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TOMA 16

Salía junto a la muchedumbre de estudiantes y se iba caminando por Gaona hasta San Martín. Había una barra que se quedaba en el bar a jugar al billar. Los acompañaba, pero no jugaba. Nunca jugó al billar y tampoco iba los sábados cuando se juntaban en Saavedra a jugar al fútbol. Se quedaba tomando un café, haciendo tiempo. Cuanto más tarde llegara a la casa mejor. Menos tiempo tendría que soportarlos.

Esa tarde empezó a leer un libro de Jaques de Mahieu. Un francés que había estado en las SS y que venía a dar charlas al local. Ezcurra lo tenía en un pedestal. Un nazi de carne y hueso que bajaba del Olimpo para venir a deslumbrarlos con su experiencia y sabiduría. En este caso, era una obra sobre antropología americana. Aunque mucho del tema no sabía, le pareció que el escrito era un delirio. El franchute aseguraba que las culturas americanas habían sido influenciadas por los vikingos que habían llegado hasta el Paraguay. Por supuesto, los dioses de los mayas y aztecas eran en realidad recuerdos de “arios nórdicos” que habían visitado América antes de Colón. Lo que más le molestaba no era el racismo, sino su pelotudez.

Dejó esa sarta de idioteces y se puso a observar a un viejo. Estaba siempre en la misma mesa jugando al ajedrez. Solo. Tenía un libro que consultaba, seguramente con partidas y que era su contrincante. Movía una pieza y giraba el tablero. Uno de cartón con piezas de plástico como el que le había regalado el tío Mario a los diez años. Consultaba y contraatacaba.

No sabía jugar muy bien, pero le picó la curiosidad y se acercó a ver la partida solitaria. El viejo levantó la vista y le sonrió a modo de saludo.

—Siéntese. Ya veo que no le gusta el billar. ¿Le gusta el ajedrez?

—No juego muy bien.

—Lo invito. Ubíquese de ese lado, va ganando.

Observó un rato y se decidió por mover un alfil.

El viejo era canoso y muy pálido. Hablaba con acento alemán o judío.

—Soy bohemio —le dijo, como adivinando el pensamiento—. Bohemia era un país, ya no existe, así que ahora soy argentino como usted —sonrió.

En cuatro jugadas había perdido toda la ventaja, el jaque mate se acercaba, inevitable. Los muchachos ya se habían ido y era tarde; se disculpó y le prometió seguir la partida al día siguiente.

—No hay problema. Tengo todo el tiempo del mundo para jugar —le dijo a modo de despedida.

Era viernes, así que tuvo que esperar hasta el lunes para encontrarlo en el bar. Salió del Vieytes pensando en la jugada pendiente. Todo el fin de semana estuvo leyendo a Miguel Najdorf para poder hacer un papel decoroso frente al jovato.

Llegó al bar y allí estaba. Lo saludó y se sentó, ansioso por hacer la movida que tenía estudiada. El viejo lo sorprendió con un movimiento de la dama que lo dejó atrapado.

—¿Estuvo leyendo a Najdorf? —preguntó con una risita.

Se sintió mal. Como si lo subieran sorprendido en una travesura o algo peor, vigilado.

—No se enoje. La jugada la conozco de memoria. Muchas veces jugué con Miguel, alguna vez hasta terminamos en tablas. ¿Sabe que este es un juego muy antiguo? Es un simulacro de guerra. Una guerra hecha juego. Un juego para aprender a hacer la guerra. Debe tener como dos mil años más o menos.

Como para distender la situación el viejo cambió de tema con una sonrisa:

—¿No tenés novia? —lo tuteó.

—Yo soy el novio de la Muerte— le dijo mientras se paraba.

El hombre lo miró con tristeza e intentó seguir con una charla inútil.

Lo saludó y se fue. No le gustó nada que el viejo le hubiera ganado tan rápido. Esa semana no volvió por el bar. A la salida, se iba directamente a la parada a tomar el colectivo. El lunes siguiente volvió con los muchachos que se debían una revancha de la partida de billar y él, como de costumbre, se fue a sentar solo con su cafecito y un libro.

El viejo no estaba.

El mozo era un paraguayo enorme. Un morocho simpático, pero de pocas pulgas. Más de una vez lo habían visto sacar del forro del pantalón a la calle a algún pibe que lo había querido pasar con la cuenta. Los muchachos lo respetaban. Nunca le había hablado, salvo para pedirle el café y la cuenta antes de irse.

El morocho le trajo el café y le dijo, confidente:

—Don Tomás le pide disculpas. No puede venir porque está engripado, me dijo que le avisara.

Le dio una hoja de papel donde había un tablero dibujado y una serie de jugadas marcadas. Eran las variables con que podría haber ganado la partida. Debajo y con una letra muy prolija le había escrito: “Espero que no lo tome a mal”. Más abajo la firma, un garabato indescifrable.

Llegaba el tiempo lindo y los días se alargaban. A la salida del colegio ya no pasaba por el bar y nunca se atrevió a enfrentar al viejo de nuevo. Pasaba con los otros. Confundido entre los demás, por la vereda de enfrente, caminando rápido para la avenida y esperando que el viejo no lo viera.

Cuando empezó segundo año, el bohemio y su cartón cuadriculado ya no estaban en la mesa.

La sombra del General

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