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5. Guerra y muerte
ОглавлениеEl joven Fidel estaba fascinado por la guerra: siguió las de Etiopía y España, la guerra mundial. Se enamoró de los espartanos, tan rudos y austeros. La historia sacra era una mina, el Antiguo Testamento está lleno de guerras, recordaba: mi pasión por las artes militares nació de las lecturas bíblicas. Amar y usar las armas fue natural: en la tierra de su padre cazaba y andaba armado. Y admiraba a los condottieri: sea los héroes del pasado, Napoleón, Aníbal, Alejandro Magno; sea los enemigos de la civilización burguesa, que adorando al Becerro de Oro demolía el orden moral cristiano. Compañeros y religiosos lo recuerdan citando a José Antonio Primo de Rivera y Benito Mussolini, circular con el Mein Kampf. Se ejercitaba en el arte de la oratoria: soldado, religioso y predicador.15
También el deporte era una guerra: la victoria, la única opción; la derrota, una humillación. Nada debía rasguñar el honor del combatiente, la pureza del héroe, la santidad del mártir, la virilidad del macho. Sucedió que reaccionara a una derrota entrando en el aula con una pistola o lanzando el bate de béisbol contra un adversario. Cuando el equipo de baloncesto del colegio desafió a una escuela protestante, Fidel se batió como un león: a cada enceste se persignaba, recuerda padre Llorente, como si luchara contra el hereje. También en las excursiones quería ser el primero. De tal tensión emotiva pagaron la cuenta algunos animalitos: seccionaba lagartijas y se vanagloriaba. El vicio le quedó: ¿violencia reprimida? Fe, guerra, victoria, sacrificio: no maravilla que Fidel estuviera obsesionado por la muerte. Cada acto o discurso tuvo esa marca: la muerte heroica del mártir, la muerte del enemigo infiel eran el premio de la política. Que para él siguió siendo una costilla de la religión, la arena del conflicto entre salvación y dañación. Puesto que vivió noventa años, se puede decir que el instinto de muerte prolongó su vida mientras caían a su alrededor amigos y enemigos.16