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TOMA 14

La gallega se había ido al velorio de una paisana. Le había dejado una nota en la mesa de la cocina junto con las precisas instrucciones de cómo calentar el puchero. Después de comer y aprovechando que no había nadie, se permitió tomarse un vaso de Toro Viejo que ya estaba abierto.

Se tiró en la cama a leer a Salgari. Estaba en los mares de la Malasia junto a los tigres de Mompracem cuando escuchó la puerta de calle. Creyó que era la vieja y siguió peleando junto a los piratas.

El verdugo abrió la puerta y, sin mirarlo, le dijo que fuera para su pieza. No le hablaba desde hacía meses y sintió miedo. Un miedo irracional. No sabía qué era, pero el gesto, la expresión del padre, la forma en que lo había mirado le hicieron entrar en pánico.

Dejó el libro y golpeó a la puerta. El viejo estaba acostado, tapado con una sábana. El torso desnudo y una sonrisa que lo petrificó. No recordaba que lo hubiera mirado así.

—Pasá y cerrá la puerta —ordenó como era su costumbre al hablar, tanto a él como a su vieja.

—No —le dijo. Y no sabía por qué.

Algo animal lo advertía. Le avisaba a los gritos que saliera de esa pieza. Dio media vuelta y corrió a encerrarse. Los golpes en la madera iban acompañados por insultos.

Abrí putito, maricón mal parido. Abrime o tiro la puerta abajo y va a ser peor.

Corrió la cama hasta la puerta aunque sabía que era inútil, que si cedía no serviría para nada. Escuchó el silencio repentino, la puerta que se abría y los pasos que se apuraban. Lo que vino después fue lo de siempre pero aumentado. Como una película de terror que ya vimos, pero con escenas aun más crueles.

Los gritos de la gallega. Los alaridos del verdugo pidiendo explicaciones.

—Llegué y no estabas. Pedazo de boluda ¿Cómo te vas sin avisarme?

Escuchó los golpes y la vieja que lloraba e intentaba dar justificaciones.

—¿Por qué no te morirás de un cáncer en los huevos? ¿Por qué no nos dejas en paz? Bufarrón hijo de puta —se escuchó gritar, como si hubiese sido otro.

La puerta estalló y la bestia entró como una tromba. Despertó en el Centro Gallego con la cara entumecida como un mal boxeador y varios puntos en la cabeza.

La madre estaba hablando con una enfermera que ni la miraba. Repetía como una letanía:

—No sé cómo se cayó por la escalera… menos mal que no se fracturó ningún hueso.

La sombra del General

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