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TOMA 17

La tarde que encontré a la madre no pudo ser más apropiada. Estaba en un geriátrico en Valentín Alsina. El frío y la garúa helada, las goteras y las paredes con la pintura tan raída como el batón de color arratonado de la vieja que parecía tener mil años. Era como para deprimir al más pintado.

El enfermero me advirtió:

—Hable fuerte y del lado derecho, del izquierdo no escucha un carajo.

Fue como hablar con el colchón o con la mesita en la cual todavía tenía la comida fría y sin probar. Me miró a los ojos con una mirada vacía y ausente. Con ese desinterés que tienen los muertos.

—Su hijo, quiero hablar sobre su hijo. ¿Sabe dónde lo puedo encontrar?

El enfermero que estaba a la pesca me hizo señas.

—Desde el día que la trajeron, no vino a visitarla nadie.

“A veces habla con Evita. La llama la santita. La mayoría de las veces nos insulta o nos tira la comida en la cara.

“El tipo dejó un domicilio falso. Lo hacen siempre. Se sacan los viejos de encima y no aparecen más. Cada cuatro o cinco meses nos manda la guita por un pibe” —dijo con cara de desprecio.

Lo pintó como a un cincuentón flaco, de anteojos, bien vestido que mostró un DNI y credenciales de ingeniero o algo así, no se acordaba bien.

La vieja tenía un Alzheimer galopante y por los análisis que le hacían, estaba viva de milagro.

La sombra del General

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