Читать книгу La sombra del General - Leonardo Killian - Страница 18

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TOMA 13

Recordaba nítidamente el bombardeo.

La memoria es extraña, pensaba. Como si la estuviera viendo ahora mismo, tenía la imagen de la madre sirviéndole la sopa. El ruido de la primera bomba y el plato que se destrozaba en el piso salpicándole las medias escolares. La pobre mujer muy pálida solo atinó a decir: “Mi Dios ¿Qué está pasando?”

Ella tendría mi edad cuando la guerra entró en su pueblo de la peor manera. Primero, los de un lado fusilando al cura (“un cabrón alcahuete de los fachas”) y después los nacionales con la impunidad de los vencedores. Sus hermanos mayores, sospechados de rojos, fueron a parar a las canteras y no los volvió a ver. El único que quedó vivo fue Mario, que se había venido a la Argentina con otro paisano unos meses antes del Pronunciamiento.

Nunca conoció una escuela y aprendió a leer sola, gracias a la buena voluntad de las vecinas del barrio. Había pasado de la miseria de un pueblo perdido en Lugo a un barco destartalado que la trajo a un conventillo de la Boca.

Sin embargo, ahí pasó sus únicos y escasos tiempos felices. Conoció el cine, la voz de Catita por la radio y el tranvía por el que tenía fascinación.

La primera bomba y el estruendo le trajeron el peor de los recuerdos. El fantasma de la guerra que le producía ese pavor en las noches de tormenta. Los truenos y relámpagos le revivían esa niñez del bombardeo, pero esto era a pleno día y no eran truenos ni centellas, era la metralla gorila descargando su rencor sobre ese pueblo y esa Plaza que odiaban hasta el paroxismo.

A continuación, la imagen de los vecinos en las terrazas y a unas veinte cuadras, los aviones cayendo en picada sobre la Plaza de Mayo. Buenos Aires era todavía una ciudad de casas bajas y se escuchaban las tremendas estampidas y el tableteo de las ametralladoras.

No recordaba haber sentido miedo. Sólo el asombro. Como se ve una película, algo que les pasa a otros en un lugar lejano y en otro tiempo. Sencillamente no creía que eso estuviera pasando en la misma ciudad donde vivía, donde andaba en bicicleta o donde su madre hacía las compras todos los días.

El padre llegó de la textil en un estado de éxtasis. Vino con unos tipos que él no conocía. Unos compañeros de trabajo con los que se encerró a escuchar la radio que llevaron a su pieza.

Los escuchaba gritar y putear.

—¿Por qué no dicen la verdad estos huachos? ¿Por qué no dicen que está muerto?

En un momento, la inconfundible voz de Perón anunciaba que, no solo estaba vivo, sino organizando la ofensiva contra los militares rebeldes.

—Desde mi puesto de lucha… —decía con su voz cascada.

Salieron de la pieza a las puteadas.

—Hablen bajo que este barrio está lleno de alcahuetes —decía el viejo—. Parece que se salvó el hijo de puta —le susurró a la gallega que no abría la boca, aterrorizada.

Lo recordaba como un día interminable. ¿Cuántas horas había durado todo eso?

Los dos tipos dijeron “buenas noches” y se fueron en silencio. Los viejos se sentaron a escuchar la radio. Nunca los había visto así de juntos y él también arrimó una silla para escuchar a los relatores que pedían venganza. Se hablaba de más de trescientos muertos.

Ni siquiera la apagaron cuando la gallega sirvió los tallarines.

—No tengo hambre—dijo la bestia. Y se fue a dormir hecho una furia.

“La memoria es extraña”, pensaba. “¿Cómo habían podido volver a la escuela, a hacer las compras en la feria, a trabajar con la Singer, a pedalear por las calles del barrio?”


Veintidós aviones North American AT 6, cinco aviones Beechcraft AT-11 y tres hidroaviones Catalina, descargaron nueve mil quinientos kilos de bombas de fragmentación de 50 kilos de Trotyl cada una. Fue el heroico bautismo de fuego de la Aviación Naval Argentina, dejó un saldo de trescientos ocho muertos y más de ochocientos heridos. Todos compatriotas de los aviadores.

Como a lo largo del siglo XIX, como en toda nuestra historia: la guerra civil nunca declarada. La guerra civil perpetua.

¿Habrá llorado Borges como el día en que celebró la liberación de París?

¿Habrán lamentado los socialistas de lágrimas de cocodrilo, la muerte de esos pibes que venían a conocer Buenos Aires y una bomba los sorprendió en plena risa?

¿Y los nacionalistas católicos? ¿Habrán llorado por tanto inocente destrozado por la metralla? ¿Se habrán escandalizado como lo hicieron con la quema de las iglesias?

Recordaba una imagen que salió en todos los diarios: una mujer con la pierna amputada miraba perpleja el miembro deshecho a menos de un metro de donde estaba tirada. La cara no era de miedo sino de sorpresa, de incredulidad.

La Argentina no era la tierra de la plata, ni de la abundancia sin fin. Era el país del odio rencoroso. El que había masacrado gauchos, indios, paraguayos; el que ahora se sacaba de la peor manera a esta lacra salida de las profundidades: a los peronistas.

La sombra del General

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