y otra muy borrosa de unos obreros en un asado (estaban vestidos con los clásicos pantalones y camisas Grafa).

Encendí el grabador y escuché la charla con el viejo suboficial retirado. Mientras tanto, leía una y otra vez los informes.

Pese a que ya era tarde, lo llamé al gordo a la casa. Como de costumbre, cada vez que perdía Ríver, estaba de un humor de perros.

—Mirá, el ruso tiene lo de Amira que es un golazo. Vas a tener que contarme algo bueno para joder a esta hora.

Le conté brevemente lo que tenía: las carpetas, la historia del milico, un tipo que quiso matar a Perón… No lo noté muy convencido.

—Me suena a pura fantasía —me dijo—, pero traé las cosas y mañana lo charlamos en el diario tranquilos.

Por la mañana era otro tipo:

—Si es cierta la historia y encontrás al tipo, la publicamos.

Salí del diario para empezar la cacería.


Empecé por ir hasta Mataderos, a un local del MAS de la calle Murguiondo. Me dijo Jorge que ahí lo iba a encontrar al Chueco Britos. Llevaba cincuenta años en el trotskismo y era como una biblia que sabía casi todo sobre los partidos, agrupaciones y sectas devotas de Davidovich.

El viejo me estaba esperando y tenía esa expresión en los ojos que solo conservan los tipos que jamás se desaniman. Un neurótico optimista. Le recordé la época y el local del entonces PRT La Verdad. Sacó del bolsillo una pipa roñosa que llenó con un menjunje indefinible, pero con cierto olor a tabaco y se tomó su tiempo para encenderla. A la cuarta o quinta bocanada chasqueó los dedos:

—Ya sé quién debe ser.

Hizo una larga llamada telefónica y me comunicó con el compañero González.

—Este lo conoció —me dijo triunfante.

Me pasó el tubo y del otro lado, una voz tan vieja como él, me fue contando.

—Teníamos un local en el bajo, en la calle Reconquista. Si, ahí vino a afiliarse. A nosotros nos dijo que se llamaba Gerardo. No me acuerdo el apellido. Un tipo flaco, con la escasa barba muy crecida y con anteojos de miope. Por lo demás, la ropa medio raída y los borceguíes no llamaban la atención en la militancia de izquierda de eso años. “Se llevó los libros y las publicaciones del partido en un morral y apenas si cruzó palabra con los compañeros. Estaba interesado principalmente en la obra de Trotsky y reconoció que no había leído nada de Nahuel Moreno. Llenó la ficha y, como nadie le pidió un documento, pudo haber puesto cualquier cosa. De hecho, el domicilio de la pensión y el teléfono donde lo quisimos ubicar no existían. Pero no nos importó; el flaco era un militante de fierro y jamás nos falló en las pintadas o en las reuniones que hacíamos en Psicología. Se había anotado como tantos otros para armar una agrupación y aunque nunca quiso sobresalir o tener algún cargo de responsabilidad, era un buen militante.

El viejo hizo una pausa y continuó:

—Cuando empezaron las tomas de las facultades, fue de los más aguerridos y hasta tuvimos que pararlo porque tenía la costumbre de venir armado. En una asamblea, y sin que pudiéramos impedirlo, le rompió cuatro dientes a un muchacho de la Fede. Hasta tuvimos que hacer una aclaración y un pedido de disculpas en el periódico. La gente del Partido Comunista hizo una denuncia penal y todo. Diga que en esa época a la policía y a los jueces no les importaba si nos matábamos entre nosotros y no pasó nada, pero era un tipo muy violento. Le tuvimos que aclarar que el Partido no quería saber nada con el foquismo y con nada que nos confundiera con los perros o los montos. Un partido de obreros es un partido de vanguardia y, al menos que nos atacaran los locales, las armas no estaban bien vistas. El foquismo pequeño burgués del ERP, las FAR y todos esos, no tiene nada que ver con una política de los trabajadores.”

Me pareció que el compañero González aprovechaba para bajarme línea.

—A principios de los 70 no lo vimos más —ahí se hizo un silencio como si dudara, pero en seguida volvió con la historia—. La novia se llamaba Laura y ahora es docente en Filo. Seguramente ella se debe acordar. No. No conozco el apellido de la mujer y si lo supiera tampoco se lo diría.

Cuando le iba a pedir algún detalle o dirección para que me pudiera orientar me contestó secamente:

—Es todo lo que le pienso decir —y me cortó.

Le agradecí al viejo Britos que aprovechó para entregarme el periódico del partido y unos volantes. Cuando me retiraba del local lo saludé con el puño en alto. Me respondió sonriente levantando el suyo.

El viejo seguía teniendo veinte años.

Para empezar, no era poco. Evidentemente el tipo había existido y la historia del milico, hasta acá, cerraba totalmente.

Mientras manejaba empecé a silbar La Internacional.

La sombra del General

Подняться наверх